Sergio Massa, entre dos comisarios

Sergio Massa, entre dos comisarios

Ayer, cuando se estaba por cumplir un mes sin diálogo (ni presencial ni telemático ni telefónico) con la oposición de Cambiemos, Sergio Massa decidió convocar a los jefes de los bloques. En rigor, había tomado antes la decisión de prorrogar por su cuenta y orden un protocolo para las reuniones de los diputados, que estaba vencido, y convocar a una sesión especial para tratar temas que no son polémicos.

 La principal oposición, que es la de Cambiemos y que reúne a 116 diputados, sospecha que ese modo es una simple exploración para tratar después de la misma manera, a la distancia y sin un conteo pulcro del número de diputados, la reforma judicial, la modificación de la fórmula para actualizar las jubilaciones y el presupuesto de 2021. "Han pasado casi 30 días sin hablarnos y sin hablarme habiendo vencido el protocolo para las sesiones telemáticas", le reprochó ayer a Massa en la cara el jefe del bloque de Juntos por el Cambio, Mario Negri.

¿Nostalgias de los tiempos de Emilio Monzó? Monzó era un árbitro respetuoso y pluralista de la Cámara, a quien todos los bloques eligieron y elogiaron y a quien todos también despidieron con un aplauso unánime. La nostalgia es peor para Massa. Extrañan a Alberto Balestrini y a Julián Domínguez, que fueron presidente de Diputados en las gestiones de Néstor y Cristina Kirchner, respectivamente. Por extrañar, hasta extrañan a Alberto Pierri, que fue titular del cuerpo durante el gobierno de Carlos Menem, o a Rafael Pascual, que ocupó ese cargo en la breve gestión de Fernando de la Rúa. La tradición indica que el presidente de la Cámara de Diputados, un cuerpo siempre fragmentado en muchos bloques y difícil para construir mayorías, suele ser un político consensual que trata de comprender los intereses de todos. Sus antecesores conservaron el diálogo permanente, al menos, con los bloques opositores, aunque todos entendieron también que el presidente de los diputados es siempre un oficialista que trabaja para que se aprueben los proyectos de su gobierno. Es el cuidado de las formas, imprescindibles en un sistema democrático. Habría que remontarse a décadas atrás para encontrar un jefe de la Cámara baja que haya decidido ningunear a los opositores como lo está haciendo Massa. "Es el primer presidente de la Cámara que no es un árbitro, sino un barrabrava", señala un veterano diputado, hoy opositor.

 

Es cierto que resulta difícil para Massa cumplir con los ritos amables de la política si quiere llevarse más que bien con Máximo Kirchner, el "comisario de abajo" como lo llaman algunos diputados, y con Cristina Kirchner (la "comisaria de arriba"). No hay nada que Massa valore más ahora que la relación política con Máximo Kirchner, tal vez porque cree que el delfín tendrá los mismos límites electorales que su madre y que él cumplirá el papel que está desempeñando Alberto Fernández. Es decir, quiere ser el presidente de la Nación en nombre de otro Kirchner. La reforma judicial es el gran obstáculo para ese objetivo, porque es el encargado de llevarle al Gobierno (incluidos los Kirchner, madre e hijo) la mala nueva: por ahora, no hay votos para aprobarla. Por ahora, siempre. Incluso Negri suele responder a la pregunta sobre si la reforma judicial será aprobada con una fórmula relativa: "No, si se votara hoy", dice como quien abre un paraguas antes de que caiga la lluvia. Todos saben que la Cámara de Diputados ha sido un escenario histórico de travestismo político.

El problema para la aprobación de la reforma no es Massa, sino la reforma en sí y, encima, las arbitrariedades que cometió la vicepresidenta en el Senado. Las modificaciones al proyecto original, que significan elevar el gasto de la reforma de 3000 millones de pesos a 10.000 millones, fueron notificadas en los últimos 20 minutos de la reunión senatorial y sin aviso previo a la oposición. "Un bochorno que no podemos explicar", califica un diputado del propio peronismo. Los senadores hipercristinistas repartían poco antes de la votación cargos de camaristas y de jueces federales en el interior como si hubieran levantado un enorme árbol de Navidad. La política se reparte cargos judiciales desde los tiempos inaugurales de la democracia, pero esas cosas se hacían entre los bastidores del espectáculo, no en el teatro de la política. Las formas, otra vez.

