Desde que hay democracia, el primer elegido que no es radical ni peronista

Desde que hay democracia, el primer elegido que no es radical ni peronista

ES EL ÚNICO, ADEMÁS, QUE LLEGA AL PODER CON UNA CONSTRUCCIÓN PROPIA DESDE LA CRISIS POLÍTICA DE LOS PARTIDOS DE 2001

 Los tiempos van a decir si Mauricio Macri, desde anoche presidente, es parte del ciclo de la crisis política que se inició hace 15 años en la Argentina, o es la primera señal de la superación de esa crisis. El triunfo sobre Daniel Scioli aporta el primer indicio profundo: a casi 100 años de la Ley Sáenz Peña que instauró el sistema electoral vigente -con modificaciones de procedimiento, pero sobre los mismos principios de aquella norma revolucionaria- es el primer mandatario elegido democráticamente que no pertenece a las dos formaciones históricas que han gobernado la Argentina desde 1916.

Asombra el logro de ayer por esa sola nota, pero no sorprende porque su victoria se basa sobre una lectura fina y ajustada de la realidad social de la Argentina a la que ha respondido la historia política contemporánea: el peronismo entra en emergencia cuando va a las urnas sin aliados, y enfrenta al electorado no peronista unido detrás de un candidato plausible. En 1983 fue Raúl Alfonsín, en 1999 Fernando de la Rúa; ahora ha sido Macri. Las mejores elecciones las hizo el peronismo con aliados extrapartidarios, desde Juan Perón en 1946 con el radical Hortensio Quijano, a Cristina de Kirchner en 2011 con el radical Julio Cobos, pasando por el segundo Perón de 1973 con el multitudinario Frejuli. El acierto de Macri y Cambiemos fue apostar a esa ecuación infalible. Lo demás es literatura.

Los procesos políticos superan a los protagonistas, y su índole personal, subjetiva, se adapta a ellos. Pueden nacer de individualidades singulares, de talentos probables, pero su ascenso irresistible ocurre siempre porque se erigen como engranajes de una misteriosa dinámica social que nadie domina, porque el humor colectivo es como aquella pantera que ilustró el poeta, que se mueve invisible y silenciosa entre las multitudes y sorprende siempre al atacar cuando nadie lo espera. Por eso, se equivoca quien lea el resultado de ayer como una disputa de dos personalidades, Macri y Scioli, como si se tratase de una competencia de talentos personales. La suerte de los dos la han jugado los movimientos que han representado y, echadas las cartas, era poco lo que podían hacer para torcer sus destinos. Veamos.

Macri y Scioli han sido dos candidatos excepcionales: jóvenes, ambiciosos, concentrados en perseguir el poder, atentos a sus estrategias, estudiosos, apelando a los mejores recursos de que puede disponer hoy un político. Se propusieron objetivos claros y desplegaron estrategias también claras que dependieron sólo en parte de sus personalidades. Su suerte es la de sus formaciones. 

Scioli y el peronismo iniciaron este proceso electoral antes de 2013 con la convicción de que era una elección muy difícil de ganar y que se perdía 1) si no se sumaban aliados y 2) si no se encontraba un buen candidato para la gobernación de Buenos Aires. Ésa era la condición para ganar en primera vuelta, convencido el peronismo de que el voto no peronista de las grandes concentraciones urbanas estaba dispuesto a apoyar a sus opositores, como ocurrió en las legislativas de 2009 y 2013. 

No pudo sumar aliados porque le hubiera costado al oficialismo de la Casa de Gobierno resentir la integridad del arco de asociados para sustentar la gobernabilidad de la administración Kirchner. Sumar un aliado extrapartidario, por izquierda o por derecha, le podría haber costado perder alguno de sus socios en el poder. Lo que le sirvió para tener gobernabilidad segura hasta el 10 de diciembre no fue útil como herramienta electoral. Casi una obviedad, pero debió figurar en el Príncipe de Maquiavelo: lo que te sirve para ganar no te sirve para gobernar y lo que te sirve para gobernar no te sirve para ganar.

Tampoco logró el peronismo un candidato ganador en Buenos Aires para cerrar esa estrategia: pudo ser Florencio Randazzo, pero éste se negó, desnudando otro factor clave en este resultado, la crisis de liderazgo en el oficialismo.

Macri apostó a otro objetivo: entrar en el balotaje, leyendo el mismo manual que le abría el futuro si se ponía al frente del arco opositor, algo que logró con su alianza, costosa, con el radicalismo sociológico, franja social que es más amplia que la que se sindica en la presidencia del Comité Nacional de Ernesto Sanz. Leyó con claridad los episodios de 2013, cuando Sergio Massa migró del oficialismo y se despidió de cualquier acuerdo con tribus del peronismo formal en la presunción de que si se aliaba con el ex jefe de Gabinete terminaría en una interna del kirchnerismo. Si para Massa no había nada en el peronismo, menos había para él. 

