Populismo sanitario

El Estado ha abandonado su papel primordial en materia de salud en la Argentina, trasladando obligaciones a las obras sociales y la medicina prepaga

A nadie se le ocurriría que el derecho a la vivienda obliga a los consorcios a entregar departamentos para los "sin techo"; o que los supermercados deban liberar sus góndolas para los hambrientos o que el derecho a educarse requiera abrir aulas de colegios privados a quienes no puedan pagar sus aranceles. Si a alguien le parece que son buenas ideas, llegó tarde. En 1917, Lenin las probó y dejó a Rusia sin alimento, ni educación, ni habitación. Cien años más tarde, la Argentina lo intenta de nuevo y experimenta con la salud. Una suerte de Perestroika, pero al revés.

La moderna concepción de los derechos humanos incluye bienes inalienables, como el derecho a la vida, la salud, la vivienda, la educación y la alimentación. Los tratados internacionales y las constituciones nacionales confieren legitimidad a las personas para reclamar esos derechos ante la Justicia. Toda la sociedad está obligada a respetarlos. Pero para hacerlos efectivos, incurriendo un esfuerzo económico en beneficio de toda la población, la obligación es sólo del Estado. El Estado es el único que tiene el poder fiscal y el poder regulatorio para concretar una acción solidaria, satisfaciendo los objetivos igualitarios con visión de conjunto.

Sin embargo, en materia de salud, todo es distinto. Se quemaron los papeles con un fósforo que se encendió en el vértice de la Justicia y que se propagó por los tribunales de todo el país. Como afecta la vida y por tanto, la autonomía personal, el derecho a la salud se considera un derecho "absoluto" por encima de toda norma que pretendiese limitarlo. Por tanto, los magistrados consideran estar facultados para exigirlo ante cualquier prestador o financiador que actúe en el ámbito sanitario, público o privado, grande o pequeño, nacional o provincial.

En nuestro país, el Estado abandonó su rol primordial en materia de salud: diseñar políticas, establecer prioridades y asignar fondos, siempre escasos, frente a necesidades ilimitadas. Por el contrario, optó por sacarse de encima sus obligaciones complejas y onerosas, trasladándolas alegremente a las obras sociales y empresas de medicina prepaga, que dan cobertura al 80% de la población, como si fuesen hospitales públicos. Dejando a la intemperie a los excluidos, carentes de cobertura y que deben recurrir a aquellos.

El avance de las tecnologías médicas, incluyendo fármacos, dispositivos o procedimientos para el diagnóstico, tratamiento o rehabilitación, sumado a la prolongación de la vida y las prácticas "defensivas" de los profesionales (responsabilidad médica), impulsan un gasto en salud cada vez mayor, superior al crecimiento de las economías.

A partir de 1996 se unificaron las prestaciones que debían financiar las obras sociales a través del Programa Médico Obligatorio (PMO), extendido luego a las prepagas. Ambas absorbieron el mayor costo del programa en la lógica creencia de que se trataba de un techo máximo y no de un piso prestacional. Y que otorgaría certidumbre al alcance de las coberturas a su cargo, "blindándolas" frente a reclamos fuera del programa. Pero no fue así.

El PMO fue ampliado luego mediante un mosaico de leyes dictadas a instancias de asociaciones de pacientes y también por los jueces, convertidos en verdaderos "líberos" con la facultad de diseñar política sanitaria a través de medidas cautelares en acciones de amparo. Al decir de algunos, haciendo "ejercicio ilegal de la medicina".

El Congreso Nacional sancionó leyes para cubrir tratamientos médicos, psicológicos y farmacológicos de personas con sida o que dependan del uso de estupefacientes; o con trastornos alimentarios u ostomizadas; o para casos de epilepsia, de hipoacusia o de enfermedades poco frecuentes. También se ha cubierto la fertilización asistida y la salud sexual (anticonceptivos hormonales). La discapacidad ha sido objeto de una protección amplísima mediante una norma especial. Pero estas leyes no se dirigen al Estado, como debería ser, sino a las obras sociales y prepagas, obligándolas a incorporar prestaciones de alto costo, sin financiación, ni permiso para aumentar sus cuotas. Paradojalmente, los desocupados o los más pobres, que no tienen cobertura y dependen del hospital público, carecen de acceso a esos beneficios: el mundo al revés.

Un párrafo aparte merece la ley que regula la medicina prepaga, convirtiéndola en un servicio público, al desnaturalizar su carácter contractual e imponerle obligaciones exorbitantes como la afiliación sin períodos de carencia o con enfermedades preexistentes o con edad superior a 65 años, quitándoles el derecho a fijar el precio de sus planes. Todas exigencias equitativas y solidarias, propias de una sociedad moderna, pero que corresponden al Estado, como en el resto del planeta y no a los particulares.

La verdadera avalancha surgió con las sentencias judiciales. A diferencia de aquellas leyes especiales, que tratan patologías que afectan a grupos de personas, los jueces ordenan dar coberturas "caso por caso", en función de reclamos individuales que se plantean en tribunales de todo el país.

