Por: Roberto García. Así celebró los 80 años del 17 de octubre, un alzamiento obrero y popular que la historia priva de responsabilidad a muchos protagonistas (Cipriano Reyes, por ejemplo) y le traslada a Evita, la precursora, la conducción de las masas. Fue el salto de Juan Perón al poder merced a elecciones posteriores en las que triunfó por esos apoyos y un eslogan que Cristina desempolvó con una recreación: entonces fue Braden o Perón, ella hoy lo bautiza Bessent o Perón.
Yse fueron todos. Terminó la fiesta. Para los que entraron al departamento, a quienes acompañó hasta la puerta como el general en Puerta de Hierro, sin poder –claro– entrar ella siquiera al ascensor para despedirlos. Ni hablar que tampoco pudo bajar a la calle para abrazarse a quienes la vitoreaban, aquellos que la visitaron desde la calle para festejar la efeméride de otro, aunque los simpatizantes o fanáticos aplaudían a la heroína como si ella hubiese estado el 17 de octubre del 45. Cada uno de los presentes, almas comunes, se fueron para volver a casa, al cine, a la pizzería, quizás al trabajo. A la rutina que finalmente habilita la libertad. En cambio, ella, Cristina Fernández de Kirchner, debió quedarse en un encierro con vista a la calle que muchos consideran un privilegio, sea por la cantidad de gente que recibe o por excepciones de vida de la que otros presidiarios carecen. Sin advertir que ella no puede salir, que está presa, que ya han transcurrido alrededor de 150 días tachados en un almanaque imaginario y que, a menos que haya un caos político o un presidente que luego se digne a firmar un indulto, transcurrirá mucho tiempo –aún le faltan otras causas– en esa celda de varias habitaciones. Mientras, muchos de los que tienen acceso a su celda múltiple, excolaboradores, no padecen acción ni persecución judicial, triscan por la calle sin problemas y, en la mayoría de los casos, han mejorado su condición social. Sueltos y ricos. Solo ella está condenada en el segundo piso de San José 1111 y en las elecciones del domingo próximo que, tal vez, le aporten alguna alegría pasajera, nadie moverá una pestaña para cambiar su condición actual. Doloroso el trance de ser una jefa política en la Argentina: cualquiera –como ella misma– hoy cambiaría un busto por esa abstracción llamada libertad.
Así celebró los 80 años del 17 de octubre, un alzamiento obrero y popular que la historia priva de responsabilidad a muchos protagonistas (Cipriano Reyes, por ejemplo) y le traslada a Evita, la precursora, la conducción de las masas. Fue el salto de Juan Perón al poder merced a elecciones posteriores en las que triunfó por esos apoyos y un eslogan que Cristina desempolvó con una recreación: entonces fue Braden o Perón, ella hoy lo bautiza Bessent o Perón. Como si fueran los mismos tiempos, como si no hubieran pasado ochenta años –sea para bien o para mal– y el hierático Scott Bessent del Tesoro norteamericano no fuera un fiel ejecutor de quien se cree el rey del mundo, Donald Trump, el que logra pacificar algunos lugares (Gaza) y anticipa operaciones militares en otros, Venezuela. Tanto cambió el curso histórico que los Estados Unidos pasaron décadas negando que habían colaborado en el derrocamiento de Salvador Allende y en otros golpes de Estado. Ahora, Trump anticipa las operaciones bélicas que va a realizar.
