El eterno candidato nacionalista que llegó asociado a un liberal

El éxito de Carlos Arroyo se corporizó cuando se hizo pragmático. Su rica trayectoria docente y su recordado paso de la Dirección de Tránsito fueron los puntales de su imagen pública.

Antes que ver fútbol prefiere plantar rosas y jazmines en el patio de su casa. Antes que los estrenos elige las películas clásicas. Antes que usar celular pide que lo llamen al teléfono fijo. Y también lo que todos saben: a su viejo piloto azul no le es infiel ni con el mejor saco ni con la campera más abrigada. Así de particular es el intendente electo de Mar del Plata.

Nacido en 1945, Carlos Fernando Arroyo festejará en diciembre por partida doble: el 8, su cumpleaños número 70; un día después, su entronización como jefe político de la ciudad.

Nunca lo hubiera imaginado en octubre de 1983, cuando la Alianza Federal lo llevó como candidato a intendente por primera vez. Apenas juntó 1.411 votos, el 0.04%. Quizá por eso sonó tan rara la pregunta que Jorge Lanata le hizo en una nota radial en la previa de estas elecciones: "¿Por qué se decidió a entrar ahora en política?" Lo cierto es que no sólo no ingresó ahora, sino que es el dirigente local que más procesos electorales afrontó: con el de ayer, contando elecciones legislativas y para cargos ejecutivos, generales y primarias, participó en 18 comicios.

Pero no fue este profuso historial el que lo catapultó en la consideración pública. Su rédito provino de sus cuatro décadas como profesor y sus 25 años como director de la Escuela Media 2. La fama de estricto no le escamoteó el cariño de alumnos y padres, acaso sus primeros y más leales defensores. El otro puntal de su imagen fue su recordado paso como director de Transporte y Tránsito de la Municipalidad, a fines de la década del setenta y luego, a principios de los noventa, en los dos casos convocado por Mario Russak.

"El mismo en persona encabezaba los operativos de tránsito. A veces se veía que se caía de cansancio, pero igual estaba presente", elogia un taxista. Hay quienes todavía lo recuerdan en su auto particular, desde el que controlaba y hacía observar las normas de tránsito.

Antes de convertirse en funcionario y mucho antes del éxito electoral del presente, Arroyo tuvo una vida esforzada. Hizo la primaria en el Colegio Don Bosco y la secundaria en el Mariano Moreno. Cuando tenía 16 años, murió su padre, Pedro Carlos, que había sido propietario de una pequeña fábrica de jabones. La casa, en la que vivían Carlos Fernando y dos hermanas más chicas, quedó entonces al mando de su madre, Clara. Y al mayor no le quedó otra que salir a trabajar.

En la hoja de ruta de su vida figuran un hotel, donde se desempeñó como ascensorista, y una pescadería, donde hacía las veces de cajero. Tenía 18 años y no demoró en comprobar que no le gustaba trabajar en relación de dependencia. Por eso ideó un emprendimiento propio: prepararía alumnos aplazados para rendir materias en marzo. El negocio fue un éxito: junto con su hermana, que enseñaba las materias que a él no le gustaban, llegaron a preparar más de 700 materias en una sola temporada.

Con la ley en la mano

Pese al éxito, dejó de lado el emprendimiento familiar para empezar a estudiar Derecho en la Universidad de La Plata. Una enfermedad que nunca definió le fue restando fuerzas hasta que un médico prescribió que volviese a Mar del Plata. El no quería ser otra carga para su madre, así que no regresó a su casa: se metió en las Fuerzas Armadas, donde fue cadete de la Marina y soldado en el Ejército.

Pero volvió a estudiar y logró recibirse de abogado en 1971. En su estudio, ubicado en Belgrano y Neuquén, se ocupaba de sucesiones, divorcios y tenencia de hijos. Además, asesoró a organizaciones de odontólogos y en 1979 fue designado interventor de la Asociación de Conductores de Taxis. Después de que en la campaña le reprocharan esa actividad, respondió que su misión se ajustó a normalizar la administración de la entidad y a clarificar un plan de viviendas.