 

 

Es hora de que el Congreso vuelva a sesionar con senadores y diputados presentes y que los legisladores del interior puedan trasladarse libremente a la Capital. El absurdo es un territorio demasiado vasto en el país. Los legisladores de algunas provincias deben cumplir cuarentena cuando vuelven, obligación que no tienen los gobernadores cuando acuden a los llamados del gobierno central. En el sistema feudal, la ley está hecha como un instrumento de poder del que gobierna, aunque el que manda está exento de cumplirla.

¿Cómo retomar las sesiones clásicas sin correr el riesgo de los contagios, que existen ahora más que nunca? Los senadores, que son 72, podrían reunirse en el recinto de la Cámara de Diputados, que tiene bancas para 257 legisladores. Los diputados deberían encontrar un lugar más amplio (algunos propusieron el Centro Cultural Kirchner) para preservar las distancias necesarias. La obligación del tapaboca debería ser permanente mientras dure la sesión. También sería necesaria una reorganización del trabajo del personal del Congreso para evitar los contagios. Es estrafalario, sin embargo, que sea el sindicato de empleados parlamentarios el que señale cuándo se sesiona y cuándo no. Esas son las tretas de Massa, que cuenta entre sus amigos con los dirigentes del sindicato.

 

 

La realidad no solo embraveció en el Congreso. Los funcionarios del Gobierno discuten entre ellos qué hacer con las tomas de tierras, que se multiplicaron. Los epicentros están en el cordón que rodea a la Capital y en algunos lugares de la Patagonia, como Villa Mascardi y El Bolsón. Villa Mascardi es una cuestión familiar de 15 personas que dicen ser de la comunidad mapuche. En El Bolsón y el conurbano se argumentan razones de necesidades sociales básicas para perpetrar las ocupaciones de terrenos que son ajenos, del Estado o de privados. El intendente de El Bolsón señaló que las tierras ocupadas ya están siendo vendidas por sus circunstanciales ocupantes. La necesidad es, en todo caso, otra. La discusión entre funcionarios, mientras el tiempo pasa, se refiere a si las tomas son delitos o si son reivindicaciones propias de gente necesitada. Axel Kicillof, gobernador de Buenos Aires, señaló que tiene que haber una respuesta del Estado a las necesidades sociales. Pero es él quien está a cargo del Estado. Su último descubrimiento es que la carencia de viviendas es resultado de la gestión de Cambiemos. Todas las desgracias nacionales sucedieron en apenas cuatro años. No hay culpas ni responsabilidades para los diez años anteriores en poder de los dos Kirchner. Pero su ministro de Seguridad, Sergio Berni, considera que las tomas son un delito y que las tierras ocupadas deben ser desalojadas. La ministra de Seguridad, Sabina Frederic, sostiene la tesis de Kicillof: son necesidades sociales, no delitos. Frederic tiene la cabeza en el cielo y Berni tiene los pies en la tierra. Es el eterno juego entre ellos. La Justicia parece esperar que la política se ponga de acuerdo.

El Presidente no se pronunció ni sobre el escándalo en el Congreso ni sobre la toma de tierras. O lo hizo a su manera. ¿Qué fue el relato de su "culpa" por la bella Capital si no la aceptación de que no hay interés (tal vez no lo hubo nunca) de acercarse a la oposición? ¿Habría dicho lo mismo si la Capital estuviera gobernada por peronistas? Seguramente, no. La política predica la necesidad de negociaciones y acuerdos (que son necesarios) sin tener en cuenta el carácter de los protagonistas. Alberto Fernández ha cambiado su inicial propuesta de diálogo para terminar con la grieta por una posición abiertamente hostil hacia la oposición. Sergio Massa puede modificar radicalmente sus decisiones con la aparición de una necesidad personal o con la próxima encuesta. Cristina Kirchner no confunde nunca: simplemente no quiere ni ver a un opositor. Mucho menos hablarle.

 

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