La centralidad de un plan de desarrollo

La centralidad de un plan de desarrollo

Por

CLAUDIO SCALETTA

La semana que pasó se anunció el plan “Argentina Productiva 2030”, uno de cuyos grandes objetivos consiste en “duplicar las exportaciones” para, así, contribuir a la estabilidad macroeconómica y lograr que la economía consiga finalmente entrar en un círculo virtuoso de expansión y mejora en los ingresos de todos sus actores, de toda la población.

El plan tiene 3000 páginas, una tarea ciclópea, y está separado en 11 “misiones”, algo así como las tareas a realizar en los sectores elegidos, a las que se suman un documento integrador y políticas transversales a todas las áreas.

A pesar de su importancia trascendental, el anuncio del plan pasó sin mayores penas ni gloria y fue incluso recibido con escepticismo y no pocas chicanas sobre la demora en su lanzamiento, ya que el gobierno lo hace recién cuando atraviesa su último año. También con referencias a la mayor urgencia que siempre tiene la coyuntura, la que efectivamente es urgente y que obviamente no se resuelve con un plan de mediano y largo plazo. 

Sin embargo, interesa destacar que desde los tiempos de la Fundación Desarrollo Argentino (DAR), creada durante la campaña presidencial de Daniel Scioli de 2015, no había vuelto a suceder que se junte una masa intelectual crítica y se la ponga a pensar y escribir un plan de acción para el desarrollo, lo que en última instancia es una plataforma para comenzar a construir consensos transversales sobre lo que debería ser el modelo de desarrollo para la Argentina. El resultado conseguido es un verdadero punto de partida, un “Qué hacer” con la economía local para salir del estancamiento secular y la frustración que amenaza volverse inmemorial. 

Debe considerarse que un plan de desarrollo es también un insumo bastante caro que demanda miles de horas de trabajo de cientos de especialistas sectoriales. Su impulsor fue el ex ministro de Producción Matías Kulfas y su coordinador fue Daniel Schteingart, doctor en sociología económica y director del Centro de Estudios para la Producción hasta antes de abocarse al plan a tiempo completo y quien, terminada la tarea, acaba de anunciar su salida del gobierno.

Si bien la necesidad de un plan de estas características es bastante obvia para los interesados en los problemas del desarrollo, lo es menos para el conjunto de la sociedad, que no tiene por qué estar empapada en estos temas. Vale detallar que sobre el crecimiento y el desarrollo las principales corrientes del pensamiento económico tienen visiones bastante discordantes. La corriente principal, la neoclásica o neoliberal, ve al problema “por el lado de la oferta”, mientras que las principales corrientes de la heterodoxia, todas las de raíz keynesiana, otro universo heterogéneo, creen que el problema se resuelve “por el lado de la demanda”. 

A riesgo de ser esquemáticos (porque se acota el debate central del pensamiento económico del último siglo a unas pocas líneas), la corriente neoclásica es cultora de la “Ley de Say”, que sostiene que “la oferta crea su propia demanda”, no importa que se sepa que tal cosa no funciona al menos desde hace casi un siglo, desde tiempos de la Gran Depresión, esta corriente sigue enseñándose como “la macroeconomía” en las principales universidades de Occidente. Para esta visión el estímulo por el lado de la oferta consiste básicamente en liberar de restricciones estatales e impuestos “distorsivos” a las empresas. La macroeconomía “sana” sería aquella que menos interfiere (y grava) a la actividad privada. Su programa puede sintetizarse en las demandas que las entidades empresarias presentan cíclicamente en sus foros de rutina y que elevan en carpetitas a los funcionarios de turno: estimular la oferta sería básicamente liberalización, Estado mínimo y bajos impuestos.

Las visiones por el lado de la demanda son un poco más sofisticadas, pero frente a la ley de Say presentan una confianza ciega en el (súper) multiplicador keynesiano. Manteniendo el esquematismo de la simplificación, creen en la inversa de la ley de Say, en que “la demanda crea su propia oferta”. Vale reconocer que la evidencia está del lado de estas visiones, tanto que algunas de sus perspectivas fueron incorporándose, tamizadas, a la macroeconomía convencional. Además, estimular la demanda es lo que hacen todos los gobiernos del planeta cuando quieren impulsar sus economías.

