Argentino hasta la muerte

Por Jorge Sigal.

Después de leer las recientes declaraciones del candidato uruguayo Pepe Mujica volví a posar la mirada sobre Diego Maradona, casi como una parábola de la Argentina.

Debido a una falla congénita nunca he podido disfrutar del fútbol. Sólo quienes padecen de esa disfunción saben de qué hablo. Viajar en taxi y desconocer que se está jugando un partido fundamental, que vendieron al Piojo o cómo forma la Selección puede poner en riesgo la salud mental –cuando no física– del disminuido. Considerada una de las peores ofensas al ser nacional, la afutbolemia debería ser contemplada como un derecho de minorías.

Varias veces intenté convertirme y fracasé. A cambio, como recurso de supervivencia, pude desarrollar un interesante sentido de observación. Mientras todos se divierten, yo observo. Como un voyeur melancólico e inofensivo.

Cierta vez, buscando recuperar la paternidad herida por esa discapacidad, llevé a mis hijos a la cancha de River. No recuerdo qué partido era, pero sí que jugaba el Burrito Ortega, quien, por los comentarios de la hinchada, no parecía estar en un buen día. Estábamos en la platea, con gente que se veía bien educada.

Antes de que comenzara el espectáculo, escuché que el tipo que estaba al lado nuestro era contador. Hablaba de "mi empresa" y de "mis empleados", utilizaba un lenguaje tibio y refinado y parecía dueño de una admirable bonhomía. Sin embargo, a pocos minutos de iniciado el partido, ya se había convertido en una especie de Hulk. Tenía la camisa afuera, había aniquilado las eses de su lenguaje, puteaba, se retorcía y escupía furia. Juraría, incluso, que se había puesto verde.

De todos modos, no fue la mutación en bestia del atildado contador lo que más me sorprendió, sino la clase de insultos que utilizaba, y que toda la platea repetía: "¡Frustrado!" "¡Resentido!" "¡Muerto de hambre!". Señalaba a jugadores exitosos, millonarios, "realizados", según el estatus que marca el manual del buen burgués. Pero para ese hincha desesperado –y para miles que lo rodeaban– eran símbolos de la derrota. La derrota genera impotencia. Y la impotencia necesita culpables, disminuir al otro, rebajarlo, aniquilar sus cualidades.

El equipo local fue derrotado y un espeso silencio se apoderó del estadio. Pude ver que el contador finalmente había recuperado las formas. Se retiraba, con la cabeza gacha pero hablando con normalidad. Las eses también se dejaban oír con nitidez. Había retornado su otro yo.

De las miles de veces que el fútbol se presentó ante mí como bofetada de realidad, una de las más impactantes sucedió en Turquía. Fue durante un viaje de trabajo, en 1995. Estaba, junto al fotógrafo Julio Giutozzi, en el Mercado Central de Estambul. En ese hormiguero gigante, donde todo se compra y se vende, ubicado en la otra punta del mapa, un simpático comerciante nos interpeló:

–¿Arguentina?

–Sí, Argentina –respondimos con orgullo.

–¡Arguentina: Maradona y cocaína! –exclamó el turquito levantando el pulgar.

Desde entonces he seguido atentamente a Diego Maradona. A diferencia de los que están dotados de pasión futbolera, yo fui observando sus múltiples –y a veces simultáneas– transformaciones casi como una parábola de la Argentina. Oficialista con Menem. Procubano. Ciclotímico. Fanfarrón. Nuevamente oficialista con Kirchner. Antinorteamericano. Procapitalista. Amigo de Chávez. Consumista. De pasado brillante. Con presente mediocre. Dando pinceladas de genialidad aun en la decadencia. Pícaro. Autoritario. Solidario. Buen tipo. Miserable. Inconstante. Machista. Liberal. Individualista. Socialista. Reaccionario. Conservador. Tramposo. Valiente. Bajalínea. Ocurrente. Astuto. Orgulloso. Depresivo. Excitado. Oportunista. Detestable. Querible. Definitivamente, Maradona es mi país.

Después de leer las recientes declaraciones del candidato uruguayo Pepe Mujica –que duelen, porque una cosa es que uno se sienta tarado y otra es que se lo digan desde afuera– volví a posar la mirada sobre el Diez. Y a entender por qué es el técnico apropiado para este momento argentino. El brillo del pasado haciendo fuerza para no sucumbir ante la decadencia del presente. Maquillado de políticamente correcto, se le escapa de tanto en tanto la tortuga. Busca desesperadamente conservar la silueta para mostrarle al mundo que el orgullo no se arría jamás. Aunque tenga que entregar las joyas, no se rinde. Refractario para aceptar cambios, se aferra desesperadamente a la gloria de otros tiempos. Impotente frente a los demás que ya no lo aprecian como antes, se pelea con la realidad. En suma, un técnico con huevos. Bien machito. No como el de los chilenos, por ejemplo, que cultiva el bajo perfil, la humildad y cree en el trabajo a largo plazo, en los proyectos; un tipo que no parece nacido en el lugar adecuado. Y por eso tuvo que mudarse. Porque acá volamos alto, le hacemos gambetas a la historia. Y allá, allá son conservadores. Frustrados y resentidos.

Comentá la nota