La ley que dividió al oficialismo

La ley que dividió al oficialismo

La abrumadora mayoría con que cuenta el oficialismo en ambas cámaras legislativas, mayoría legítimamente obtenida por la expresión del voto popular en las urnas, le brinda al gobernador Raúl Jalil una herramienta invaluable, que no todos los mandatarios tienen al alcance de la mano.

La abrumadora mayoría con que cuenta el oficialismo en ambas cámaras legislativas, mayoría legítimamente obtenida por la expresión del voto popular en las urnas, le brinda al gobernador Raúl Jalil una herramienta invaluable, que no todos los mandatarios tienen al alcance de la mano.

Ni siquiera su antecesora, Lucía Corpacci, dispuso una tropa tan abundante de diputados y senadores, detalle que viene a explicar las razones por las cuales el actual jefe de Estado hace gala de una ejecutividad poco usual. No se trata solo de la capacidad para tomar decisiones y concretarlas, sino de tener el respaldo asegurado para que sus proyectos encuentren luz verde, cuando los expedientes desembarcan en ese recinto que tiene la facultad de aprobarlos o rechazarlos. La situación solo es comparable con el dominio abrumador que, promediando los años 90, ejercía el Frente Cívico.

Alianzas ocasionales o interesadas, interbloques minoritarios y otros juegos aritméticos propios de la política, sin embargo, llevaron en innumerables ocasiones a que la Legislatura fuera un escollo casi insalvable en distintas gestiones. Ocurría así que la cámara Baja terminaba más de una vez en manos de la fuerza que había sido derrotada en las elecciones -la cámara alta no, porque tiene como jefe natural al vicegobernador-, o que las sesiones se convirtieran en una sucesión de interpelaciones para los integrantes del Ejecutivo. Jalil no encontró esos problemas. Respaldado por una de sus victorias más contundentes en términos porcentuales, ocupó el histórico sillón de Avellaneda y Tula con la tranquilidad de tener prácticamente “Legislatura propia”.

La historia, empero, en todos los órdenes de la vida puede tornarse poco aconsejable tanto un ambiente en exceso hostil, como otro demasiado condescendiente. Y la falta de oposición real, la total incapacidad de la minoría de ofrecer alguna resistencia desde los números, no necesariamente conduce a la armonía propia. Por el contrario, es casi inevitable que las fuerzas hegemónicas, ante la falta de adversarios de peso, comiencen a resentirse por fisuras internas. Esto es exactamente lo que ocurre en el Palacio de Ayacucho y República, donde hace ya un par de meses que se vienen observando roces de distinto tenor, y en el último tramo de las tareas parlamentarias ya se perciben divisiones de mayor entidad.

Primero se alzó alguna voz disonante, casi en soledad, para quebrar el coro general. Posiblemente ese rol deba adjudicarse a Daniel Lavatelli, quien sin dejar de expresar su acompañamiento a la gestión de Raúl, se permitió marcar diferencia de criterios ante algunos procederes.

Se le sumaron luego otros diputados, como Verónica Mercado, Hugo Corpacci, Armando López Rodríguez y Armando Zavaleta, para integrar ya una suerte de Grupo de los 5, que con el transcurso de las semanas emergieron como una especie de disidentes, aunque sin formalizar ningún quiebre. Los distanciamientos tuvieron sus coletazos, con simpatías declaradas y no declaradas, y toma de posiciones a favor y en contra de los reclamos.

La división de las aguas, que se percibe también entre los funcionarios del Gobierno, no tardó en extenderse al Senado. Y hoy, pese a que se sostienen las formas moderadas en la convivencia, ya no puede hablarse de una unidad monolítica, como acertadamente lo sostiene el castillista Víctor Luna: “El gobierno no está teniendo la fuerza, el control ni la autoridad política. El Senado hace una cosa y Diputados hace otra. Estas idas y vueltas perjudican. No es normal. No está bien. Sin signos inquietantes”.

Mojón a la vista

Si puede identificarse un mojón que marque el punto de inflexión en el humor del oficialismo, sin dudas es el tratamiento del proyecto de modificación de la Ley 2210/66, que establece escenarios, pautas y mecanismos para las expropiaciones. La modificación de esa ley, finalmente aprobada esta semana, tuvo un sinuoso recorrido, cuyas marchas y contramarchas dejaron secuelas entre miembros de los dos cuerpos.

