Oscarcito: Q. E. P. D.

Éramos chicos, en un pueblo chico, hace más de cuarenta años. Lo había enterrado en un subterráneo olvido pero esta semana estuvo más presente que nunca. El fantasma de Oscarcito se corporizó en mis recuerdos.
Me acordé que habíamos sido chicos, en un pueblo chico y en otra época. Recordé a otros chicos que había visto, en una visita a Buenos Aires, por la calle Rivadavia a la altura de Ciudadela. Estaban sentados al borde de la vía, con una bolsa pegada a la nariz, inhalando pegamento. Estaban a plena luz del día, deambulando, caminando por los rieles y tosiendo. Moqueando, con los ojos llorosos, eufóricos, irritables, sin sentir frío o calor; impredecibles, agresivos. Eran unos niños sin niñez.

El tren-toro pasó frente a los chicos. Lo desafiaron hasta el último instante, parados en el medio de la vía. Otra vez la bolsa pegada a sus narices, esperando una nueva corrida, esperando al próximo tren-toro que, tal vez, les diese una cornada mortal.

¿Qué unió, en mi cabeza, a esos pibes con los niños que habíamos sido con Oscar? El tren: las vías y el tren. Un paso a nivel sin barreras, abrió un paso en el tiempo y, rompió la barrera del olvido Eran las mismas vías, sólo que las vías de estos chicos recién nacían y nuestras vías de chicos habían muerto hace tiempo en nuestro pueblo chico.

Pasó otro tren; me trepé a él. Subí grande en una ciudad grande y me bajé chico en un pueblo chico.

Habíamos nacido en Luiggi, donde La Pampa era bien pampa: desierta y salvaje.

Habíamos nacido, aunque en días diferentes, en un día atestado de viento y arena. No fue una casualidad; todos los días traían viento y arena. El viento levantaba nubes de polvo, formas del polvo; payasadas del polvo.

El viento no nos ayudaba con nuestros juegos de niños. Frustraba los gritos de gol, evitando que la pelota entre en el arco, con un soplido artero. Ya no remontábamos barriletes hechos de caña y papel de diario; Eolo los destrozaba. Viento seco, aire seco, tierra seca, médanos, piquillines y caldenes. El caldén, el rey del desierto, el prócer retorcido de estampa silvestre y agresiva fiereza. Bajo la sombra de ese árbol que parecía dibujado por Tim Burton, descansábamos y jugábamos en el ayer bárbaro de las pampas.

Éramos chicos en un pueblo chico. Éramos pibes felices, siempre sonriendo entre dientes negros de masticar arena.

El despertar del sexo se aproximaba muy lentamente. Mientras el sexo no acababa de despertar, mientras el sexo bostezaba y se desperezaba sin premura, nosotros jugábamos con un tren: jugábamos con un tren real, macizo y ciclópeo.

Oscar vivía a dos cuadras de casa. En ese pueblo chico, todos vivíamos a dos cuadras de las casas de los demás.

Era misterioso y medio callado el boludo. De a poco, se fue acercando para jugar con nosotros. Nos dijo que se llamaba Oscar, con una voz rara, entre gangosa y metálica. Esa fue una de las pocas palabras que pronunció en su corta estadía en Luiggi.

Decidimos, entre todos, aceptar a Oscar en el grupo. Él se adaptó de inmediato; nosotros nunca pudimos adaptarnos a él. Era raro este Oscar; te miraba fijo todo el tiempo o no te daba pelota. Él entraba en nuestro mundo pero nosotros no podíamos entrar al de él; Oscarcito parecía estar viviendo en otro planeta.

_ ¡Oscar! ¡Oscar!, le gritábamos cuando estaba en su mundo. Nunca se daba vuelta para mirarnos. Esa capacidad que tenía para abstraerse nos molestó al principio, pero descubrimos el encanto del juego: “asustemos a Oscar”. Cuando nos daba la espalda, llegábamos sigilosamente y todos a la vez le gritábamos y lo zamarreábamos.

_ ¡Hijos de puta!, nos decía, con la misma voz entre gangosa y metálica, y con el corazón en el culo del miedo.

Cuando nos sentábamos a hablar de trenes, minas y otras cosas de chicos en un pueblo chico, Oscar; que aportaba nada a la conversación, escuchaba atentamente y le prestaba una particular atención a quien fuera el dueño de la palabra. En realidad no hablábamos mucho de chicas porque siempre eran las hermanas de algunos del grupo y la cosa terminaba con más manos volando que en una discusión de sordos. Entonces jugábamos al fútbol: armábamos un solo equipo y jugábamos contra el viento. A Oscar lo mandábamos al arco o a jugar del lado del viento porque nunca daba un pase.