Desde esa fecha profundizó sus críticas a cualquier acercamiento al kirchnerismo disidente y comenzó el acercamiento con el radicalismo sociológico en cómodas cuotas: un armisticio con Elisa Carrió y una operación de atracción del sector Sanz de la UCR que selló el acuerdo en la convención partidaria de Gualeguaychú en marzo.

Macri es no sólo el primer presidente que desde 1916 no es peronista ni radical: es el primero que llega al puesto con una construcción política propia y sólida. Los anteriores accedieron al poder por atajos; Duhalde se sacó la lotería de Buenos Aires y lo designó el Congreso; Kirchner fue presidente por walkover porque Menem se le rindió para evitar un balotaje; Cristina de Kirchner fue nominada por un sistema caudillista para heredar a su marido.

A diferencia de ellos, Macri llega desde una construcción hecha con una ingeniería extravagante para el estilo criollo. Su formación es una UTE de conservadores, independientes, radicales y peronistas -lo acatan como jefe indiscutido, pero el personalismo es el peor enemigo de un mandatario-.

Vistos en perspectiva, en las dos décadas que llevan en la política, y más allá de los resultados de sus fuerzas, Macri y Scioli acumularon aciertos estratégicos que los llevaron hasta la disputa crucial de ayer. Scioli se abrazó al Gobierno al que pertenece con acciones preferenciales como fundador del kirchnerismo en 2003. También se pegó a los gobernadores, que son la mesa de decisiones del peronismo. Con ellos acumuló votos hasta llegar al 37% del 25 de octubre, un resultado más que generoso para un peronismo que fue a las urnas sin aliados. No porque él no hubiera tentado acercar otras tribus: se lo impidió la necesidad de gobernabilidad de su propio Gobierno.

Macri también sumó aciertos estratégicos en decisiones, algunas públicas y otras privadas. Como es el nuevo presidente, los observadores van a intentar hurgar en su fisonomía personal, su estilo, sus humores, su psicología. Esa mirada, técnicamente romántica -y por lo tanto ya envejecida-, aporta poco, porque en los procesos los individuos son engranajes de una maquinaria que los supera. Para ver esos aciertos estratégicos es útil acercarse a las decisiones que tomó con un estilo audaz, que contradijo a los analistas al uso de la prensa y de la academia, contrarió a asesores y conmilitones, forzando puertas que le querían cerrar, y cerrando las que le abrían con cantos de sirena.

Esas decisiones se remontan a los años 90, cuando asumió la presidencia de Boca Juniors siguiendo un proyecto que dice haberse planteado íntimamente: diez años en Boca, diez años en la política y después a casa. Como le fue bien, extendió esos plazos: estuvo en ese club más de 13 años, y en política ya lleva 12, le quedan 4 de presidente y otros cuatro si reelige. Algunos ven esa inspiración para encumbrarse en el deporte, para pasar a la política en alguna conversación con Silvio Berlusconi, que del Inter se convirtió en gobernante de Italia. Sí es seguro que escuchó la recomendación que les dio a políticos y empresarios José María Aznar en una de sus primeras visitas a la Argentina como jefe del PP español: hagan como nosotros; en España juntamos todo lo que está a la derecha de la izquierda. Acá tienen que juntar todo lo que no sea peronismo. Aznar presumía de haber llegado al poder una vez que logró cerrar el arco del centroderecha español.

Macri buscó esa unidad en varias oportunidades, la última en 2011, cuando envió una carta a todos los dirigentes de la oposición reclamándoles sentarse en una misma mesa. No le respondieron a su gusto y no fue candidato en 2011, dejando sin representación a un tercio del electorado argentino que se referencia en el centro moderado no peronista y que ayer lo llevó a la presidencia.

Quienes lo conocen ponderan la audacia del personaje que le hizo enfrentar durante un largo año (2011) las críticas por TV, todos los días, de los personeros del Gobierno nacional que le reprochaban no aceptar el traspaso del servicio de subtes a la Capital. Los aceptó cuando él quiso y mostró esa decisión como un triunfo sobre un Gobierno que hacía, dijo, todo lo posible para que él fracasase como jefe de Gobierno. O cuando dinamitó su excelente relación con el actual papa Bergoglio por no apelar un amparo judicial y permitió el primer casamiento del mismo sexo en la ciudad que gobernaba. El entonces arzobispo lo acusó de frivolidad y nunca las relaciones fueron como antes, cuando Bergoglio le ponía gente en las listas de candidatos o cuando compartían el rol de, según Néstor Kirchner, jefes de la oposición a su Gobierno.

