La pesadilla de Roberto Aníbal: la última víctima del caso Candela

La pesadilla de Roberto Aníbal: la última víctima del caso Candela
Agentes de la DDI de Morón lo sentaron con la cúpula de la policía y eso selló su destino. Le prometieron casa y trabajo y una recompensa de 100 mil pesos. "Sos un héroe, Roberto. Ojalá haya diez tipos con tus huevos", le soltó el comisario Castronuovo. El final era previsible.
La pesquisa sobre el secuestro y asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez fue una pieza sublime de la dramaturgia jurídico-policial. Concebida con datos ficticios, pruebas plantadas, declaraciones inventadas y el arresto de personas inocentes, no tuvo otro propósito que el de encubrir en los arrabales de aquel crimen los negocios de la Bonaerense con el hampa. El testigo Roberto Aníbal fue un actor crucial de semejante puesta en escena. El 24 de abril –horas antes de poder cobrar 100 mil pesos por sus aportes a la causa–, la deflagración por un escape de gas en su casa lo envió al Más Allá. Aún es prematuro señalar el carácter intencional del asunto. Sin embargo, no hay dudas de que se trató de una muerte acorde con el color de esa historia.

El 31 de agosto de 2011 fue hallado en un baldío de Villa Tesey el cadáver de Candela, quien había desaparecido nueve días antes. Ese mismo miércoles, en una reunión a puertas cerradas en la Legislatura bonaerense, el ministro de Seguridad, Ricardo Casal, consideró el hecho como un "homicidio limpio", ya que los autores "no dejaron indicios y actuaron con gran profesionalismo". En ese momento, el tal Aníbal ya "trabajaba" en el caso. Sus dichos –debidamente guionados– le darían sentido al armado fantástico del expediente.

PASAJEROS DE LA IMPOSTURA. Muy contrariado; así lucía ese tipo al emerger el 15 de septiembre de su casa, en la calle Avellaneda 290, de Morón, para entregarse al grupo de policías que había llegado allí para detenerlo. "Vos sabés cómo son estas cosas, Huguito", le deslizó un suboficial, con expresión compungida. Entonces, ante la sorpresa de quienes presenciaban la escena, él se lanzó a un ritual ciertamente curioso para alguien en su situación: abrazar a cada uno de sus captores, dejando de tal manera asentada su familiaridad con ellos. "Vos sabés bien cómo es esto", repitió el uniformado, al amarrocarle las muñecas. El tipo, al parecer, sabía. Era Hugo Bermúdez, un narco minorista, ahora señalado como autor material del crimen. La declaración de Aníbal ante el fiscal Marcelo Tavolaro no fue ajena a su infortunio.

Para entonces, ya estaba tras las rejas la presunta célula de la calle Kiernan, en alusión a la casa en la que Candela habría estado cautiva. Sus integrantes: una depiladora, un carpintero, un chofer de fletes y dos torneros. El grupo fue oportunamente delatado por otro testigo de identidad reservada.

Pero para que Bermúdez encajara con la trama urdida por los libretistas de la Bonaerense había que probar su vínculo con ellos.

Aníbal ejecutaría la solución al respecto. Sus datos propiciaron la captura de cuatro vecinos suyos abocados a quehaceres que fluctuaban entre la piratería del asfalto y el tráfico de drogas: Leonardo Jara, Fabián Espíndola, Guillermo López y Fabián Gómez. Estos –según Aníbal– habrían secuestrado a Candela por encargo de Bermúdez, a raíz de una deuda de cocaína que la madre de la víctima, Carlola Labrador, se obstinaba en no honrar. El peritaje fraudulento de una amenaza telefónica presuntamente efectuada por Gómez y recibida por la hermana de ella le puso el moño a la cuestión. Desde aquel instante, todos los sospechosos quedaron relacionados entre sí. El caso –en el aspecto teatral– parecía encaminarse hacia su esclarecimiento.

Por esos días, Aníbal palideció ante un televisor.

La pantalla exhibía a un sujeto que, a cara descubierta y presentado como Pedro, reconoce ser el otro testigo de identidad reservada, aunque asegura que no dijo las frases que se le atribuyen en las siete fojas de su declaración.

Una copia había sido filtrada desde el despacho de Tavolaro. Aníbal no salía de su asombro.

Días más tarde, el fiscal difundió públicamente su propio testimonio. Su nombre estaría entonces en boca de todos.

Mientras tanto, la nave del encubrimiento avanzaba viento en popa. Ahora se sabe que entre sus principales timoneles hubo personajes tan encumbrados como el entonces jefe de la Bonaerense, Juan Carlos Paggi, su delfín, Hugo Matzkin, el superintendente de Investigaciones, Roberto Castronuovo, y su comisario estrella, Marcelo Chebriau, junto al fiscal Tavolaro, el juez Alfredo Meade y el fiscal general de Morón, Federico Nievas Woodgate. Todo con la inestimable asistencia del doctor Fernando Burlando. Y la bendición de Casal.

SOPLO A CONTRAVIENTO. "No digas nada y abrí bien las orejas", soltó el hombre de traje que ocupaba el centro de la mesa. Era Castronuovo. A su lado, Paggi golpeteaba los dedos sobre una carpeta. Y Matzkin entrecerraba los ojos. Aníbal había sido sentado en una punta.

"Escuchá bien lo que te voy a decir –prosiguió Castronuovo– Vos, Roberto, sos un héroe para la Argentina.

Aníbal se ruborizó.

