La puerta giratoria

El juez de garantías Juan Francisco Tapia ordenó la libertad de un asesino comprobado después de 54 días de prisión preventiva, una vez que pagó la necesaria fianza. Nadie entiende cómo fue, pero no hay “garantías” de justicia cuando los únicos protegidos tienen un cuchillo en la mano.
¿Cuántas veces se oye el comentario de que los delincuentes son imparables, simplemente porque entran por una puerta y salen por la otra? ¿Cuántas? Alguien agrega que la comisaría y los tribunales tienen puertas giratorias, y otras bromas por el estilo: los más entendidos pueden relatar la manera en que, ante la detención de un delincuente de importancia, se presenta inmediatamente un vehiculo que se reconoce por su valor, y un abogado especializado en estas cuestiones busca el sitio donde hay que firmar. No importa si hablamos de asesinatos, de salideras bancarias o de estafas reiteradas.

Los vecinos del barrio Don Emilio son los que otra vez no pueden creer lo que pasa, porque muchos de ellos fueron testigos de lo sucedido la noche del 22 de julio de 2008. Marcelo Decchia y su mujer Nancy Assan habían discutido, por lo que sus compañeros de cerveza en la esquina habían escuchado las frases fuertes. Habían visto llegar al móvil policial y sabían que pasaba algo.

Cuando Marcelo llegó a la esquina, hablaban de bebidas y de dónde comprarlas Darío Lagarde Vecchio (Chirola) y Luciano Provenzano (Tano), junto con Alejandro Rodríguez, que era más grande y venía de la Villa de Paso: desde hacía poco tiempo compartía una casa de esa misma esquina con un compañero de trabajo. Todos sabían la historia pero no lo conocían demasiado.

Según dicen, Marcelo y Alejandro se miraron mal de entrada, y no tardaron en comenzar una pelea que se iba a las manos. Fue entonces cuando Chirola y el Tano decidieron irse a sus casas: “no teníamos nada que hacer en una pelea de gente más grande”, dijeron. Pero antes de retirarse definitivamente, los dos testigos escucharon a Marcelo decir “pará, pará, ya está”. Luego lo oyeron gritar. Cuando se dieron vuelta vieron a Alejandro sobre Marcelo, y según la declaración: “parecía que lo estaba apuñalando, por los movimientos que hacía”.

Claro que eran las tres de la mañana, y los gritos de la víctima habían despertado ya a la mujer, quien se vestía rápidamente cuando llegó a ver a su marido en el suelo retorciéndose ante cada puntazo: el brillo de las zapatillas plateadas y reconocibles le dio el signo inequívoco de que era él. Lo siguiente fue ver a Rodríguez darse a la fuga desde su casa con una moto roja que todos conocían y un bolso en el hombro. Nada más

La fuga

Decchia había muerto de siete puñaladas, una de las cuales le había perforado un pulmón y lo había desangrado luego de una breve agonía. De Rodríguez no había ni rastro. Primero se supo que estaría refugiado en una quinta de las inmediaciones de la ruta 88 donde la DDI lo buscó con una orden de secuestro. No lo hallaron. Luego se supo que se había fugado a la casa de su abuelo materno en Las Termas de Río Hondo, Santiago del Estero, y que se había llevado consigo a su novia Soledad de 14 años, cuyo padre de crianza la buscaba desesperadamente. Era mucha la información que llegaba porque eran también muchos los que acercaban datos en forma anónima, asustados por las posibles represalias en su contra.

Pero a Rodríguez no podían encontrarlo por las demoras que sufría el proceso en el ámbito de la justicia; es increíble el cruce de papeles que se necesita para autorizar que la DDI salga a buscar a un prófugo que se exhibe a la luz del día. Pero Soledad sí fue rescatada y conducida a un hogar de menores en la capital de Santiago. El asesino otra vez se había fugado.

Hasta que hubo un nuevo crimen: un cuñado de Rodríguez fue asesinado y toda una familia inculpada del hecho. Se decía que en el sepelio se habían visto movimientos más que sospechosos y una cantidad de personas inusitada; varias motos circulaban como controlando la llegada al lugar. Los informantes dijeron que varios habían venido del norte en una camioneta blanca a vengar la muerte. Entre esos pasajeros llegaba Alejandro Rodríguez.