También ponderan su ambición política, que reguló en varias oportunidades con paciencia, como cuando se quedó fuera de la grilla de candidatos en 2011, el año cuando el peronismo ganó las elecciones con más del 54% de los votos. 

Antes había acariciado lo mismo. Fue en 2002 cuando Eduardo Duhalde le ofreció ser el candidato a la presidencia por el peronismo. Macri fue a Olivos llevado por Ramón Puerta, su amigo y uno de los mentores políticos de su carrera, para escuchar la oferta que vino después de que Duhalde lo bajase a José Manuel de la Sota y antes de ofrecerle esa postulación a Néstor Kirchner. Pidió pensarlo y a los pocos días le respondió que no, que no estaba en condiciones de asumir ese proyecto. Nunca comentó detalles de esa conversación.

También volvió a acariciar ese proyecto en 2005, cuando planificó una candidatura de la que supieron Carlos Reutemann, Francisco de Narváez, Horacio Rodríguez Larreta y pocos más. Medió un viaje a Brasil un fin de semana del cual regresaría para ungirse como candidato para 2007. Ya era diputado nacional, pero imaginó que su mejor destino era ser jefe de Gobierno de Buenos Aires, cargo al que terminó postulándose en el turno siguiente.

Del intento de ser gobernante porteño en 2003 aprendió el esquema que replicó en la elección de ayer. Se enfrentó con Aníbal Ibarra, a quien le ganó en la primera vuelta por el 37,55% al 33,54%, pero en el balotaje el aliancista revirtió el resultado y le ganó por el 53,48% al 46,52%. La misma música y una letra parecida a la que se escuchó ayer cuando dio vuelta el resultado de la primera vuelta ante Scioli.

Como gobernante debe esperarse lo mismo que lo que habría hecho su competidor de ayer dentro de las posibilidades y restricciones del contexto. Los peronistas de todos los colores van a hacer cola para sostenerlo, como hicieron con De la Rúa en 1999. El negocio colectivo, después de aquella experiencia, es que le vaya bien porque un colapso de su presidencia se proyectará sobre la herencia que recibe el 10 de diciembre. El costado débil es el que cifra el drama y la gloria de todo caudillo: el personalismo sigue rigiendo el sistema en la Argentina, no tiene partido en una Argentina sin partidos y ésa es una característica de la crisis política que resiente a todos los gobiernos. Sin vida partidaria los mandatarios son débiles, no tienen respaldo ni en sus votantes cuando viene la emergencia.

En punto a temperamento, Macri tiene una capacidad envidiable para aprender, se vale de la experiencia ajena y la usa en su provecho, con la misma fuerza como no acumula rencores ni reproches. Olvida los agravios -su relación con Carrió lo prueba- porque cree que eso no suma en una construcción del futuro. En esto también contraría la habitualidad de los políticos, que actúan como una función de los demás. Para él, la realidad es una función de sus proyectos; de ahí la desvergüenza con la que irrumpe con rasgos de estilo que irritan a la gravedad zonza de los dirigentes tradicionales, como disfrazarse para emular a Freddie Mercury o cerrar su campaña honrando a la Pachamama, una deidad de dudosa estirpe PRO.

Macri también se aparta de la habitualidad de los políticos cuando cultiva la intimidad y la soledad como pocos. Es un hombre austero, consume una dieta simple, ensaya jornadas de meditación budista. La soledad en la que transcurre su vida le permite una relación radical con las diversas capas de asistentes, auxiliares y también funcionarios de su gestión. Puede pasar horas enteras hablando por teléfono triangulando conductas ajenas, rodeado de un núcleo íntimo de allegados que lo acompañan desde hace muchos años, la mayoría de fuera de la política. No suele participar de algaradas políticas con sus funcionarios, viaja con ellos pero los despide a la noche para recluirse sin salidas callejeras. Le reprochan cierta frialdad en ese trato acariciador que suelen tener los líderes con sus militantes. Los congela con frases como "Te tocó perder", pero a la vez se rodea de amigos de la infancia -Nicolás Caputo, el más notable- y respeta el consejo de sus mentores: su padre, con quien tiene una mejor relación que la que reconocen, su amigo Puerta, que le acercó hombres clave como Humberto Schiavoni (presidente del PRO nacional) o Rogelio Frigerio, como reconoce la influencia que tuvo en él su tío, el empresario Jorge Blanco Villegas, figura que no olvida un solo día de su vida.

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