La salud mental de los políticos: la hora del Calibán

La salud mental de los políticos: la hora del Calibán

Por: José Claudio Escribano. Desde Locke para aquí, los padres del liberalismo y la tolerancia se estarán revolviendo en las tumbas.

The Christian Science Monitor era un diario de circulación moderada para la época.

Tenía, sin embargo, a mediados del siglo XX una influencia notable sobre los círculos dominantes en Washington y otras capitales por el rigor y profundidad de sus artículos políticos. Se hacía notar, además, por otra peculiaridad: prescindía de cualquier publicación informativa concerniente a la salud. No había en sus ediciones una sola línea sobre hallazgos de la medicina, enfermedades, medicamentos. Nada.

Esto se explicaba en que el Science Monitor, así a secas, como lo mencionaban usualmente, había sido fundado por la Iglesia Científica Cristiana –o Iglesia de Cristo, Científico–, nacida en 1879 en el este de los Estados Unidos. En su doctrina religiosa y espiritual, apegada a las Escrituras, se suponía que estaban contenidas las respuestas que más y más acaparan las ciencias clásicas, como la medicina.

Quedé impresionado al visitar en 1963 su redacción, conversar con cronistas que trasuntaban una alta jerarquía profesional, y comprobar después la magnificencia del templo en que se asentaba en Boston la conducción mundial del credo que había sido trabajado por el predicamento de una mujer: Mary Baker Eddy.

Entre sus sedes en Buenos Aires, en un lugar razonablemente ensimismado por la cantidad de departamentos non santos que había en la cuadra elegida hasta que en 1968 se modificó el régimen de bienes conyugales del Código Civil, se destacaba el templo construido en 1930. Estaba en la cortada de Sargento Cabral, casi Suipacha. Perduró como tal hasta hace unos cinco años.

No menos sorprendidos por el hecho de que un gran diario dejara en su tiempo en la virginidad una de las disciplinas periodísticas más relevantes para lectores de toda condición, percibimos ahora, en Buenos Aires, un fenómeno de signo inverso. Se trata de la abundancia de notas y comentarios sobre temas de salud, y especialmente sobre la salud mental, en medios de comunicación.

Actúan con los efectos de un eco de doble vuelta. Lo hacen en relación directa con la intensidad con la que las gentes del común hablan de un tiempo a esta parte –desde hace un año, dos años, tal vez– respecto de cuestiones de la mente y su deriva en comportamientos que atrapan a diario las conversaciones en familia, en reuniones sociales, en ámbitos académicos y políticos.

En realidad, más que sorprendido, me siento acuciado por el interés en explorar a qué causas precisas, pero no por entero desconocidas, obedece ese impulso por difundir un mayor conocimiento sobre angustias, psicopatías o problemas orgánicos que perturban, en definitiva, lo que verdaderamente somos: seres sociales que logran tal entidad por las aptitudes para conectarse con otros semejantes y trascender de tal manera a través de la expresión de los sentimientos. Téngase en cuenta que teníamos la experiencia en estas cuestiones que ya concedía desde antiguo la categoría de Buenos Aires como uno de los centros que irradian más fervor por el psicoanálisis, y sus distintas escuelas desde Freud, junto con Nueva York y París.

No cuesta demasiado notar, en la tarea de ir al fondo de aquella novedad, que vivimos en una hora de crecientes zozobras. Sociedades crispadas. Sociedades conturbadas sin tregua por vicisitudes políticas y culturales sorprendentes, que van más allá de cualquier imaginación feraz; por la situación insostenible de desenvolvernos en medio de un grado de inseguridad física que aterra en amplios territorios urbanos de la Nación y en algunas comarcas rurales; por la devastación que las drogas infieren en la salud y el comportamiento de franjas juveniles, cuando no entre niños. O por los efectos auditivos y emocionales de un lenguaje público que se ha desasido de la cordura y del sentido natural de las fronteras cuyo quebrantamiento nos coloca fuera de la convivencia civilizada.

Agréguese a ese cúmulo de razones la irrupción de tecnologías que han perfeccionado el desarrollo material y humano de forma asombrosa, acentuando las habilidades competitivas, pero que plantean interrogantes de la dimensión de si las máquinas adquirirán, traspasados ciertos límites, una suerte de conciencia propia, con aptitud para trazar sus propios objetivos.

“Basta de arrastrarnos en el barro del odio y la descalificación”, dijo sin mucho provecho inmediato el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge García Cuerva, en el tedeum del 25 de Mayo, a metros del presidente de la Nación. Ese día, por la noche, Milei volvió por enésima vez al lenguaje vulgar con el que se lo recordará en el historial de los presidentes argentinos hasta que aparezca alguien más desbocado que supere sus pasmosas marcas.