Nuestra Constitución garantiza el derecho a la salud (artículo 42), previendo el recurso de amparo para asegurar su efectividad, en consonancia con el Pacto de San José de Costa Rica. En función de ello, los jueces creen tener la facultad de ordenar a las obras sociales y prepagas cualquier prestación médico asistencial toda vez que un facultativo (a quien no conocen) lo prescriba. Sin requerir dictamen de un organismo oficial, ni evidencia científica definitoria y mucho menos, un análisis de costo y efectividad. Ignoran así que el derecho a la salud implica una obligación del Estado y no de aquellos agentes privados, ajenos al organigrama público y distantes del Tesoro Nacional.

Es humano que quienes sufren graves patologías y sus familias intenten por todos los medios acceder a los medicamentos o tratamientos de última generación, disponibles en la Argentina o en el exterior, sean de costo razonable o inalcanzable, ya fueren curativos o compasivos, se trate de un joven o de un adulto mayor. Si existe el derecho, todos lo ejercen. Mucho más, con los nuevos medicamentos o tratamientos que se develan por Internet a los desolados enfermos y sus allegados.

Los jueces, frente a pedidos de amparo, se transforman en dueños de la vida o la muerte de las personas. ¿Qué magistrado puede resistir la presión emocional del caso concreto, poniendo en la balanza consideraciones económicas o técnicas frente a la angustia de los parientes y el dolor de los pacientes? ¿Qué juez puede enfrentar a la opinión pública, ante la difusión de imágenes desgarradoras y de padres llorando, si carece de directivas estatales para denegar lo que puede otorgar de un plumazo?

Se ha lanzado así una suerte de "sálvese quien pueda", donde cada uno demanda el máximo posible, al no existir el Estado como evaluador técnico, ordenador de prioridades y financiador solidario. De ese modo, los recursos disponibles son consumidos por los primeros que llegan, afectando la sostenibilidad de todo el sistema sanitario.

Este año, las acciones de amparo por temas de salud superan holgadamente las 5000 y aumentan en forma geométrica por efecto de los precedentes judiciales. Se reclaman prácticas fuera del PMO; prestadores fuera de cartilla o en instituciones del exterior; medicamentos no aprobados por la Anmat o que no existen en el país. Se ordenan remedios, elementos o prácticas costosísimas, desconociendo los jueces su real efectividad y sin recibir evidencia posterior del beneficio en la salud del paciente.

La prolongación de la vida implica nuevas enfermedades endémicas, muchas incurables y onerosas: son las "enfermedades catastróficas" que empobrecen al enfermo y su familia. El avance tecnológico ofrece terapias genéticas y medicamentos biológicos de costo elevadísimo que, en su mayor parte, son paliativos. Ante la escasez de recursos, un dilema ético es asignar esos fondos: ¿a los ancianos o a los jóvenes? Nuevamente: es función del Estado hacerse cargo de estas "catástrofes" de la salud y de resolver el dilema ético, mediante un seguro universal, como existe en Uruguay para las enfermedades más caras y no desentenderse, dejándolas a cargo de quienes los jueces decidan.

Por esta vía dispersa, espontánea y también caótica, las políticas de salud se diseñan en los tribunales en forma difusa, alterando las prioridades sanitarias y obligando a las obras sociales y prepagas -no al Estado- a atender con sus ingresos el enorme costo de estas prestaciones individuales fuera de todo presupuesto. Tal como la metáfora que encabeza esta columna editorial, relativa a consorcios, supermercados y colegios.

Si bien las obras sociales pueden cubrir prestaciones médicas de baja incidencia y alto impacto económico (ex Administración de Programas Especiales), no están preparadas para absorber la cuantía de amparos imprevisibles, que desequilibran sus finanzas en desmedro de otras prioridades.

Esta problemática es mundial y por ello, se crean organismos para evaluar las tecnologías sanitarias y definir cuales tratamientos deben ser cubiertos con recursos públicos. En Gran Bretaña, el National Institute of Clinical Excellence (NICE); el IQWiG en Alemania, la red de agencias ETC en España; la Haute Autorité de Santé en Francia o el SBU de Suecia. En América latina funcionan la CITEC brasileña; el IETS colombiano y el CENETEC mexicano.

En nuestro país se propone crear una Agencia Nacional de Evaluación de Tecnologías Sanitarias, similar a aquellos, para resolver futuras incorporaciones al PMO. A su vez, se prevé la revisión integral de este programa, para que sea omnicomprensivo y tenga rango legal como freno a la "judicialización de la salud", la nueva enfermedad nacida en tribunales y que, con las mejores intenciones, puede enviar a la quiebra a todo el sistema de cobertura sanitaria.

Pero ello solamente tendrá éxito si la Corte Suprema reconoce la constitucionalidad de esas nuevas medidas frente a recursos de amparo que impugnasen las facultades que se asignen a dicha agencia y las prescripciones de un PMO actualizado. Una vez reformulado, el PMO deberá ser el techo de las obligaciones de los financiadores y no un piso ante exigencias inciertas, no incluidas, cuya responsabilidad debe asumir el Estado como garante del derecho universal a la salud.

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