Su vida política comenzó en los albores de la vuelta de la democracia. Cuando miles de jóvenes se anotaban en el radicalismo y el justicialismo, él se diferenció: optó por tocar la puerta del Partido Federal, que había fundado el ex marino Francisco Manrique.

Siempre adscribió al nacionalismo de derecha. Tras una incursión en el Partido Demócrata Conservador, entabló una relación política y personal con Gustavo Breide Obeid, jefe del Partido Popular de la Reconstrucción (PPR), del que ejerció como vicepresidente en la provincia de Buenos Aires.

Antiliberal, antiabortista y contrario al pago de la deuda externa, el PPR estaba alineado con la doctrina social de la Iglesia. A Arroyo nunca le importó que Breide Obeid haya liderado el levantamiento carapintada del 3 de diciembre de 1990, ni que haya sido condenado a siete años de prisión y a la pérdida de su condición militar: lo sigue considerando uno de los intelectuales más importantes del país.

Cuando se disolvió el PPR, Arroyo tuvo que buscar otros rumbos. En 2007 se postuló por el Paufe, el partido del ex subcomisario Luis Patti, luego condenado a cadena perpetua por crímenes de lesa humanidad durante la dictadura. En 2009 logró ingresar al Concejo con el Frente es Posible, de Adolfo Rodríguez Saá. Y en 2011 participó en las elecciones por el duhaldista Frente Popular.

Como suele suceder en política, le empezó a ir mejor a medida que se fue haciendo pragmático. Un paso clave fue la creación, junto con compañeros de ruta como Guillermo Sáenz Saralegui, del partido municipal Agrupación Atlántica, con el que en las legislativas de 2013 dio el primer aviso de que su imagen venía en ascenso: se ubicó tercero, con el 15,43% de los votos.

Entre mayo y junio de este año su teléfono no paró de sonar. Lo querían de todos lados. Sobre todo, del massismo y el macrismo. El se hacía rogar: iba a ser candidato del partido que mejor se ubicara en las encuestas y aceptara sus pedidos a la hora de armar las listas. En el tira y afloje, Emiliano Giri supo arrimarlo al partido de Mauricio Macri. Arroyo aceptó sin pruritos. Estaba en juego la intendencia. No había tiempo para detenerse a pensar que se asociaba a un dirigente que simbolizaba lo que toda su vida había combatido: el liberalismo.

El Zorro Uno

Como concejal Arroyo tuvo dos etapas. En la primera no dudaba en enfrentarse a cualquiera y a destratar desde la banca al que se le oponía. Pero después de algunos cruces fuertes, y mientras alumbraba su ilusión de ser intendente, moderó sus palabras y posturas. Hubo algo que no cambió: sus inasistencias a las sesiones especiales del Día de la Memoria. Dice que no va porque no comparte la visión de los derechos humanos que se impuso hoy. Sus explicaciones se asemejan a la teoría de los dos demonios.

En la actividad diaria, fue el primero que propuso la construcción de un hospital municipal. Los funcionarios del Ejecutivo le decían que era imposible, prácticamente que estaba loco. Hasta que el que hizo la propuesta fue el intendente. Entonces modificaron el discurso: dijeron que el de ellos era más completo.

Se opuso fuertemente al traslado de bares a la escollera Norte. Repetía que los chicos, borrachos, se iban a caer al mar. Propuso prohibir las murgas en las plazas, se manifestó en contra del matrimonio igualitario y sugirió que los placeros y los guardavidas portaran armas.

Pero durante sus años de concejal nadie le reprochó su pasado. No le recordaron que a fines de 1994, cuando era conocido en Tránsito como el Zorro Uno, afrontó una causa por abuso de autoridad. No le marcaron que en enero de ese mismo año las entidades judías (DAIA y SUIM) denunciaron que en su escritorio tenía una estatuilla del mariscal nazi Erwin Rommel. Tampoco se asombraron por sus declaraciones sobre la comunidad boliviana, que lo denunció ante el Inadi. Tiene razón Arroyo: antes era un excelente director de escuela (reconocido hasta por sus rivales políticos) y después de ganar las PASO lo demonizaron. Para ese entonces los marplatenses, en sus fueros íntimos, lo habían ungido intendente de Mar del Plata.

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