_ ¡Oscar, estoy solo! ¡Oscar, pateá! ¡Oscar, andate a al mierda!

Pero teníamos el tren. El tren era el sol; alrededor giraban nuestros mundos enormes de chicos en un mundo chico.

Usamos al tren para inventar un juego que se convirtió en ritual: caminábamos, casi una legua, para el lado de allá. Allí, las vías, que venían gusaneando, hacían una curva. En esa curva era dónde empezaba nuestro juego.

El tren, desde allí, no se veía venir. Acercando el oído a las vías, nunca mirando hacia el lado de dónde venía, podíamos escuchar un rechinar apenas audible que indicaba que en unos segundos doblaría y se aparecería frente a nosotros con su majestuosa soberbia.

Ese era el juego: mirar hacia el lado contrario, acercar el oído a un riel, escuchar el sonido tenue, casi igual al que hacían nuestros dientes cuando masticaban arena, y sacar la cabeza para avisarles a los demás que nuestro tren, en un minuto, nos volvería a maravillar pasando frente a los rostros mugrientos y brillantes de chicos en un pueblo chico.

Pero el boludo de Oscar casi no hablaba, no contestaba. De frente era una cosa, pero cuando nos daba la espalda ya no existíamos; nos desaparecía. Era como un adiós para siempre, de esos que no se voltea para mirar lo que quedó atrás, ni siquiera para saber si aun sigue allí. Todos los adioses de Oscarcito eran definitivos; si no lo corríamos y nos interponíamos en su camino, jamás respondía a un llamado.

Coincidimos en que no nos contestaba porque no le gustaba hablar y que eso se debía a que era medio gangoso. Al principio nos burlábamos; lo volvíamos loco con nuestras cargadas. La maldad de la inocencia de chicos en un pueblo chico no tenía límites. Un día dejamos de burlarnos, él se encargó de eso. No nos pegó, no se enojó; recibimos la más feroz de las tundas: la indiferencia.

Nos ignoró hasta hacernos pensar que nosotros no existíamos, que éramos seres de mentira. Esa fue nuestra primera aproximación a lo que pensamos era la muerte.

Oscar, que nos acompañaba siempre hasta la curva a esperar al tren que llegaba los miércoles y sábados a eso de las cinco de la tarde, nunca quería poner la cabeza en la vía para escuchar el sutil sonido y avisarnos que doblaría frente a nosotros llenándonos los rostros de polvo, asombro y felicidad.

Esta semana, volvió a mi memoria aquel día en que Oscar, por fin, se animó a poner la oreja en los rieles para oír al tren.

Hacía mucho calor, el sol de las cinco de la tarde quemaba como si se hubiera quedado dormido en el mediodía; el viento soplaba como si estuviera festejando su cumpleaños. Al cruzar el médano vimos volar tanta arena que pensamos que el viento lo estaba mudando de lugar.

Llegamos a la curva y Oscar se acostó, mirando hacia el lado contrario de dónde venía el tren, con la oreja a dos centímetros del riel. El tren venía, como siempre, con retraso. Oscarcito estuvo un largo rato así; no nos avisó.

El tren apareció en la curva y dobló acercándose, peligrosamente, a Oscar.

Le gritábamos pero, como siempre, él nos ignoró. El tren seguía su marcha y Oscar seguía con la oreja a dos centímetros del riel. Demasiada valentía, demasiado arrojo para nosotros.

Mientras nuestros dientes masticaban tierra y hacían el ruido de los rieles cuando se acercaba el tren, mientras los rieles, ante la presencia del tren, hacían el ruido de los dientes masticando tierra, Oscar también hizo un ruido.

“¡SCHRAFT!”, se escuchó.

Ese ruido fue un antes y un después en nuestras vidas; en especial en la de Oscarcito: el tren le había pasado por encima de la cabeza.

Hoy, cuando ya no soy chico en ese pueblo chico, recordé ese: “¡SCHRAFT!”; también recordé a los padres llorando en el velatorio.

Pero lo que más recuerdo de ese día es cuando, entre sollozos, la madre dijo que Oscarcito era sordo.

Que boludo este Oscar.

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