Cada año se generan millones de toneladas de residuos electrónicos en el mundo. Aunque el reciclaje parece ser la solución ideal, detrás de esta industria emergente se esconde un mercado opaco, con escasa regulación, tráfico ilegal y condiciones laborales alarmantes.
El rápido avance tecnológico y el consumo masivo de dispositivos electrónicos han convertido a la basura electrónica —también conocida como e-waste— en uno de los residuos de crecimiento más acelerado a nivel global. Smartphones, laptops, electrodomésticos y televisores tienen ciclos de vida cada vez más cortos, y una gran parte termina en vertederos o es reciclada de manera informal. En este contexto, el reciclaje de residuos electrónicos aparece como una actividad crucial, no solo para recuperar materiales valiosos como oro, plata o litio, sino también para mitigar el impacto ambiental de esta montaña de desechos digitales. Sin embargo, detrás de esta aparente solución sostenible se esconde un negocio cada vez más lucrativo… y turbio.
Según el informe Global E-waste Monitor 2024, el mundo generó más de 62 millones de toneladas de basura electrónica el año pasado, pero solo el 22% fue reciclada formalmente. El resto termina en circuitos paralelos, muchas veces ilegales, que operan sin controles sanitarios ni laborales adecuados, especialmente en países en desarrollo.
"Lo que no se recicla bien, contamina", explica Laura Méndez, especialista en gestión de residuos del Instituto de Medio Ambiente y Sociedad. “Pero lo más grave es que buena parte del reciclaje que se realiza hoy en día no cumple con estándares mínimos. En nombre del ‘reciclaje’, estamos permitiendo prácticas que afectan la salud de comunidades enteras y alimentan redes de corrupción”.
Uno de los aspectos más opacos del sector es la exportación de basura electrónica desde países desarrollados hacia naciones del Sur Global, especialmente en África y Asia. A menudo, estos residuos son declarados como “equipos usados” o “donaciones”, pero en realidad están inservibles. En Ghana, India o Nigeria, miles de personas —incluidos niños— trabajan en condiciones precarias, desmantelando dispositivos con herramientas rudimentarias, expuestos a sustancias tóxicas como plomo, cadmio y mercurio.
Además del problema sanitario y ambiental, existe un interés económico detrás del reciclaje informal: los dispositivos electrónicos contienen metales preciosos cuya recuperación, aunque costosa en plantas reguladas, se vuelve rentable en talleres informales sin medidas de seguridad. Esta realidad ha atraído a actores inescrupulosos que operan en las sombras, aprovechando vacíos legales y la falta de fiscalización.
En América Latina, el panorama tampoco es alentador. Si bien países como Chile, Colombia y México han avanzado en leyes de responsabilidad extendida del productor, su implementación es dispar y las empresas evitan rendir cuentas reales sobre el destino final de los residuos electrónicos. En muchos casos, los consumidores no tienen dónde depositar sus equipos en desuso, o desconocen qué pasa con ellos tras entregarlos a supuestos centros de reciclaje.
A pesar de este escenario sombrío, hay esfuerzos positivos. Startups de reciclaje tecnológico están surgiendo con enfoques innovadores, que van desde el reacondicionamiento de equipos hasta sistemas de trazabilidad mediante blockchain. No obstante, estos modelos todavía son marginales frente al peso de la economía informal del e-waste.
El reciclaje de basura electrónica es, sin duda, un negocio en crecimiento. Pero su consolidación como actividad sustentable y ética depende de una regulación más estricta, cooperación internacional y una mayor conciencia ciudadana. De lo contrario, lo que se presenta como solución verde podría seguir alimentando un mercado gris, tan rentable como nocivo.
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