El último sueño

El último sueño

Por: Jorge Fontevecchia. Ayer se cumplieron veinte años del corralito, neologismo metafórico que ningún argentino precisa sea explicado porque su sola mención resuena en el cuerpo disparando emociones de quienes tenían y no tenían depósitos en los bancos por su efecto sobre toda la economía. 

 

El corralito fue el comienzo de uno de esos eventos históricos que quedan guardados en la memoria colectiva de forma tan persistente como traumática. Sus consecuencias económicas son apenas una parte de la profunda herida social que produjo. Significó una derrota de la democracia y la sociedad en su conjunto sobre un cuerpo que ya había tenido que digerir otra derrota monumental durante la Guerra de Malvinas, casi veinte años antes.

Freud explicó que una vía segura para la creación de un trauma se encontraba en la repetición de dos heridas sobre el mismo punto, la segunda vez fijaba el resentir para siempre. Después de haber creído en 1982 que Argentina podía ganarle una guerra a Inglaterra, hipostasiando el fútbol con el país, en parte por el Mundial ganado años antes, la convertibilidad de los años 90 con un peso a un dólar fue un bálsamo para aquella herida narcisista. Podíamos ser parte del Primer Mundo, ser un país como varios de Europa y sentarnos en la mesa con Estados Unidos. De hecho, la decisión de que Argentina integrase el G20 tomada en aquellos años 90 fue en parte resultado del sueño compartido con países del Primer Mundo de una Argentina que nuevamente volvía a ser la potencia que fue a principios de 1900. 

Otro texto clásico de Freud resulta apropiado para exponer la magnitud del agravio a la autoestima nacional y lleva como título Las tres heridas narcisistas de la humanidad: no somos el centro de universo, es la Tierra la que gira alrededor del Sol (Copérnico); no somos el producto directo de Dios sino que descendemos de los monos (Darwin), y a lo que Freud agregaba: no somos tan racionales como creemos porque no controlamos los procesos mentales de nuestro inconsciente. 

Pero las humillaciones al ego de la humanidad, lejos de crear un mundo peor, lo mejoraron. Entender mejora la vida. Y quizá la Argentina como sociedad haya aprendido de esas monumentales derrotas de 1982 y 2001/2 porque, sufriendo ahora en 2021 nuevamente una crisis económica de magnitud, no hay respuestas defensivas desmedidas ni comportamientos trastornados pidiendo que se vayan todos o ungiendo como salvador a alguien fuera de la política, lo que sí vemos que sucedió recientemente, en uno y otro caso, en nuestros países vecinos frente a la neocrisis que afecta a todos (el fin del boom de las materias primas hace diez años y la pandemia hoy). Todos los oficialismo latinoamericanos perdieron sus elecciones en 2020 y 2021: los que resolvieron bien el tema de las vacunas y la economía, como Piñera en Chile, y los que resolvieron todo mal, como Bolsonaro en Brasil.

Probablemente la pandemia y la insignificación en dólares de la economía argentina a partir de las devaluaciones durante la presidencia de Macri en 2018 y 2019, continuada en el precio del dólar blue y las restricciones al dólar oficial en la presidencia de Alberto Fernández, operaron como una forma de gradual capitis deminutio en parte de la sociedad. Todavía en 2015 quedaba espacio para soñar con una Argentina nuevamente noventista conducida por un rey Midas que nos volvería a integrar al mundo y el fracaso de Macri no fue solo de él sino de los muchos que creímos, una vez más, que sería posible, tratando inconscientemente de restañar un desvalimiento enmascarado. 

Quizá sea sanador asumir hoy, en 2021, que tenemos un país latinoamericano cada vez más cercano al promedio de la región y no el de la imagen que había quedado de cuando Argentina miraba de igual a igual a la Europa mediterránea, todavía no recuperada de la devastación de sus guerras mundiales.

Sería reconocer que Argentina tiene muchas posibilidades de recuperación pero que no habrá un abracadabra que pueda operar un líder mago ni un economista genio, sino un largo proceso de mejoras continuas que llevarán años, paciencia y entendimiento mutuo.

De alguna manera, tanto aquellos argentinos que se fueron recientemente del país como los que, pudiéndose ir, se quedaron son un síntoma de esta aceptación de la realidad. Argentina no será Primer Mundo en la próxima década y, por eso o a pesar de eso, cada uno de los que tienen la libertad de decidir hace uso de su opción. Y que la elección presidencial de 2023 no tenga entre los potenciales ganadores candidatos que prometan una salida fácil del estancamiento ni la resolución de los problemas anulando políticamente a sus principales oponentes.

Y así, lo no soñado pueda materializarse cicatrizando las heridas que aún sangran desde aquel corralito del 3 de diciembre de 2001, punta del iceberg que significó el fin de la convertibilidad como significante de una Argentina que se autopercibía parte del hemisferio norte.

Que el desconsuelo frente a lo que podría figurarse como una castración narcisista no se expresa en forma de ira o rabieta, como en 2001, podría ser una señal de que la sociedad concluyó un proceso de duelo satisfactorio y, como sucede en los individuos al final del recorrido de esa elaboración, esté lista para comenzar una recuperación realista. Sin recriminar a otros ni guarecerse en el autoengaño de una falsa superioridad.

Volviendo a aquel célebre texto de Freud, algunos consideran al coronavirus la cuarta herida narcisista de la humanidad. Argentina, a diferencia de la mayoría de los países que sufrieron la pandemia, acumula esas otras dos heridas narcisistas empeñadas en respetar el sistema métrico decimal y repetirse cada veinte años. Y como sostuvo el sociólogo Eduardo Fidanza, el próximo líder que surja será aquel que pueda darle sentido al dolor y no aquel que lo niegue o prometa erradicarlo fácilmente.

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