El futuro, ese misterio compartido

Por Alejandro Horowicz

Si algo caracteriza al antiperonismo es la dificultad para vencer electoralmente a los distintos candidatos presidenciales justicialistas.

Más allá de cuál sea el candidato, el peronismo vence. Una sola excepción modifica este conteo: Ítalo Argentino Luder. Raúl Alfonsín lo derrotó sin atenuantes y lo hizo en el principal distrito político de la nación: la provincia de Buenos Aires. Conviene recordar el motivo de esa derrota. El intento de “pactar” con las Fuerzas Armadas, la impunidad. Es decir, asegurar que los violadores de los Derechos Humanos no serían molestados. La ley de autoamnistía perpetrada por el general Bignone debía ser respetada.

Raúl Alfonsín sostuvo, en cambio, que se trataba de un pacto militar-sindical. Que era el acuerdo entre Lorenzo Miguel y las Fuerzas Armadas. Y que su gobierno declararía nula de toda nulidad la ley de autoamnistía, cosa que efectivamente hizo. Es decir, Alfonsín se ubicó discursivamente ante el principal problema del futuro gobierno nacional a la izquierda del peronismo. A la hora de la verdad, tres juntas militares y los sobrevivientes de la dirección montonera fueron enviados a juicio. La sociedad escindió ese procedimiento. Festejó el juicio a las juntas como victoriosa estrategia de los Derechos Humanos y siguió con indiferencia la condena a Mario Eduardo Firmenich. La teoría de los dos demonios, que el relato alfonsinista ubicaría en el Nunca Más, obtuvo así la máxima repercusión pública.

La derrota peronista del '83 estableció un vínculo entre el procesismo militar y la dirección del cuarto peronismo. Alfonsín utilizó impúdicamente este instrumento hasta que la crisis económica devoró su juego. Y cuando en 1989 se trató de elegir presidente, la sociedad privilegió el pasado peronista remoto en el que había vivido con cierta dignidad, al presente hiperinflacionario construido por la gestión radical. De modo que el '83 arranca con victoria alfonsinista y culmina con el regreso del peronismo a Balcarce 50. 

En todas las demás disputas electorales del ciclo la victoria dependió de un complejo sistema de alianzas entre radicales y peronistas. Fernando de la Rúa logra vencer en la interna al "Chacho" Álvarez, transformarse en la expresión blanca de los '90. Esto es: menemismo sin corrupción, Convertibilidad para garantizar el sueño consumista nacional. El 2001 supuso el estallido de la continuidad radical-peronista, continuidad que incluyó la impunidad absoluta del procesismo militar. Agotando la estrategia política del bloque de clases dominantes.

El monopolio partidario de las nominaciones políticas distanció a la sociedad de su sistema de representación, hasta un punto irrecorrible. Recordemos que Ricardo López Murphy y Elisa Carrió, dirigentes reales de ese radicalismo, no podían ganar el control de su partido y que los vencedores de la interna radical sacaron en 2003 más votos en la interna que en la nacional. Eduardo Duhalde, bisagra entre 2001 y 2003, comprendió la distancia entre los partidos y la sociedad permitiendo que tres candidatos justicialistas libraran la interna externa presidencial. Eso sí, respaldó a uno de ellos y logró que un oscuro gobernador sureño se transformara en presidente de los argentinos. Hasta ese momento había funcionado una transversalidad que garantizaba la democracia de la derrota, esto es, que se votara a quien se votara los mismos hacían exactamente lo mismo. La figura de Domingo Cavallo retrata en su biografía esta patética circunstancia. Sería el presidente del Banco Central que transformara la deuda externa de las empresas en deuda pública, y la deuda pública –mejor dicho, el pago de sus intereses– en viga maestra del programa económico del bloque de clases dominantes. Pagar los servicios de la deuda era el único objetivo legítimo de esa política “nacional”.