Arzobispo Jorge Garcia Cuerva Captura de video

Hace poco, Milei dijo que los periodistas son delincuentes, y después rebajó la apuesta. Descalificó entonces, en ambigua concesión, “solo” al noventa por ciento de quienes ejercen el oficio. Nadie reivindicará honrosamente para sí un lugar entre el diez por ciento a salvo de tamaña afrenta a una actividad que lleva siglos de ejercicio cotidiano, hora a hora, minuto a minuto. Sería vergonzoso hacerlo, aunque no estaría fuera de lugar, en cambio, realizar un autoexamen entre nosotros de los desvíos, y debilidades estructurales, que corroen hoy este oficio como a cualquier otro.

Observo en las propias filas del periodismo, entre colegas curtidos en mil batallas por lograr la información más valiosa e interpretarla de modo agudo, los efectos de la difamación permanente en las redes sociales. Estas son abastecidas a menudo, oh, sí, por funcionarios y asesores de principalísimo nivel gubernamental. Los asisten secuaces aplicados, en cumplimiento de la función seguramente nada gratuita de servir de trolls, al insulto en gran escala contra quienquiera juzgar críticamente los actos del oficialismo.

En una sociedad como la nuestra, que ha sido estragada por los efectos de la corrupción y la ineptitud administrativa, en particular del kirchnerismo, no faltan quienes, temerosos por el peligro de que se perturben los efectos del ordenamiento financiero obtenido en principio por el gobierno en el control de la inflación y el déficit fiscal, se manifiestan dispuestos a justificar comportamientos inaceptables en personas que entran a diario en la Casa Rosada con la naturalidad de quienes entran en la propia. Desde Locke para aquí los padres del liberalismo y la tolerancia se estarán revolviendo en las tumbas.

Suelo preguntar a los colegas en plena actividad periodística por qué no ignoran las salvajadas en las redes contra ellos como los más viejos hacíamos en el pasado con las publicaciones solventadas por servicios de inteligencia, u otros poderes más o menos ocultos o simulados, a fin de amedrentarnos o condicionarnos psicológicamente. “No se puede –es la respuesta–. En las redes hay información que debemos conocer”.

Vivir así es vivir en estado de alienación. Se entra en las redes a fin de pescar qué hay por allí de nuevo y valioso, y a sabiendas de que nunca en la historia de la humanidad ha habido un repositorio de mayores deposiciones falsas, deliberadamente falsas. Por añadidura, los estudios más afinados sobre ese tipo de medios alertan de que un elevado porcentaje entre quienes acuden a las redes para informarse van a renglón seguido a los medios tradicionales a fin de corroborar la veracidad de lo que han sido informados.

¿En qué quedamos? ¿Sobra tanto el tiempo a tanta gente como para malgastarlo en lo que no tiene el debido crédito? ¿O es que en las redes se satisface la “curiosidad pública” y en los espacios del periodismo clásico se satisface el “interés público”, de monumental diferencia moral, institucional y jurídica con lo que es acunado esencialmente por la morbosidad?

Los acontecimientos que convulsionan de un tiempo a esta parte al mundo, y han adquirido precisamente estos días uno de los puntos más conmovedores en las últimas décadas, dejan con menos resuello todavía tanto a los profesionales de la información como a los mortales de cualquier condición laboral. No queda ahí la cosa, pues el momento se halla signado por la emergencia, aquí, allá, de liderazgos imprevisibles, con frecuencia caricaturescos, impropios de lo que se espera de sociedades desarrolladas desde antiguo y organizadas por sistemas legales estables, sobre la base sabia de sus instituciones.

Es esta, lamentablemente, tristemente, la hora de Calibán. La literatura ha sido prolífica desde el siglo XIX en narraciones que exhumaron hacia otras direcciones dos valores humanos contrapuestos en una obra tardía, entre las más memorables del repertorio de William Shakespeare: La tempestad. Oscar Wilde, Rubén Darío, José Enrique Rodó y Jack London, entre tantos otros, explotaron las posibilidades de examinar la naturaleza humana y el entramado íntimo de sociedades a la luz del drama shakespeariano.

Qué expresión tan apropiada para estos momentos de la nación y de lo que emana de tantas cumbres del poder mundial fue la que elaboró Paul Groussac, el intelectual francés que se afincó por largos años en Tucumán, y quien en su ceguera, como en el caso de José Mármol antes que él, y de Jorge Luis Borges más tarde, pudo haber dicho, ya director de la Biblioteca Nacional, que Dios, con magnífica ironía, le había dado “a la vez los libros y la noche”. Dijo Groussac: con Calibán en el poder llegaban la vulgarización de la vida pública y el reinado de la mediocridad.

