La renuncia de Máximo Kirchner con ojos británicos: La responsabilidad colectiva

La renuncia de Máximo Kirchner con ojos británicos: La responsabilidad colectiva

Por Marcelo Justo

Estos garabatos van de complemento a la nota de Mario Wainfeld “El persistente valor de la unidad”. Una vez mas MW ordenó lo que yo percibía más o menos caóticamente en el desmesurado acontecer argentino, que más que el río en el que no nos bañamos dos veces parece el maremoto o la catarata a la que sobrevivimos cuantas veces podemos. 

A propósito de Máximo, en el contexto más apaciguado del Reino Unido, existe un concepto que no se usa mucho en Argentina: la responsabilidad colectiva. Cuando un ministro o un representante directo del gobierno en el parlamento, como el jefe de la bancada (el whip) no está de acuerdo con una política impulsada por el oficialismo, tiene dos opciones: renuncia a su cargo o defiende la política gubernamental en nombre de la responsabilidad colectiva.

El Reino Unido tiene un sistema ultraparlamentarista en el que el pueblo elige a sus representantes directos (members of parliament , MPs) y el Partido que tiene más MPs elige al jefe del partido como prime minister (PM). Sea Margaret Thatcher o Tony Blair, el PM es el director de orquesta que todos los ministros deben seguir con su propio instrumento para interpretar la misma partitura: el que quiera tocar Bach en vez de Mozart que se vaya a otra parte de la tribu oficial o que “cross the floor”, que se pase a la oposición. 

Una excelente muestra de este parlamentarismo británico es que --como puede verse en el Partygate que está por tumbar a Boris Johnson-- los diputados oficialistas son mucho más peligrosos para la supervivencia del primer ministro británico porque se pueden aliar a la oposición y derrumbar al gobierno o erosionarlo hasta hacerlo tirar la toalla (como pasó con Theresa May en 2019). 

Estos entrecruzamientos partidarios suceden en temas muchos más cotidianos que el Partygate, sobre todo si hay mayorías amplias parlamentarias (de 80 diputados para Johnson en 2019, de 145 para Tony Blair en 1997). En casos extremos se pasan de la bancada oficialista a la conservadora (“they cross the floor” hecho muy inusual, pero en el que participaron figuras totémicas de la política británica como Winston Churchill que se pasó de los conservadores a los liberales en 1904 y de los liberales a los conservadores en 1924 para finalmente formar un gobierno de unidad nacional durante la segunda guerra mundial). 

Los márgenes amplios parlamentarios favorecen lo que Wainfeld alude al mencionar la diferencia webberiana entre política de convicción y responsabilidad, que son distintas pero que, a mi juicio, muestran en la práctica menos dicotomías de lo esperado.

En cuanto a ese otro principio rector que es la responsabilidad colectiva se aplica a la bancada oficialista que se divide entre los parlamentarios que tienen responsabilidad de gobierno (los front benchers ) y los que son oficialistas, pero no la tienen por lo que guardan una mayor independencia (los backbenchers). Es relativamente frecuente que un backbencher se rebele. Es mucho más raro que lo haga un diputado con cargo ministerial.

En 1986, Michael Heseltine renunció a su cargo de ministro de Defensa porque en la reunión de gabinete Margaret Thatcher se opuso al rescate financiero que proponía para la Westland Helicopters. En el laborismo no todas fueron rosas con la invasión a Irak de 2003. El excanciller Robin Cook, líder of the Commons por el partido de Tony Blair, tuvo que renunciar a su puesto porque no coincidía con la posición del gobierno al que representaba en la cámara.

En Argentina hay una percepción (relativamente correcta) de la hipocresía británica y los dobleces del fair play. Es cierto que son hipócritas, soberbios y hasta racistas, pero también que, como toda sociedad, son una estructura social e individual heterogénea, no un bloque monolítico. En cuanto a la hipocresía, es constitutiva de la condición humana y de la interacción social. “La hipocresía es el homenaje que el vicio hace a la virtud”, resumió hace unos dos siglos el vizconde de Chateaubriand.

En Argentina nos golpeamos el pecho, nos rasgamos las vestiduras, juramos sobre nuestra honradez, somos todos más limpios que el trigo, nadie deja de cumplir la ley o evadir impuestos, el problema son los otros. Cuando están en la oposición los dignos republicanos critican con discursos y arengas el excesivo presidencialismo del país, sus decretos, el hecho de que el congreso sea “una escribanía”. Cuando suben al gobierno nombran por decreto a dos jueces de la Corte Suprema, reforman la Corte Suprema a las patadas como en el Jujuy de Gerardo Morales o rara vez se dignan a debatir propuestas de la oposición como Horacio Rodriguez Larreta en Caba.

Escribí en Pagina/12 sobre la responsabilidad colectiva en julio de 2008, uno de los pocos años que parece figurar aún en la memoria colectiva (me da la impresión de que una parte importante de la población quedaría alelada si digo 16 de junio de 1955 o 22 de agosto de 1972). El voto “no positivo” de Julio Cobos, vicepresidente de la Nación y del Senado, es decir miembro prominente del gobierno de Cristina Kirchner, enterró una resolución que impulsaba el oficialismo y había dividido al país. Aclaro. Yo estaba a favor del principio de la 125, de la concepción de mediano plazo (ya se oteaba en el horizonte el estallido financiero de 2008) y de una política de estado con responsabilidad fiscal gracias al principio elemental de la Justicia Impositiva: el que más gana paga más impuestos, el que gana menos paga menos, el que no gana no paga nada. No me convencieron otros factores a tener en cuenta en toda política pública: el momento elegido, su implementación y algunas cosas fáciles de ver con el diario del lunes como la falta de diálogo con sectores del campo que deberían haber sido aliados.

Eran errores del gobierno, ninguno está a salvo. Desde el punto de vista institucional, critiqué en mi columna que Cobos diera su voto no positivo y no renunciara a su puesto inmediatamente, sino todo lo contrario, saliera a recorrer el país como un prócer con una popularidad que resultó más que efímera. La Gran Hipocresía acá fue mediática, popular y partidaria: la oposición apoyó con entusiasmo su movida, nadie exigió su dimisión.

Esta hipocresía se repite hoy con Máximo. Concuerdo completamente con que no era el mejor momento, aunque ese instante ideal sea difícil de lograr tanto en el amor como en la política. También creo que el acuerdo logrado era lo menos peligroso y abismal de una situación desfavorable y que el camino alternativo, ya condenado al mundo de lo contrafáctico, un desarrollo autónomo con financiamiento chino-ruso y un reclamo internacional, son difíciles de sostener en un país con la fragilidad financiera que supimos conseguir. Para colmo, esta es una deuda diferente a la madre de todas las deudas, la del proceso de 1976, porque con Macri venía respaldada por el voto popular.

En este contexto considero el gesto político de Máximo Kirchner un gran avance en calidad institucional. Como dijo Agustín Rossi, MK no podía defender una política tan central del gobierno si no creía en ella como jefe de bancada. A Guillermo Makin, el politólogo doctorado en la Universidad de Cambridge que escribe sobre ambos sistemas políticos, le parece un indicio de madurez política. “En un país normal con menos exacerbaciones, sería normal y hasta visto como loable que quien disienta de una política se baje del cargo pero siga apoyando, sin automatismo acrítico, a su partido. El texto de la carta de Máximo Kirchner cataloga sus reservas sobre el entendimiento pero dice eso: que seguirá apoyando. Los argentinos a veces somos tremendistas y solemos virar hacia la intolerancia cuando un compañero discrepa. Sería ideal crecer políticamente al respecto”.

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