La controversia nació cuando el proyecto llegó al Senado ya con media sanción de la Cámara de Diputados, que la aprobó virtualmente a libro cerrado, sin cambiar una coma del escrito original remitido desde el Ejecutivo. Se esperaba allí que los senadores completaran el trámite sin objeciones, pero eso no sucedió. Ocurre que en la carpeta remitida se mencionaban sólo los dos primeros artículos, con características casi “agresivas”, porque el Estado se reservaba la capacidad de expropiar e incluso reclamar posteriormente eventuales deudas, para recién después evaluar si correspondía alguna indemnización. Incluso se estipulaba que se tomaba propiedad de las tierras expropiadas al iniciarse el trámite, y no al concluir.

Los senadores interpretaron que, en esos términos, la nueva Ley lindaba con el avasallamiento, y decidieron morigerarla, por ejemplo, determinando en qué casos cabía una expropiación. Esto obedece a la intención de brindar cierta seguridad jurídica, y no aprobar una norma que al cabo resultaría suicida a la hora de convocar potenciales inversores. Tiene lógica: ¿quién querría invertir en una Provincia donde el Estado se reserva el derecho de quedarse con los bienes adquiridos sin más razón que su voluntad de hacerlo? La mayoría peronista del Senado consensuó así algunos requisitos específicos, como condicionar la expropiación a los casos en que el inmueble se encontrara abandonado. Allí ya se reconocía un límite para no avanzar sobre la propiedad privada.

El Senado también pensó específicamente en las colonias, y propuso impedir que las tierras se recuperen en su totalidad, incluso estando abandonado el proyecto productivo. Esto obedece a que muchos colonos construyeron su propia vivienda en los campos cedidos para cultivo, con lo cual, por abandonar el sembradío o la producción -por los motivos que fuere- podrían haberse expuesto, según el proyecto original, a perder sus propias viviendas.

Curiosamente, esta iniciativa de los senadores se tergiversó, haciendo creer a los colonos que se los pondría en riesgo, cuando en realidad se los protegía. En otros puntos, las modificaciones al proyecto que llegaba con media sanción, apuntaban a promover la producción, respetar las iniciativas de trabajo -aun aquellas que no hubieran funcionado como se esperaba- y alentar la inversión privada desde diferentes recaudos.

Caída y rencores

Lo concreto es que las modificaciones del Senado, no bien retornaron a Diputados, fueron desestimadas de plano. Y allí terminó de plantearse un malestar mayúsculo, alimentado por dos fuentes.

Por un lado, los senadores se indignaron al analizar que el rechazo a su trabajo provenía por operaciones dirigidas por Oscar Castillo, gran impulsor del fracasado mecanismo de los diferimientos impositivos, con los cuales favoreció a muchos allegados suyos a comienzos del siglo.

Fueron precisamente los voceros celestes quienes cuestionaron los agregados al proyecto original, a fuerza de medias verdades, que en esencia apuntaban a defender los intereses y negocios de los bendecidos en los años del castillismo. Pero otra reacción en Diputados multiplicó el enojo, y fue la de algunos integrantes del bloque oficialista, que -conociendo el trasfondo de la historia- hicieron la vista gorda para sostener su obediencia debida.

Esa postura fue atribuida por los senadores a apetencias personales de ciertos legisladores, que quieren congraciarse con Casa de Gobierno para obtener respaldo a la hora de ratificar sus espacios o conquistar otros nuevos. Paralelamente, puestos en evidencia por el Senado, varios diputados reaccionaron mal porque virtualmente se los señaló como meros actuantes de una Escribanía, que suscriben sin más análisis todo aquello que se les remite.

Como infantil vendetta, ahora en Diputados se cajonean los proyectos que llegan con media sanción desde el Senado. La herida está abierta, y no hay señales de sanación en el corto plazo. Por el contrario, cada declaración pública y cada comentario de pasillo, empeoran el clima interno en la Legislatura, una realidad en cierto punto impensada cuando arrancó el actual período de sesiones, marcado por la pandemia y sus restricciones, y ahora también por celos y reproches.

No son cuestiones menores, si se considera que pronto deberán renovarse autoridades en las cámaras, en vísperas de un año electoral, lo que significa que hay mucho interés en controlar las cajas y en los propios posicionamientos. Un foco de conflicto incipiente, que puede tener derivaciones más complejas si desde la cúpula del poder no intervienen a tiempo para neutralizar una división que, a estas horas, resulta ya inocultable.

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