Retrato de Paul Groussac ilustrado por Max AguirreLA NACION

Frente a Calibán, transliteración de “caníbal”, Ariel personifica, en cambio, la pureza, el idealismo, la alada transparencia de la conciencia sin manchas. Ese esclavo solo visible para Próspero, el amo que ambos tienen en común, encarna la antítesis de la ferocidad con la que se dirimen en estilo Calibán las controversias en el espacio público. El papel de Ariel está en disponibilidad para quien ose interpretarlo y siempre habrá, por fortuna, buenas gentes que alienten la tarea. Apúrense, que se acercan los comicios.

En diciembre de 1898, Rubén Darío llegó a Madrid para hacerse cargo de la corresponsalía de LA NACION. En mayo, había publicado “El triunfo de Calibán”, en El Tiempo, olvidado periódico de Buenos Aires, y en otro de nombre algo ripioso: El Cojo Ilustrado, de Caracas. El triunfo de Calibán fue el abrazo solidario de Darío a la España de la generación del 98, la que perdió en un suspiro Cuba, Puerto Rico y Filipinas a manos de los Estados Unidos.

La literatura usó después a Calibán para un fregado como para un barrido político que quisiera hacerse en las luchas por el poder en América Latina, sobre todo por parte de intelectuales de izquierda. La quintaesencia de Calibán está reanimada en la aspereza de múltiples perfiles protagónicos de la actualidad política: se lo critica con razón a Milei por comportamientos lamentables, como en el caso de su relación con la prensa u otros sectores de la sociedad, pero peor, bastante peor aún, es la conducta, por delictual, de la fuerza que aquel ha elegido para el enfrentamiento directo en los combates electorales que se avecinan.

Lo más próximo al asesinato de José Luis Cabezas, el reportero gráfico de la revista Noticias asesinado en el verano de 1997, ha sido la irrupción, días atrás, de una patota de La Cámpora que destrozó cuanto encontró a su paso en los estudios de TN y Canal 13. Nada se sabe del paradero de quien aparentemente conducía a los facinerosos, pero si las cámaras de seguridad del lugar violentado fueran fieles en sus registros habría comandado la operación quien ocupó el segundo cargo en importancia en el Ministerio del Interior durante los años de Eduardo de Pedro, además de haberse hecho acompañar por uno o dos compinches que habrían actuado en ese mismo ámbito ministerial.

Destrozos en la entrada de TN y Canal 13

¿Qué hay ahora en su mente, que hay en su conciencia, doctor De Pedro, sobre lo que todo eso manifiesta por extensión sobre usted mismo, que suele presentarse como un negociador nato, y sobre La Cámpora, el brazo del peronismo kirchnerista que responde a la expresidenta condenada por delitos de corrupción? O sea, a la mujer que en su prisión domiciliaria ha propendido a agitar a los seguidores desde el balcón de su casa, mientras derramaba dicterios ofensivos contra magistrados judiciales. Con las licencias metafóricas del caso, ¿no ha sido esa burla flagrante a la Justicia y a la lógica de las sanciones, y su justificación por miles y miles de personas, otra flamante expresión de la sociedad alienada que integramos?

La gente se pregunta con habitualidad si nuestros líderes políticos se hallan mentalmente enfermos o no. Se preguntan también si habrá llegado la hora de requerirles un certificado de salud psíquica antes de legalizarse las candidaturas.

Una biografía de Juan Luis González sobre Milei se titula: El Loco. González no inventó el apelativo, sino que lo tomó del que endilgaron al notorio biografiado los chicos del colegio de Devoto en que estudiaba.

La BBC, en la semblanza que distribuyó por el mundo el 20 de noviembre de 2023, después de que Milei triunfara por el 55,65% de los votos sobre el 44,35% obtenido por Sergio Massa, definió los albores en la vida de quien sería el nuevo presidente de la Nación como los de un chico golpeado, víctima de humillaciones en la casa paterna, y anticipó que la hermana, Karina, era el sostén afectivo que lo contenía. Los hechos han ido confirmando esto último.

Milei nunca desconoció aquel delineamiento sobre su personalidad. Por el contrario, ha estado abierto a correr el velo sobre los infortunios que soportó en su crecimiento. Economistas y empresarios que trabajaron a su lado han destacado su concentración para el estudio y el trabajo en la esfera específica de su dominio, la economía, y sobre todo en las aristas arduas de la matemática. No reconocen, en cambio, que esté investido de la formación de un intelectual en toda la línea, y menos, de la sabiduría sobre la que reposa la universalidad de conocimientos de los grandes hombres de Estado.