Además, por otra parte, en los tiempos del embajador Spruille Braden, pocos en la Argentina sabían quién era el presidente de los Estados Unidos (Harry Truman) y no ponía el mismo empeño para lanzar la bomba atómica que para impedir la llegada de Perón. Al revés del impávido Trump. Una diferencia enorme, entre otras, más la curiosidad impostora de la política en que Cristina recuerda al general que siempre despreció y ella, ahora, depende de quien la fue a ovacionar desde la calle a su departamento, más bien obligado y por supuesto sin recibir una invitación para subir: Axel Kicillof. Un gobernador que alguna vez pensó también que el general era un burgués y que, si le va bien el domingo, sueña con empoderarse presidente en 2027, rompiendo la maldición bonaerense que les impidió cumplir ese propósito a otros antecesores y quizás, si le resulta conveniente, firmar un indulto para la presidiaria que ha comenzado a sufrir las consecuencias psicológicas de su reclusión. A menos que ella crea que el acceso a esa alternativa le llegará por obra y gracia de quien ahora integra la lista de candidatos a diputados bonaerenses, Juan Grabois, su nuevo delfín revolucionario. Sobre él ha puesto sus fichas en oposición a otras realidades, inclusive a la de su propio hijo Máximo. Esa falta de proyección y foco, quizás, es la razón por la cual está depositada en San José 1111. Para ganar hay que tener un frente y, además, un entendimiento en la propia facción: difícil que para entonces Grabois coseche adhesiones en gobernadores, jefes municipales o dirigentes reconocidos y con territorio, tipo Sergio Massa. No le alcanza con aullar que Cristina debe estar libre.
Dicen que Braden despertó a mediados de los 40 no solo una vena nacionalista en la Argentina respaldando la fórmula Tamborini-Mosca, a la que doblegó Perón. (Se propone una digresión menor a esta lectura: el apellido Mosca no colaboraba en la oferta, a pesar de la versación y aptitud del abogado radical, tanto que años más tarde estuvo a punto de constituirse otra fórmula con su hijo en la UCR acompañando a Juan Manuel Casella. Pero se desarticuló el proyecto por la lectura burlona del binomio Casella-Mosca). En rigor, en los 40 estaba fresco el triunfo aliado sobre Hitler y la Unión Democrática (y Braden) suponía que la mayoría electoral argentina habría de votar por quienes siempre estuvieron contra el nazismo. Fue una pésima interpretación histórica que, además de ser vencida en las urnas, provocó un período de transición en el que abundó un crítico vínculo entre los dos países, hasta que al general se le acabó la plata y firmó los contratos petroleros con la Standard Oil y desde Washington le mandaron al hermano del general Dwight Eisenhower para que en un hermoso domingo disfrutaran de un partido de fútbol en el estadio de River, ni siquiera en la platea, sino sentados en dos sillones casi presidenciales al borde de la cancha. Pasaron ochenta años del Braden-Perón que ahora reivindica Cristina y los que pregonan peronismo, olvidando los cambios a los cuales se debió someter el general. Casi una cirugía plástica en su vida política, una constante desfiguración.
Lo curioso de la celebración del pasado 17 frente al departamento de Cristina es que el próximo domingo se replantea electoralmente también subirse al tren de los Estados Unidos –incluyendo las groserías diplomáticas de Trump y Bessent, entre otros detalles– o permanecer en una estación en la que el país permaneció durante ochenta años con resultados no precisamente positivos y con compañías detestables. Entonces, la tercera posición mundial resultó una entelequia que apenas pudo imponer una potencia como De Gaulle al frente de Francia; lo de Perón fue una experiencia minúscula de lo que hoy queda poco en el mundo. La repetida tercera vía local o el riel del medio que inspiran un grupo de gobernadores también promete dificultades: entre ellos mismos hay discretas reservas hacia el futuro, ambiciones controvertidas y hasta diferencias en un mismo distrito, entre el que gobierna Córdoba, Martín Llaryora, y su mentor pasado, Juan Schiaretti. No solo por poder, también viene complicada la relación por entuertos de familia que afectan a la tercera candidata a diputada de la provincia, Natalia De la Sota, hoy –dicen– de singular crecimiento en votos. La hija del finado José Manuel guarda una especial aversión a Schiaretti (igual que su familia), al parecer por saldos de la herencia que no se han cumplido. Hasta hubo encuentros en la Capital Federal para desanudar esas cuestiones que no han satisfecho a los legatarios del “gallego”. No discuten por trofeos ni la autoría de un libro, parece que estas desavenencias se crisparon en el departamento porteño de un allegado permanente a los emprendimientos cordobeses: Horacio Miró. Un experto en representaciones y custodias.
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