Al fin y al cabo, sólo era un carnicero de Hurlingham, con negocio sobre la calle Garibaldi al 1900. También cultivaba cierto vínculo con los hampones del barrio. Y solía alternar su trabajo con el peligroso oficio de soplón. A tal efecto, reportaba a dos efectivos de la DDI Morón, los oficiales Sebastián Figueroa y Alejandro Rodríguez. Es muy posible que ellos lo hayan arrastrado hacia el caso Candela. De hecho, fue un jerarca de aquella DDI, el comisario Chaparro, quien puso al delator ante la cúpula de la fuerza. Tal vez al pobre Aníbal la oportunidad de hacerse con la recompensa le pareció inmejorable. Quizás haya cavilado sobre ello en su local, con la mirada puesta en el galpón de enfrente. Allí entraban y salían camiones con mercadería robada. Allí siempre estaba la dupla formada por Gómez y López. Espíndola, por su parte, vivía en el conventillo de al lado.

Ya se sabe como fue el devenir de los acontecimientos.

Ahora, Castronuovo insistía: "Sos un héroe, Roberto. Ojalá haya diez tipos con tus huevos."

Se refería a los grandes servicios que Aníbal se vio obligado a prestar. Tales servicios superaron con creces el mero tráfico de datos. Tanto es así que, de la noche a la mañana, el pobre carnicero fue convertido en una suerte de agente encubierto. Hasta le dieron una cámara oculta disimulada en una lapicera. Y le indicaban con quienes la debía usar. Lo cierto es que los hábitos del soplón variaron de manera irremediable. Al cerrar el negocio, los policías lo llevaban a un camión enorme que solía estacionar en una esquina de Villa Tesei. En la caja había sillas, una mesa y un plasma. Era el sitio de reunión de los oficiales que comandaban la pesquisa. Allí, cada noche, Aníbal era retenido hasta las el alba siguiente. Cuando al fin llegaba a casa, su esposa, con tono de reproche, le decía: "Vos ya entregaste un montón. No les des más. Es la policía la que tiene que trabajar. No vos."

"Dejá tu casa. Dejá tu negocio", fue la solución ofrecida por Castronuovo, a boca de jarro.

"No puedo dejar el negocio. Con eso mantengo a mi familia", respondió Aníbal.

"Dejá todo. Nosotros te vamos a dar 30 veces más", insistió Castronuovo.

En resumidas cuentas, la carnicería de Aníbal cerró, mientras la esposa se mudaba con su pequeña hija a la Villa 31.

Las arcas del ministerio encabezado por Casal le pusieron un pequeño local en Moreno. El resto de su salario consistió en promesas no cumplidas. Preso de la desesperación, Aníbal pensó en irse de la provincia.

El fiscal Tavolaro lo disuadió con las siguientes palabras: "Si te las tomás, o si rueda tu trasero, va a rodar el mío. Y yo no quiero perder 25 años de carrera y 40 días de vacaciones por año".

Con el paso de los días, el delator se fue tornando incontrolable para la policía. Y más aun, a partir de la estrepitosa caída del expediente.

A mediados de 2012, hizo un dramático relato al respecto ante la Comisión del Senado bonaerense constituida para esclarecer el caso. Entonces, dijo: "No tengo a mi familia. Me hicieron perder todo. He recibido balazos; balazos en mi casa, balazos en una pierna. Me han secuestrado últimamente. Estoy, muerto en vida, me quitaron todo. Ya no tengo ni ganas de vivir."

El 12 de marzo se encadenó a las rejas de la gobernación bonaerense. Ello, al parecer, agilizó, la autorización para pagarle parte de la recompensa. Fue su última aparición pública.

Seis semanas después, correría hacia la muerte convertido en una antorcha. «

Una declaración desesperada

"Por hacer un bien recibí castigo de policías y funcionarios", se sinceró el testigo de identidad reservada, Roberto Aníbal, ante la Comisión del Senado bonaerense, que se había reunido para escuchar su testimonio. "Yo pedí que dijeran la verdad, no la mentira, quiero decir tantas cosas que tapan, tantas cosas", repetía angustiado Aníbal, atribulado por un presente arrollador: ya no tenía trabajo y su familia se había mudado a la Villa 31 de Retiro. La carnicería del supercado chino en Villa Tesei era sólo recuerdo. Sus palabras eran más que desahogo. Iban como un látigo revelador: "Los policías me llenaban la cabeza, y por marmota, no soy de acá, soy del campo, por ser tonto porque pensaba que estaba haciendo todo bien y esta haciendo todo mal. Porque si yo hubiese recibido todo el castigo que me están dando –decía– o todo el castigo que me hicieron, como si fuera un delincuente, peor que un delincuente, ¿porque los delincuentes dónde están? Sueltos. ¿Con quién están? Con sus familias, con sus hijos. Siguen haciendo su vida normal, siguen robando, siguen matando, siguen secuestrando... ¿Y yo cómo sigo? Como un delincuente, cuatro o cinco policías que te llevan a todos lados, no soy dueño de ir a ningún lado y encima mi familia lejos".

Poco después, Aníbal recordó una y otra vez las viejas promesas de los investigadores. Pero ya no les creía. "No, basta, hasta acá llegué, yo no los voy a esperar más, si no me solucionan el problema rápido, voy a los medios", sostuvo. Y fue a los medios. Estuvo en la televisión. La semana pasada estaba en su casa de Villa Trujui, en el partido de Moreno, cuando todo estalló y fue hospitalizado con el 90% del cuerpo quemado por las llamas. El miércoles 24 no resistió las graves heridas y murió. Se llevó algunos secretos. "¿Saben lo que me decían ellos? Que ahí yo soy testigo de la reserva, ¿no?", declaró ante la comisión. Y lo fue.

Comentá la nota