La compañía de Murray, Milton, Robert y Lucas, cuatro perros descendientes por clonación de Conan –el perro mítico, diría un cronista perezoso en encontrar renovadas puertas a la adjetivación–, constituye algo más serio de lo que se comenta desaprensivamente de un hombre cuya personalidad se ha desarrollado entre penosos sufrimientos. Aquellos cuatro perros de última generación llevan los nombres de economistas a quienes el Presidente admira.

Si Milei asumiera el hábito de hablar más condescendientemente de otros hombres, suscitaría acaso una compasión mayor de la que ha recibido. Los perros no interpelan, solo testimonian cariño hacia el amo, y se establece entre ellos una relación de ternura necesaria y valiosa a falta de otras para un hombre solo, con excepción de la hermana en quien confía y lo alienta.

Se habla a menudo en la sociedad de la salud mental del Presidente. Se habla así por los impulsos desaforados de su personalidad, pero no por ser el único, en la constelación política argentina, ajeno a los rasgos de lo que se infiere ha de configurar, por repetición y aceptabilidad de conductas, el promedio de lo que dentro de las expectativas sociales se considera “normal” en la Argentina. Tema nada sencillo: ¿quién determina, y cómo, lo que es ser normal o no?

El tema de la salud mental está más presente que nunca no solo en nuestra sociedad, sino también en el mundo. La Organización Mundial de la Salud (OMS), de la que nuestro país acaba lamentablemente de retirarse, ha dictaminado que el 25% de la población mundial padece de algún problema de tipo mental. Los franceses han declarado 2025 el Año de la Salud Mental.

Lo han hecho a fin de acelerar respuestas a crecientes trastornos depresivos en la población, al aumento de suicidios y tentativas suicidas entre los jóvenes de 15 a 29 años, y a un cuadro generalizado de crisis por angustias mayor de lo que se conocía. A esto se ha sumado que la prolongación de años de vida en la contemporaneidad alarga el desenlace de patologías que aparecen en la madurez y tenían antes un menor recorrido en el tiempo.

Lo interesante es que hay corrientes científicas y filosóficas renuentes a aceptar que la mente pueda enfermarse. No hay nada de nuevo en esto, pero es un punto de vista que ha sido reflotado en la Argentina coincidentemente con los casos que llaman la atención general. Thomas Szasz, famoso psiquiatra húngaro que fue profesor de la Universidad de Siracusa, levantó hace más de sesenta años olas de comentarios científicos, preferentemente críticos, a raíz de la publicación de un libro en cuyo título enunciaba la tesis que pasaría a fundar en el texto: El mito de la enfermedad mental. Szasz murió en 2012 y dejó, entre otros estudios en esa misma línea de pensamiento, La fabricación de la locura.

A esta altura, casi cualquier lego sabe que el cerebro es un órgano de tejido maleable capaz regenerarse a un punto en que la medicina moderna se sorprende a sí misma con el avance constante de los descubrimientos en ese aspecto. ¿Y la mente? La mente, dicen quienes la estudian, es un conjunto de funciones que dirigen nuestros pensamientos, nuestros sentimientos, nuestras decisiones y las acciones con las que procuramos adaptarnos al medio ambiente.

Imágenes del cerebroBBC

La negación de que la mente pueda enfermarse parte de la observación de que solo es susceptible de enfermedades lo que es materia. Pero, por Dios: ¿nadie ha enfermado nunca de amor o por las ruinas de una traición? ¿Nadie se ha dejado morir en la miseria de la soledad?

En medio de la prosperidad inusitada que han adquirido de un tiempo a esta parte las corrientes libertarias en los Estados Unidos, Europa y, cómo no, en la Argentina, se ha perfilado una línea de reflexión dispuesta a argumentar que puede haber comportamientos humanos de diversa índole –irritables, alegres, melancólicos, camorreros, disipadores–, pero que nuestro intelecto, y los afectos o desafectos, depende, esencialmente, de lo que decidan nuestro libre albedrío y las responsabilidades que nos fueron conferidas. Es decir: la exaltación hacia la cima de las potencialidades del individuo en el espacio inmenso que la Providencia habría brindado para ejercer su libertad. Así de fácil.

No se rendirán, sin duda, frente a interpretaciones de esa naturaleza quienes confían, por propia experiencia, que pueden modificar conductas humanas con el bisturí o con la palabra, aunque uno de nuestros más reconocidos neurocirujanos chancea a los psicólogos: “Pero nosotros hacemos el trabajo más rápido”.

Un nuevo debate, viejo en el mundo, se ha reabierto, pues, en la Argentina sobre quiénes somos, cómo somos, y si tenemos arreglo.

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