Llegado este punto aparece el debate sobre la inflación, que es imposible de esquematizar, pero que sostiene que estimular la demanda termina siempre en inflación por la expansión monetaria implícita y por las dificultades de la oferta para reaccionar a los estímulos. Citamos esta crítica convencional a las políticas de demanda porque es lo que tradicionalmente ocurre en economías como la argentina, aunque los mecanismos de transmisión sean “absolutamente” otros y, dicho sea de paso, son los habitualmente tratados en este espacio.

Lo que sucede en la economía local es un problema de estructura. Un aumento de la demanda no debería ser inflacionario, sino que debería traducirse en simples aumentos de la producción. Efectivamente eso es lo que ocurre, el problema es que en paralelo al aumento de la producción se desatan otros fenómenos. Los bienes cuya producción aumenta tienen insumos importados lo que, dada la estructura local, se traduce en que las importaciones crecen mucho más rápido que las exportaciones y la economía se queda sin dólares. Esto es así porque la economía local tiene un solo sector como principal proveedor de divisas, el agropecuario, y estas divisas no alcanzan para sostener la expansión del conjunto de la economía. El resultado predecible es que cíclicamente la economía se queda sin dólares, el precio del dólar se dispara, aumenta la inflación y tiene lugar una recesión. Este es el mecanismo.

Por supuesto que el problema no es tan simple. Después de décadas de padecer esta restricción y en consecuencia de tener alta inflación, se perdió la función de reserva de valor de la moneda, lo que significa que al problema de restricción externa “real” se le suma la restricción externa “financiera”, en tanto el grueso de los excedentes se dolarizan y las variadas restricciones cambiarias dificultan la entrada de capitales. Si a eso se le agrega el grave problema del endeudamiento externo el resultado es la extrema fragilidad macroeconómica del presente.

Si la secuencia descripta es correcta el lector advertirá que la solución consiste en aumentar la provisión real de divisas, es decir en aumentar las exportaciones. A su vez este aumento de las exportaciones es “la condición necesaria” para resolver el problema de la falta de moneda que deriva de la inestabilidad macroeconómica. De nuevo, el problema no es tan simple, pero la identificación del punto de partida sí. Si hablamos de producción para exportar, la primera pregunta es cuáles son los sectores que pueden transformarse en exportadores y cuál podría ser su aporte. En esta respuesta, aunque no solamente, fue en lo que trabajó el Plan presentado esta semana. El documento de la “Misión 1: duplicar las exportaciones”, sintetiza los datos y le pone números:

Como surge del cuadro, las posibilidades de basar la expansión solamente en el sector agropecuario, en ser “el supermercado del mundo”, son bastante limitadas y están lejos de aportar a una solución integral para las necesidades de divisas. Aumentar 10 mil millones de dólares las exportaciones de aquí a 2030 no resolvería ningún problema. Parece evidente que los sectores clave a mediano plazo son el energético y el minero, que en conjunto podría llegar a tener un peso exportador similar al agropecuario. Sobre esta base se asentaría el desarrollo industrial y los servicios, básicamente los basados en el conocimiento y el turismo.

La conclusión preliminar, sin haber completado la lectura de las 3000 páginas del Plan, es que se trata de una hoja de ruta muy valiosa que puede convertirse en un punto de partida para la construcción de un peronismo productivista, pero también para una construcción más amplia y transversal de consensos económicos para el desarrollo. Dicho de otra manera, un plan de desarrollo es una materia básicamente económica. Y no hay evolución posible de la economía local si no se resuelve el problema estructural de la restricción externa, la real y la financiera. Por ello el Plan puede ser una hoja de ruta, el consenso de base, lo que no se discute, el modelo, no solo de un peronismo productivista, sino de cualquier gobierno que realmente tenga por objetivo el desarrollo económico. Luego, resuelto el problema principal, las diferencias políticas no se anulan. La armonía no existe, la puja por la distribución del ingreso y sobre el qué hacer en las distintas áreas “no económicas” siempre continuará. Pero lo que sigue faltándole encontrar a la Argentina es un consenso sobre su modelo de desarrollo y el plan Argentina Productiva 2030 puede ser una guía.

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