Cuando Néstor Kirchner asume en 2003 comprende que el sistema político había sido colonizado en esa dirección. Y que los que le habían hecho resistencia debían reagruparse transversalmente. Dicho de otro modo, el cuarto peronismo y el radicalismo habían cogobernado la sociedad argentina. Para poner fin a esa política inviable, para reagrupar los cuadros requeridos para otro proyecto, la transversalidad resultaba insustituible. Un descubrimiento complejo lo obligó a reconsiderar su propio camino: las elecciones de medio término de 2005. Sin vencer en la provincia de Buenos Aires todo el programa quedaba en suspenso, para lograrlo, el acuerdo con los intendentes duhaldistas le resultaba insoslayable. Como precio de ese acuerdo liquidó definitivamente su programa transversal. Antes había aceptado en la Capital Federal respaldar a Aníbal Ibarra –sobreviviente “progre” del ciclo anterior– dejando sin juego al PJ capitalino.

Ahora bien, la crisis de Cromañón impuso redefiniciones. Desde el momento en que Jorge Telerman no es aceptado, y el PJ presenta candidato propio, los últimos vestigios de la transversalidad mueren. De ahí en más Kirchner licúa el pejotismo tradicional en Frente para la Victoria, esto es, en un partido cadavérico cuya existencia renace con la campaña electoral y muere con el reconteo de los votos. En ese instante, cuando queda claro que las distintas alquimias del Frente para la Victoria bastan para asegurar una mayoría electoral oficialista, la oposición comienza a sudar frío. Dado que no logra la adecuada transversalidad –en dirección opuesta– para restablecer el juego del ciclo anterior. Si a esto se le suma que Cristina Fernández termina siendo en 2007 una candidata eficaz, cosa que no estaba en el manual de nadie, parecía que el relevo Néstor-Cristina conformaba la nueva estrategia peronista. La muerte de Néstor puso fin a ese camino replanteando una vez más el espinoso problema de la herencia.

Daniel Scioli desde 2011 es candidato presidencial para 2015. Primero con serias resistencias por parte de Cristina, y finalmente con la desagrada bendición presidencial. Estela Carlotto dio a conocer un razonamiento extendido en la militancia K: Daniel al gobierno, Cristina al poder. Como la presidenta no puede legalmente volver a ser candidata, como la Constitución resultó inmodificable, un hombre “del palo” aceptaría una presidencia “transicional”. Si se tratara de una duplicación del escenario Héctor J. Cámpora-Juan Domingo Perón, Scioli debiera gobernar muy poco tiempo, cosa en la que nadie cree. La fórmula de Carlotto supone que el gobernador bonaerense estará a cargo del Ejecutivo, bajo control cristinista, hasta 2019 y recién entonces la doctora Fernández volvería a competir por la presidencia. El poder es un verbo que se conjuga en la primera persona del presente del indicativo, “yo puedo” o “yo no puedo”. “Yo podría” no es más que una modulación condicional. La relación Cámpora-Perón remite a una experiencia colectiva irrepetible. La idea de que el kirchnerismo refunda el peronismo no es más que una exageración literaria. Una cosa es entender la política K como peronismo circunstanciado y otra creer que una fuerza que no pudo reincorporar a los trabajadores a la lucha política contiene un proyecto superador.

El próximo presidente de los argentinos será electo en octubre. Es posible que Scioli resulte vencedor. Mas allá de esa circunstancia, gobernará por su cuenta y riesgo hasta 2019. No estoy diciendo que el cristinismo desaparece: digo que resulta imposible calibrar hoy su lugar en 2016. Una cosa es una fuerza fogueada tras 17 años de proscripción y, otra, una construida al calor del poder

Las especulaciones sobre el destino de los actuales militantes K han crecido en las columnas de análisis opositor, digerir una nueva victoria oficialista se les hace cuesta arriba. Antes subrayaban las diferencias entre Scioli y Cristina, ahora muestran que esas diferencias difícilmente operen. La perplejidad vale, imposible saber qué va a hacer Scioli en un escenario internacional crecientemente crítico: la crisis no cesa de avanzar y las respuestas para enfrentarla requieren de un realineamiento sudamericano. Resulta más categórico el comportamiento de Brasil respecto de la paridad cambiaria que las opiniones del gobernador sobre la necesidad de incrementar decisivamente la inversión. No se trata de ignorar la necesidad de nuevas inversiones, sino de atender al origen de los fondos que las posibilitan. Dicho brutalmente: nadie conoce hoy las diferencias del mañana. «

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