Rusia: Juegos Olímpicos animados por la geopolítica

Por Marcelo Cantelmi

Sólo una levedad reflexiva extraordinaria sostendría hoy que los acontecimientos deportivos no van enredados en la misma zanja con la política. No hay inocencia sino intereses

Los Juegos Olímpicos de Sochi, que acaban de comenzar, son un ejemplo de tamaño colosal de esta práctica. Se debe reconocer que Vladimir Putin ha creado política concreta desde que controla a su país a despecho de la brutalidad de sus métodos. Sochi, para el hombre fuerte ruso, es una vidriera donde exhibir su graduación como líder de una real potencia regional. Y lo ha hecho en el molde grandilocuente típicamente ruso que a lo largo de su historia ha unido, y muchas veces confundido, grandeza con enormidad.

Ese estilo ha regresado a Rusia con Putin, justamente.

Y Sochi es la última criatura. El presupuesto de la cita supera, según cifras preliminares, los US$ 51 mil millones, cuatro veces más que lo previsto. Y es más aún que lo que costaron los juegos de Beijing de 2008 en los que China se mostró como la potencia emergente de la nueva era.

La sospecha de negociados inunda toda esta edición y se combina con las amenazas por parte de grupos ultraislámicos que han colocado a este evento en el centro de su blanco.

Si algo falla, fallará toda la estructura y se caerá lo que el Kremlim imagina hacia adelante. Es claro que para Putin sería inocente suponer que los únicos enemigos que lo desafían serían esas hordas de fanáticos que, por cierto, son uno de los legados más miserables de la Guerra Fría que en el reciente pasado dividió al mundo entre el este y el oeste con Washington y Moscú en cada polo.

Sobrevuela Sochi, en principio, el litigio ruso con la vecina Georgia. Hay dos grandes territorios que ese país reclama como propios y que Rusia ha convertido en repúblicas independientes tras la breve guerra de 2008, Abjasia y Osetia del Sur. Se trata del 20% del mapa georgiano. En el gobierno prooccidental de ese país hay una creciente preocupación de que Moscú trate como delegaciones nacionales a los atletas de esos territorios. La cancillería rusa le ha indicado a su vecino que “debe asumir las realidades en el terreno” sugiriendo que ya no hay marcha atrás. Incluso, para que quede claro quien es el que manda en la vereda, Moscú acaba de apropiarse de una decena de kilómetros dentro de Abjasia con el argumento de imponer una zona de la protección de las olimpíadas. Es difícil, pero no improbable, que la delegación georgiana en Sochi acabe haciendo las valijas y retirándose de los juegos asfixiada por esa pelea.

Un ruso relevante que seguro no tomaría café hoy con Putin, definió a comienzos del siglo pasado a la política como “economía concentrada”. Precisamente en el litigio con Georgia lo que se advierte es que por ese país pasa una parte del gigantesco oleoducto occidental que nace en Azerbaiján y termina en Turquía, y que compite con los negocios energéticos de Rusia en Europa.

La importancia económica que tiñe estas batallas aparece también en otros capítulos. El líder ruso está diseñando una Unión Euroasiática en la misma forja que la europea, que por el momento es un espacio económico común con un puñado enclenque de socios mínimos: Bielorrusia, Kazajastán y Armenia. Este último país, que era renuente a sumarse a esa iniciativas, probó rápidamente la forma en que hace política Putin, cuando advirtió que Moscú le estaba ofreciendo una gigantesca partida de armamentos a Azerbaiján, el enemigo militar jurado de esa pequeña nación caucásica. Cuando finalmente Ereván dio el sí, Rusia, que tenía 80% de la empresa de gas nacional, obligó al Estado armenio a vender el 20% restante para sellar así una dependencia energética completa.

La gran batalla que se libra hoy en Ucrania se vincula netamente con ese ambicioso proyecto de mercado común propio que alienta Putin y que liga con el gran negocio energético donde Rusia se ha hecho cada vez más potente. Moscú acaba nada menos que desbaratar el multimillonario proyecto del gasoducto Nabucco con el cual Occidente pretendía contactar Europa Central desde el mar Caspio para romper la dependencia de la energía rusa. Lo hizo construyendo el llamado South Stream que puede llevar el gas natural desde Rusia a través de Bulgaria hasta Italia y Austria, mucho más barato y con mayor fluido garantizado que el otro proyecto ahora archivado.

Ucrania es una ficha central en ese tablero no sólo por su tamaño o porque aloja una base naval estratégica de Rusia. Es, además, una puerta hacia Europa y Moscú necesita, entre otras prioridades, que sus oleoductos no corran riesgos. En Ucrania hoy se libra un capítulo moderno de aquella batalla Oeste-Este. Lo es a extremo tal que uno de los hombres de mayor cercanía a Putin, el asesor Sergei Bazyev, acaba de advertir a EE.UU. a pura bravata que hay un golpe en progreso en Ucrania y que Rusia podría intervenir así como la Unión Soviética lo hacía en sus repúblicas.

Este litigio interno estalló en noviembre último cuando el presidente ucraniano Viktor Yanukovich desechó el plan de integrarse a Europa temeroso de una explosión social por el ajuste que Bruselas le exigía como parte del acuerdo. Aceptó, en cambio, un salvataje de Rusia. Comenzó ahí la actual batalla que implica mucho más de lo que aparenta. Putin sabe que si cae el presidente ucraniano, el piso donde construye su futuro se hará de arena.

The Financial Times escribió elocuente: “Yanukovich y Putin son líderes de un tipo similar y con modos de gobierno similares. Si los ucranianos sacan al hombre de Kiev, los rusos se preguntarán por qué ellos no pueden hacer igual con el hombre en el Kremlin”.

Gran parte de la carga de críticas en Occidente contra Putin sobre su autoritarismo, violación de derechos humanos y el acoso a los gays, tiene una gran justicia en los argumentos, pero apenas oculta el oportunismo de las intenciones.

Las denuncias son una forma de una batalla que está definiendo en esta época una nueva geopolítica regional, aunque se asegure que son juegos los Juegos de Sochi.

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