El temido abismo que se despliega a milímetros del próximo Presidente

Por Ernesto Tenembaum

El martes pasado, el candidato favorito para ganar la elección de esta tarde prometió que no iba a tocar los depósitos bancarios de los ahorristas argentinos. “Eso es propiedad privada. Eso no se toca. Nosotros llegamos para cuidar los depósitos -dijo Alberto Fernández-. Por eso le pido a los argentinos que no retiren los depósitos, que nos comportemos como un país normal”. Fue, claramente, una declaración dramática en un momento realmente dramático.

Como cualquier político con experiencia, Fernández sabe que mencionar siquiera la posibilidad de algún tipo de confiscación de depósitos puede desatar una corrida, por más que se trate de una desmentida. Esas declaraciones solo se hacen cuando la situación es límite. Y lo era. Desde el 11 de agosto el sistema financiero soportó la pérdida del 40 por ciento de los depósitos en dólares. Ese drenaje terrible se había desacelerado desde que Hernán Lacunza reperfiló los vencimientos de la deuda e impuso límites a la compra de dólares. Pero, en los últimos días, los ahorristas llenaron de nuevo los bancos, ansiosos como en otros tiempos por llevarse los dólares a un lugar tan inseguro como sus casas.

Así las cosas, un hecho inédito, que podría ser motivo de celebración para la sociedad argentina, está empañado por un fenómeno que suele ser devastador: el pánico. Las elecciones que se realizan hoy serán un paso decisivo para que el próximo 10 de diciembre, por primera vez en la historia argentina, se inaugure el séptimo período presidencial democrático consecutivo. Eso nunca ocurrió aquí. Además, se realizan al final de una campaña electoral que, a ambos lados de la contienda, movilizó a multitudes gigantescas. Fue una competencia en paz, como todas las otras que se dieron.

Alberto Fernández (Christian Heit)

Si alguien mirara solo esa parte de la película, concluiría en que se trata de una democracia estable, que soportó ya infinitos desafíos desde su regreso, hace ya 36 años. Sin embargo, su dificultad para resolver su principal problema, el económico, la ha vuelto a colocar en serios riesgos. Las multitudes que deliran ante los rock stars de la política argentina -Alberto Fernández, Mauricio Macri, Cristina Kirchner, María Eugenia Vidal- conviven con las multitudes que llenaron en los últimos días los pasillos de los bancos o cliquearon desesperadamente para pasar sus pocos o muchos pesos a dólares. Tal vez incluso sean las mismas.

En este contexto, este lunes -haya o no segunda vuelta- empezará un nuevo período en la historia económica del país: muy probablemente ya sea muy complicado ahorrar en dólares, porque, ante la nueva corrida que se desató, el Gobierno impondrá, o eso hace trascender, límites muy estrictos para el acceso a las divisas. Sería un gesto de realismo. El viernes se perdieron 1.700 millones de dólares de reservas. En la semana completa, 4 mil millones. O es el Gobierno el que pone los límites o es la ley de la gravedad.

La decisión de prohibir la compra de más de 10 mil dólares por mes tranquilizó, a principios de septiembre, a los ahorristas que masivamente habían retirado depósitos después del 11 de agosto. Se supone que los límites que se establecerán en las próximas horas, volverán a producir ese efecto: reducir la catarata a un goteo. El problema es que si bien es sencillo imponer un estricto control de cambios, después, ¿cómo se sale?

Lo que está ocurriendo en estos días obliga a formularse preguntas muy duras acerca de Mauricio Macri. Si el control de cambios puede tranquilizar la situación, ¿por qué no lo impuso la primera semana posterior al 11 de agosto, cuando ya muchos economistas lo reclamaban a gritos? Si finalmente, después del terrible agosto, se decidió, ¿por qué no fue más estricto? Si todo el mundo esperaba una corrida en la última semana anterior a las elecciones, ¿por qué no se anticipó? Y estas preguntas pueden proyectarse hasta las primeras medidas que tomó al asumir: ese momento inverosímil en el que Alfonso Prat-Gay decidió apretar graciosamente el botoncito mientras se refería a la “grasa de la militancia”. ¿Cuánto dolor habría ahorrado Macri si hubiera aplicado, mínimamente, el sentido común? ¿Por qué no lo hizo a cada paso?

