El arte de tomar decisiones, siempre costosas

El arte de tomar decisiones, siempre costosas

Los gobernantes deben arbitrar medidas en un contexto en el que todos tienen razón. Los médicos y los comerciantes. Los hospitales y las empresas. Es un juego de suma negativa aunque, tácticamente, algunos sectores puedan resultar beneficiados en ciertos períodos de tiempo. Así, si el pensamiento sanitarista impone sus criterios la economía se resiente en tanto que, de prevalecer esta última, la salud continuará pasando su factura con nutridos renglones de terapia intensiva y de muertos. No hay héroes ni villanos en esta historia; apenas millones intentando sobrevivir.

La situación actual que atraviesa la Argentina con relación a la pandemia del coronavirus podría ser homologada con el recurso dramático – fantástico utilizado, en 1957, por el notable cineasta sueco Ingmar Bergman en su famosa película El Séptimo Sello. Ambientado en la Europa medieval durante la peste negra, el filme relata el viaje de un caballero (encarnado por el genial Max von Sydow) y la partida de ajedrez que juega con la Muerte, la que ha venido a tomar su alma.

En aquellos tiempos, millones de seres humanos se jugaban a todo y nada en este tipo de partidas, muchas veces sin ninguna chance. La peste negra, el trasfondo de aquella película, mató entre 75 y 200 millones de personas, más de la cuarta parte de la población de Eurasia, todas vidas segadas aleatoriamente y sin respetar ni riquezas ni clases sociales.

Con los siglos y el avance de la ciencia, la humanidad supo doblegar a los patógenos que ocasionaban aquellas calamidades. De hecho, muchas enfermedades antaño mortales se han transformado hoy en un recuerdo, erradicadas por las vacunas y las políticas sanitarias desarrolladas a lo largo del siglo XX. La terrible viruela es un ejemplo claro de estos avances. El caballero de Bergman no contaba con estas ventajas de las que actualmente goza, democráticamente, el hombre moderno.

El Covid-19 no escapa a este decurso. Desde esta columna se ha escrito, en más de una oportunidad, que el coronavirus tiene fecha de vencimiento. En menos de un año, la comunidad científica supo desarrollar al menos una decena de vacunas que se están aplicando masivamente, no obstante que a ritmo dispar, en todos los confines del mundo. No es aventurado afirmar que, de no surgir un imponderable del que no se tienen noticias, a finales del corriente año se lograría la inmunidad de rebaño que erradicaría el flagelo.

Sin embargo, entre el alentador panorama del mediano plazo y el día a día que se vive en muchos países, la lucha contra la pandemia recuerda que el tiempo es un recurso siempre escaso. Cualquiera puede cerrar los ojos y soñar con que recibirá la vacuna en poco tiempo más, pero la realidad indica que, en el mientras tanto, muchos se contagiarán y un porcentaje de ellos no logrará sobrevivir. La ansiedad colectiva crece conforme se aproxima la inmunización que se promete urbi et orbi.

En este sentido, la metafórica partida de ajedrez ya no se libra entre un caballero solitario y la muerte, sino entre las autoridades políticas y la peste. Y, con lo que se advierte a diario, aquellas están lejos de lograr un jaque mate. Por ahora, solo es posible sacrificar piezas sobre el tablero a cambio de permanecer en el juego; es un arte difícil, casi imposible.

Lo que sucede en esta suerte de cuarentena light es un claro ejemplo de esta encrucijada. En rigor, la cantidad de contagios y la ocupación de camas críticas exigirían prolongarla por más tiempo. El personal de salud, las clínicas privadas y los hospitales están colapsados. Algunos imaginan que el momento de decidir entre tal o cual paciente se asignará un único respirador se aproxima, haciendo realidad las peores pesadillas. Ningún ministro de Salud duda respecto a que las restricciones deberían prolongarse todo lo que fuera necesario.

Pero esta mirada encuentra su límite en la economía y en el funesto recuerdo de lo ocurrido el año pasado. Hay muchos sectores que ya no resisten un día más de confinamiento. De hecho, ayer fue un día casi normal en la ciudad de Córdoba, ante la mirada comprensiva de la policía y de los agentes municipales. Otro tanto ocurre en muchas localidades del interior, donde los intendentes han acordado liberalizaciones ad hoc por detrás del DNU de Alberto Fernández. Los comerciantes se escudan en los protocolos para seguir trabajando. “Nadie se contagia en nuestros negocios”, sostienen. Lo mismo se afirma de las escuelas, las oficinas o el transporte público, sin que el ritmo de nuevos casos se detenga pese a tales seguridades.

Lo peor del asunto es que todos tienen razón. Los médicos y los comerciantes. Los hospitales y las empresas. Es un juego de suma negativa en donde nadie gana aunque, tácticamente, algunos sectores puedan resultar beneficiados en ciertos períodos de tiempo. Así, si el pensamiento sanitarista impone sus criterios la economía se resiente en tanto que, de prevalecer esta, la salud continuará pasando su factura con nutridos renglones de terapia intensiva y de muertos. Es desesperante constatar que no hay héroes ni villanos en esta historia; apenas millones intentando sobrevivir.

La política es el árbitro de esta tensión cada día más palpable. Y, entre quienes la ejercen, hay algunos más proclives al cierre y otros a la apertura de la economía. Este abordaje, obviamente, depende del contexto en el que les toque gobernar. Los responsables de los distritos más productivos tienen la presión de la población que vive de su trabajo, un condicionante mucho más relativo en jurisdicciones con mayor asistencialismo. Si a esto se le agrega la necesidad de volver a las escuelas en forma presencial -la virtualidad, se ha comprobado, es una máquina de expulsar alumnos del sistema escolar- las decisiones se tornan mucho más complicadas y lejos de cualquier volición.

Esta es la razón por la que los gobernadores y los intendentes deban surfear como pueden la segunda ola mientras esperan por la redención de las vacunas. Son estas, precisamente, las que permitirán terminar victoriosamente la partida en juego. No sorprende, por consiguiente, que Juan Schiaretti haya decidido ayer solicitarle a la Legislatura las autorizaciones correspondientes para obtenerlas en el mercado internacional. Su par jujeño, Gerardo Morales, había hecho algo semejante la semana anterior.

Con esta iniciativa, el cordobés intenta cumplir lo comprometido en su mensaje de apertura del año legislativo, en febrero pasado. En aquel entonces el anuncio sonó a demagogia toda vez que el gobierno nacional monopolizaba las adquisiciones, pero a comienzos de abril Santiago Cafiero -el jefe del gabinete del presidente- otorgó las dispensas necesarias para que quien pudiera comprarlas lo hiciera sin mayores polémicas.

Inmunizar masivamente es el único salto hacia adelante en la disputa entre salud y economía. Hasta esta semana la disponibilidad de vacunas era un asunto más propio del azar que de la planificación, aunque es probable que tal condicionante sea soslayado a partir de la próxima. Si las provincias logran, a su turno, sumar sus propias existencias a las que provee la Nación el panorama tenderá a despejarse. Mientras tanto habrá que manejar el corto plazo, en donde todo es costo e inexistentes las buenas noticias.

 

Por Pablo Esteban Dávila

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