Los mismos informantes daban tremendas precisiones que la policía de investigaciones intentaba trasmitirle a la fiscalía de Carlos Pelliza: están todos en la villa de Paso en tres casas de las calles Vieytes, Las Heras y Sarmiento. Rodríguez está teñido de rubio, junto con otras personas deambula por las inmediaciones durante el día: a las tres de la mañana se va a dormir a una de las tres casillas. Tiene satélites, es decir pibes que avisan con silbidos si alguien se acerca. Se mueve por el pasillo central de la villa que sale en la foto satelital, pero hay que conocer para saber cómo moverse allí. Rodríguez está con un hermano, “el Luque”, que es cuida coches en apariencia, pero en realidad entrega los autos para que los roben.

Pero una vez que se logró que la justicia aprobara el allanamiento ya era tarde, porque en la primera orden de Tapia -que ya había empezado a remar en contra- la operación se autorizaba, antes de la hora 24, es decir cuando la villa está a pleno y es imposible llegar sin que los delincuentes sean alertados. Era necesario entrar de madrugada. Tampoco había autorizado el allanamiento de la casa del hermano, en calle Tripulantes del Fournier, ni el secuestro de los vehículos utilizados por el asesino durante esos días, ya que –dijo- no había evidencia de delito. El resultado fue que encontraron sólo una habitación llena de chicos.

Los datos

La viuda alcanzaba a la DDI cada información que conseguía, pero se quejaba de que en la oficina del fiscal Pelliza no le prestaban atención diciéndole que lo que ella tenía eran comentarios de peluquería.

Uno de esos comentarios fue el que precisamente consiguió la detención de Rodríguez en el mes de noviembre: se supo que él había citado a su novia Soledad en la estación terminal de Otamendi, y la policía de civil lo esperó allí. Rodríguez estaba al fin preso: se negó a declarar, pero pidió no ser conducido a los penales 44 ni 15 porque temía ser víctima de represalias. El juez de garantías Juan Francisco Tapia dictó la prisión preventiva con un documento en el que solamente señala la posibilidad de que Rodríguez sea el autor del homicidio después de que medio barrio lo vio sobre el muerto con el cuchillo en la mano. Pero nunca hizo detalle de los riesgos de fuga del acusado, cuando ya era evidente que había estado prófugo durante tres meses, que se había escondido en el campo, en Santiago del Estero, en Otamendi, se había modificado el aspecto, y demás.

Lo que sí le resulta importante es clarificar que el asesino comprobado solamente puede cumplir prisión preventiva durante sesenta días, y allí el reloj de la investigación comienza a correr en sentido inverso. Si no hay avances concretos, lo liberará. Así fue.

¿Qué es lo que garantiza Tapia? ¿Cuál es exactamente el rol del juzgado de garantías? ¿Garantizar que nadie pague por nada? ¿Se puede liberar a un asesino en flagrancia, al que se ha visto cometer el crimen, sólo porque pasaron los sesenta días reglamentarios?

La viuda no lo puede aceptar, pero una rápida recorrida por la causa permite ver los nombres del personal de investigación policial y los extensos días de trabajo que terminaron con la ubicación del asesino, y de inteligencia previa a cada allanamiento. Lo más lógico sería imaginar el rostro de desazón con que cada uno podría mirar al juez de garantías y pensar: qué fácil es para usted, que no entró a la Villa de Paso a la noche, cuando había que allanar el centro de manzana. Fácil para usted, que no lo fue a buscar a Las Termas. Claro que sí, usted no tuvo que rescatar a la menor de 14 que se había llevado, ni tuvo que levantar el cadáver de Decchia. Qué fácil es firmar la libertad, cuando el juez no pasará esta noche en el barrio Don Emilio, en la esquina donde quedaron la botella de cerveza y los blister de Rivotril como un monumento a la desidia y a la inseguridad urbana.

Comentá la nota