En cualquier caso, eso es pasado. A partir de mañana, Mauricio Macri y Alberto Fernández estarán obligados a pensar juntos cómo evitar un cataclismo mayor al actual de aquí al traspaso de mando. Será difícil. Muchas personas -entre ellos el personal técnico- quedaron azorados al escuchar el domingo pasado, en uno de los descansos del debate presidencial, los gritos que intercambiaron ambos en un pasillo. Macri le recriminó a Fernández haberse referido a su padre. Los insultos de Fernández fueron tremendos. Por delicadeza, la prensa no los reprodujo textualmente.

Mauricio Macri

El panorama se completa con el evidente viraje de Fernández, quien progresivamente se va recostando en los rasgos que más criticaba Fernández sobre su compañera de fórmula. “Acá no hay crisis cíclicas. Aquí hay un 30 por ciento de la sociedad que es antiperonista. Cada diez años nos coloca un presidente y terminamos como terminamos”, dijo, por ejemplo, esta semana. Es una interpretación un tanto sencilla. ¿Cómo se ubica aquí la gestión peronista de 1973, Rodrigazo y guerra civil incluidos? ¿Y la de 1989, paraíso del liberalismo que se desarrolló con la complicidad de Todes? ¿Y la gestión de CFK que otro Alberto Fernández definía como “patética”? ¿De verdad cree que el peronismo no tiene ninguna relación con el desastre argentino? Fernández vuelve a dividir así a la población entre una mitad virtuosa y otra malvada: relato puro.

Esas declaraciones, más sus escaramuzas reiteradas con periodistas, su creciente irritación con los medios de comunicación y sus pronunciamientos de política internacional reflejan un proceso de radicalización de Fernández en la última etapa de la campaña. Comenzó como un candidato que se manifestaba crítico de la gestión de su compañera de fórmula. Luego del triunfo del 11 de agosto, desplegó varios gestos de moderación. Y todo eso quedó en el olvido, en medio del fervor y los debates.

¿Cuál de los tantos Fernández surgirá esta noche? ¿El de las soluciones sencillas, como pagar con los intereses de las Leliqs a Dios y María santísima? ¿O un dirigente sereno, capaz de contener sus propios desbordes, y guiar de a poco al país a una situación de normalidad, alejada de los fanatismos de campaña?

El desafío para la democracia argentina se acentúa porque, si se mira la región, se trata de una democracia asediada. En Venezuela existe ya desde hace años una dictadura militar con retórica de izquierda, respaldada explícitamente por gran parte del proyecto político que seguramente cante victoria esta noche. En Brasil, gobierna un militar rodeado de militares, gracias a que el principal líder de la oposición no pudo presentarse. Los militares son usados para reprimir en Ecuador y Chile. En Perú, gobierna un vicepresidente electo, que pudo cerrar el congreso gracias al respaldo explícito del Ejército. En Bolivia, Evo Morales está por iniciar su cuarto mandato, cuando la constitución aprobada por él mismo solo le permite dos, luego de haber desoído el resultado de un plebiscito y tras un escrutinio que sufrió un oportuno corte de luz cuando los números no le alcanzaban. Por izquierda o por derecha, los líderes de la región van aceptando métodos que, lentamente, transforman a la democracia de los ochenta en otra cosa.

¿Cuando tardará eso en llegar a la Argentina?

Cada país tiene en su memoria un registro propio de lo que significa la palabra crisis y lo que sería caer al abismo. En los últimos 18 meses, los argentinos han sobrevivido como pudieron a una crisis muy dura. Pero el abismo es algo aún mucho peor. En 1989 la Argentina cayó al abismo. Hubo hiperinflación, los precios subían entre cinco y diez por ciento cada día. Entonces, la gente salió a la calle a saquear supermercados. En 2001, volvió a ocurrir. La Argentina se quedó sin dólares. Entonces los bancos manotearon los ahorros de las personas. No había un centavo en la calle. La gente volvió a salir de sus casas. Hubo saqueos. Murieron decenas de personas. Y cayó el Gobierno.

El primer desafío del próximo presidente consistirá en evitar que la sociedad argentina pase de la crisis al abismo.

¿Estará a la altura?

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