No permitamos que democracia sea una palabra vacía

No permitamos que democracia sea una palabra vacía

Por Eduardo Aliverti

La pobreza extendida que ratificaron las cifras oficiales, pese al ligero descenso, es un golpe tan perdurable como previsible para los argentinos con algún grado de conciencia social mínimamente sensibilizada.

Pero sobre todo, el golpe debería serlo -y hace tiempo, ya mucho- para un ancho de esa “clase” política a la que no sólo una derecha fanatizada viene instaurando en la definición de “casta”.

El número del Indec, seamos francos, es además una foto desactualizada. No toma el estallido inflacionario de comienzos de año, ni el que persistirá. Y, al cabo, hablamos de una pobreza estructural a la que punto más o punto menos no le hace mella.

En todo caso, el dato nodal es que quienes consiguen trabajo son trabajadores cada vez más empobrecidos.

En la jerga cotidiana, no es ni clase ni casta: son con exclusividad “los políticos”, que es más fácil y tristemente denigrante, quienes no encuentran solución ni para la pobreza, ni para la inflación, ni para la canasta alimentaria, ni para el monto de los alquileres, ni para la inaccesibilidad de créditos para la vivienda, ni para el piqueterismo protestatario del AMBA que los medios dominantes ponen en cadena nacional para que choquen el humor del derecho a circular y la violencia de depender de un plan para comer salteado.

El aparato de esos medios, entre otros factores, dibuja que no existe la clase o casta empresarial.

Y si hay un sector reaccionario y “político” por antonomasia, por ahora bestial dentro de las fronteras de lo declarativo, es justamente el de los más sistémicos de toda la franja ideológica (“por ahora” es relativo, vistas las acciones vandálicas y la militancia del odio perpetradas contra símbolos del “populismo” y de la figura de Cristina en particular).

No hay nada tan preciso como la derecha ultraderechizada en su carácter de elementos, también ¿por ahora? “inorgánicos”, dispuestos a devolvernos a tintes neofascistas en su modelo de país.

Consolidar la exclusión de grandes mayorías; reprimir; reinstalar un Estado policíaco; avanzar en la libertad incontrolada de los actores del “mercado”; volver a Martínez de Hoz (del anuncio de su plan también se cumplieron 40 años, este 2 de abril); desatar la “liberación de las fuerzas productivas”, aun a costa de apartar a millones de habitantes a más de los pocos que ya somos según la extensión de este territorio… ¿qué más sistémico que eso?

Pero va creciendo ese “espíritu” de ver al enemigo en los que están bien jodidos, y no en el núcleo de los privilegiados. Y crece no solamente en la tilinguería de clase media que consume y adopta el discurso de la antipolítica.

Gruesos populares, incluyendo a porciones de los más jóvenes o preeminentemente entre ellos, compran esa perorata desorbitada. Por desesperación o desánimo.

Es una derecha sacada que, aunque parezca increíble, muerde de la base electoral del peronismo, kirchnerismo o como se denomine a la única cosa, hoy quebrantada, que todavía debiera seguir en condiciones o disposición de frenar la llegada de lo peor.

No es Javier Milei quien se consolida centralmente gracias a la edificación de una retórica berretísima, de signo televisivo y de activismo en las redes.

Milei es un eferente que, en la más probable de las hipótesis y como ya se arriesgó en este espacio de opinión, terminará cerrando electoralmente con los cambiemitas. O aportando su considerable presión de votos, para que un futuro gobierno de ese signo se vea felizmente compelido a correrse hacia allí. Hacia la bestialidad.

Cuando Macri dijo que si tuviera la oportunidad de volver haría lo mismo que hizo, pero más rápido, no hizo más que sincerar lo que debería ser cardinal para quien tenga menos de una uña de entendimiento político.

Es posible que Macri, individualmente medido, no tenga chances electorales.

A valores de hoy, en todas las encuestas a un lado y otro, Macri compite por la más negativa de las imágenes masivas (junto al Presidente, Cristina y todo referente de lo identificado como oficialismo).

Pero paradójicamente o no tanto, o para nada, sus valores están vivos y coleando en una sociedad en la que, entre una parte muy frágil de su memoria y el desaliento de que la “clase” o “casta” política no da respuestas, Macri también sólo un eferente.

