Un estúpido, un ambicioso y un loco

Un estúpido, un ambicioso y un loco

Por: Jorge Fontevecchia. Cada 24 de marzo revivo mi experiencia durante la dictadura militar. Cada año que pasa reflexiono sobre el momento en que seré uno de los últimos que puedan dar testimonio epidérmico sobre quiénes eran los condenados en el Juicio a la Juntas de Comandantes, cómo miraban a los ojos cuando estaban en el ejercicio del poder, qué producían en el otro que estaba en contacto con ellos. La mayoría de quienes los conocieron ya murieron, otros son octogenarios. 

Mi experiencia es inusual porque yo tenía 20 años en 1976 y responsabilidades periodísticas de alguien del doble de mi edad. Conocí a Videla, conocí a Massera, conocía en la Guerra de Malvinas también a alguien aún más trastornado que Galtieri, el general Camps, a quien Página/12 ayer le dedicó la tapa de un suplemento especial bajo el título “El Hitler argentino”. Un estúpido, un ambicioso y un loco. 

En el reportaje al Papa de hace dos domingos, Francisco decidió contar sus encuentros con los comandantes y otros jerarcas militares, en su caso con el objetivo de salvar vidas, incluso el intempestuoso final de su última reunión con Massera, el ambicioso del título de esta columna.

Mi experiencia es infinitamente menor pero igual siento obligación de transmitirla a quienes no vivieron esa época. Yo nunca fui un militante, estuve desaparecido en El Olimpo y después puesto a disposición del Poder Ejecutivo no por ser dirigente estudiantil, ni sindical, ni por integrar ninguna organización que tomara las armas, ni ser simpatizante de ellas, ni siquiera de partidos políticos que simpatizaran con ellas. Estuve desaparecido en El Olimpo recién el último año de Videla y puesto a disposición del Poder Ejecutivo recién tras la Guerra de Malvinas por dirigir un medio de comunicación que por su insignificancia los primeros años de la dictadura pasó bajo el radar y cuando se fue haciendo más relevante se fueron haciendo también más notorias e irritantes sus rebeldías.

Ese devenir de los años de la dictadura me llevó a ver cara a cara a Videla, el estúpido del título de esta columna, al general Harguindeguy, que era su temible ministro del Interior a cargo de las fuerzas de seguridad, además de los ya mencionados Massera y Camps.

Cuesta explicarles a las nuevas generaciones aquella sinrazón en la que había entrado parte de la sociedad, y no solo estos militares condenados y sus subalternos más comprometidos. Puede resultar benévolo tratar a Videla de estúpido, de ambicioso a Massera, de loco a Galtieri, de trastornado a Camps y de cínico a Harguindeguy, por ejemplo. Es muy revulsivo tratar al símbolo del golpe del 24 de marzo de estúpido, porque Videla es la cara y el significante de la dictadura. Pero basta escuchar la respuesta que le dio a José Ignacio López sobre los desaparecidos en 1979 o sus palabras en el discurso de inauguración oficial del Mundial 1978 para poder percibir que se trataba de una persona extremadamente limitada.

Estos agentes que generaron la historia más negra y sangrienta de Argentina eran vulgares, y lo monstruoso era el sistema que permitía esa concentración de poder en manos de burócratas de las armas. Como magistralmente expuso Hannah Arendt en su concepto de la banalidad del mal para describir a Eichmann cuando, siendo periodista, cubrió el juicio en Jerusalén que terminó con su condena a muerte: es la forma en que “un sistema de poder político puede trivializar el exterminio de seres humanos cuando se realiza como un procedimiento burocrático ejecutado por funcionarios incapaces de pensar en las consecuencias éticas y morales de sus propios actos”.

Arendt fue criticada por utilizar el término banal para asesinos de masas y genocidas negándose en el caso de Eichmann a considerarlo psicópata y monstruoso. Creo que si Hannah Arendt hubiera estado en el juicio a Videla, a pesar de que no se trataba de un subordinado como Eichmann, también lo hubiese considerado un burócrata. Inquieta ver vulgaridad en estos comandantes porque entonces deja de ser verdad que “muerto el perro se acaba la rabia”, y se puede pensar que parte de la sociedad haya estado enferma y corre peligro de volver a estarlo porque no se trata solo de un grupo mínimo de personas que, castigándolas lo suficiente, se inhibirá a otros en el futuro de atreverse a repetir siquiera parcialmente aquellos actos. 

Es el sistema, la falta de democracia, lo que produce que los trastornos de personas vulgares puedan contar con el poder de destrucción que tuvieron aquellos comandantes. Lo que viene muy a cuento en el presente y le da valor instructivo al feriado del 24 de marzo cuando sectores radicalizados marginales relacionados con jóvenes de Revolución Federal trataron de asesinar a la vicepresidenta o una importante fuerza electoral como los libertarios, que hasta pueda obtener uno de cada cinco votos de todos los argentinos, por momentos desvalorice la democracia y el consenso como mecanismo para la resolución no violenta de los conflictos.

Cuidado con cierto tipo de locos, tampoco subestimemos el daño que produce el discurso de odio, mantengámonos siempre alertas frente a cualquier síntoma de rechazo de la pluralidad, frente a visiones totalitarias y fanáticas de una sola forma, de un único camino, de la verdad propia como universal y natural. Que el uso parcial y profano que hace una parte de La Cámpora del 24 de marzo apropiándose indebidamente de la lucha contra la dictadura y del juzgamiento de sus responsables no nos nuble la razón ni nos impida rechazar réplicas violentas, en acto o en discurso, hastiados por “el curro de los derechos humanos” o la “casta de los políticos”.

Aunque resulta doloroso hasta pensarlo, hay miles de Videlas, Masseras y Galtieris caminando por las calles de cualquier país que, según las condiciones de posibilidad que proporciona el contexto y con los atributos de máximo poder, podrían comportarse de la misma manera. Solo la democracia nos vacuna contra la banalidad del mal en la cúspide del poder. 

Cuidémosla.

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