Macri tiene reemplazos de forma, que jamás son de fondo si se comprende que una derecha retornada al poder formal de la lapicera ejecutiva sería, hasta más ver, una escena sin retorno (excepto para quienes estiman que Macri y Alberto Fernández son la misma mierda; que no hay 2023 porque las elecciones ya están perdidas, y que basta con dar testimonio de lo perdido).

Se llame Rodríguez Larreta como todo lo hace prever también a valores de hoy; o se llame como se llame entre cambiemitas y desesperanzados que si es necesario se asumen a derecha explícita; o se llame como se llame entre esos radicales de los que Alfonsín sentiría vergüenza republicana y personal, Macri no es únicamente la estética insultante de que aparezca hablando como si nada o esté jugando el Mundial de Bridge, sin el atributo elemental de la discreción tras dejar una de las deudas más siniestras de la historia financiera mundial.

Este Gobierno, que ni apenas sabe coordinar las declaraciones de sus integrantes, queda al arbitrio de que la agenda publicada esté en manos de lo más grave del facilismo.

Ya se arrima “dolarización” como alternativa de régimen monetario. Reaparece Domingo Cavallo brindando recetas, entre otras delicias. Y por si no alcanzara, se animan a reintroducir el negacionismo y la teoría de los dos demonios. Y van por más.

Ese paquete no es mérito de ellos.

Se trabaja ante todo con las deficiencias nuestras, dicho en términos de apropiación descriptiva que ellos tienen la habilidad de maquillar bajo el “republicanismo”, el indignómetro o conceptos como los de periodismo profesional no militante (para “independiente” ya no les da, eso sí). Pero no pasa primero por lo que dicen y hacen, sino por lo que la dirigencia proclamada como del campo popular deja de decir y hacer.

El proyecto senatorial del formalmente vigente Frente de Todos, para que la deuda con el FMI la paguen los que fugaron la plata, podrá o podría ser una alquimia práctica o parlamentaria. Pero es, aunque sea, un disparador para que el Gobierno tenga una ofensiva en algo. Para que lo asuma como componente unificador. ¿Qué le importa al “albertismo” si lo presentó el “kirchnerismo duro”?

¿Acaso no sirve ese proyecto para recuperar un poquito de iniciativa siquiera simbólica, que el Ejecutivo continúa perdiendo hasta ridiculizarse entre convocatorias a John Lennon y a terapias de grupo?

Y del mismo modo, ¿no debería importar que el “cristinismo” presente opciones concretas para la lucha contra ese tema excluyente que es la inflación, en vez de sólo anclarse en las consignas opuestas a un acuerdo con el FMI que ya fue, que ya está, que no tiene otro destino que la renegociación permanente?

¿Por dónde se cuela que prenda la mentira de que la presión impositiva argentina es de las más feroces del mundo? ¿Por cuáles recovecos volvería a hacerse creíble que ir por las fortunas de los más ricos perjudica a los más pobres? ¿Cómo puede ser que esté reintroduciéndose la figura de la copa rebosante del privilegio que derramará hacia abajo?

Eso no es una discusión técnica. Es una base imprescindible de conciencia política que está perdiéndose, sumidos en las internas idiotas de suma cero.

Hace 40 años, la dictadura más horrorosa que hayamos conocido se sumergió, decadente y perdida por perdida, en una aventura demencial.

Haber creído que un régimen de bruta y genocida adhesión imperial podía conducir una guerra anticolonialista fue algo así como un fenómeno de hipnosis colectiva.

Y una forma complementaria de juzgar los hechos es que ese delirio no concluyó en la derrota militar.

Terminó en que los pibes mandados a la muerte segura e inútil, los pibes que sí dieron la vida por lo que “patria” signifique (infinitamente antes que todo milico, más allá de arrojos individuales conmovedores), fueron el sacrificio que permitió salir del terrorismo de Estado y volver a la democracia con cualquiera de las restricciones que esa palabra encierre.

Y hoy resulta que esa palabra, democracia, está vaciándose de contenido porque, crecientemente, es más una enunciación que un significado de vida mejor para los postergados de (casi) siempre.

¿Vamos a permitir que, encima, “democracia” sea (casi) definitivamente reemplazada por la libertad de la Libertad del Mercado que nos trajo hasta acá?

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