Colonialismos

Por Juan Carlos Junio

En circunstancias distintas lo que emerge es la disputa entre dos ideas y proyectos de país.

El jueves se cumplió un nuevo aniversario del inicio de la Guerra de Malvinas, una tragedia que impulsó a las Madres de Plaza de Mayo a decir “Las Malvinas son Argentinas, los Desaparecidos también”.

La dictadura cívico-militar se lanzaba a una aventura imposible: legitimarse a través de una confrontación directa con el Reino Unido, y su aliado EEUU, reivindicando una causa sentida por nuestro pueblo desde los comienzos de nuestra Historia como país soberano e independiente.

La imprescindible conmemoración del acontecimiento, con su fuerte carga simbólica se proyecta en términos políticos e ideológicos hasta nuestros días. El colonialismo, aunque anacrónico y perimido en términos históricos, es un acto de opresión que encuentra su justificación en la superioridad civilizatoria (política, económica, militar y cultural) de una Nación sobre otra, generando efectos que resulta importante repasar.

Si durante el siglo XVI en su primera oleada y en el último tercio del siglo XIX las principales potencias europeas capitalistas consumaron la virtual conquista de pueblos y territorios bajo inconcebibles fundamentaciones, a mediados del siglo XX la lucha de los pueblos sometidos al oprobio colonial logró grandes avances, liberándose de las metrópolis que los expoliaban. 

Nuestra Primera Emancipación –concluida con el triunfo americanista de Ayacucho en 1824– rompió los vínculos de sometimiento directo a la Corona española, pero la lógica colonial perduró en nuestro continente de las más variadas formas.

Con la Independencia se abrió una incesante disputa entre dos grandes tradiciones: una fundada en el ideario de la soberanía nacional, la igualdad, la justicia y la construcción de la Patria Grande americana. Otra, la configuración de países separados y sometidos a las grandes potencias mundiales, gobernados por élites oligárquicas que reproducían –en otra fase– las políticas y las estrategias económicas de esos países centrales.

En el caso argentino, en el bloque de poder concurrieron –no sin tensiones y contradicciones– núcleos que profesaban un liberalismo social limitado y antipopular, a la vez que intolerable para los adalides de las sociedades jerárquicas y confesionales. Pero, en general, si hubo una línea triunfante en la región fue la del imperialismo británico primero, y estadounidense después, aunque conservaron y reprodujeron relaciones y estructuras de colonialidad, tanto del saber como del poder.

Los gobiernos “independientes” de nuestros países asumieron un lugar subordinado en el orden capitalista mundial, organizando los territorios nacionales y sus economías en función de los intereses extranjeros. 

Hacia adentro, el neocolonialismo se reprodujo a partir del imaginario de una clase dominante parasitaria que justificó las opresiones sobre un pueblo con grandes diversidades a partir de argumentaciones de clase que incluían elementos racistas. Desde el genocidio ejecutado por la Campaña del Desierto hasta la Ley de Residencia contra extranjeros, a quienes se expulsaba acusados de subvertir el orden, pasando por el cuestionamiento a lo que la derecha oligarca denominaba “el aluvión zoológico” del peronismo, llegando a las desapariciones durante la última dictadura cívico-militar, promovidas por el Estado bajo cánones de la doctrina oscurantista de seguridad nacional.  

Volviendo al inicio, la paradoja de Malvinas es que el mismo poder político y cultural que asoló al país y lo entregó sin vacilaciones al capital extranjero fue el que llevó adelante la aventura guerrerista que terminó en una vergonzosa y dolorosa derrota, y costó la vida de centenares de nuestros jóvenes. 

No podía ser de otro modo, pues las Fuerzas Armadas no estaban entrenadas para la libertad sino para combatir a un supuesto “enemigo interno”, o sea a su propio pueblo, con oscuros campos de concentración y en el ejercicio de torturas y vejámenes. Crímenes de lesa humanidad que fueron denunciados y juzgados –algunos aún en pleno proceso judicial– gracias a la paciente resistencia de las organizaciones de derechos humanos y del movimiento popular y , desde 2003, por una decidida voluntad política de los poderes Ejecutivo y Legislativo y una digna parte del Poder Judicial.

En más de un sentido, la cuestión Malvinas nos remite al presente. Sigue siendo un enclave colonial, una supervivencia insoportable del siglo XIX que amenaza la soberanía argentina y del continente y resulta una rémora para el mundo multipolar que viene emergiendo de la crisis orgánica del capitalismo neoliberal. También porque la Corte Suprema de Justicia desestimó la posibilidad de juzgar las torturas y los vejámenes que durante la Guerra sufrieron soldados argentinos por parte de sus superiores, bloqueando por ahora la búsqueda de justicia que merecen nuestros veteranos, que siendo tan jóvenes combatieron en el conflicto del Atlántico Sur. 

En las novedades del siglo XXI se inscriben también otras batallas anticoloniales, como ocurre de manera señera en la lucha de nuestro país contra los fondos buitre y todo lo que éstos representan para el mundo democrático.

La oposición –comenzando por el candidato con más intención de voto, Mauricio Macri– convoca a pagar tal cual manda un juez de distrito de Nueva York, capitulando sin vacilar a las resoluciones arbitrarias e inviables de los representantes de una justicia con pretensiones imperiales.

En el fondo, ayer y hoy, en circunstancias distintas lo que emerge es la disputa entre dos ideas y proyectos de país. De un lado están quienes nos anuncian la exigencia de “volver al mundo”, de abrirnos a las inversiones extranjeras, de tomar los ejemplos de EE UU y Europa, de pagar las deudas externas sin prever las consecuencias sobre las deudas internas, con nuestro propio pueblo, e intentan retomar el timón del Estado. Del otro lado, las mayorías nacionales y latinoamericanas hemos seguido a pie juntillas la sugerencia del teórico de la descolonización Aníbal Quijano: “es tiempo de aprender a liberarnos del espejo eurocéntrico donde nuestra imagen es siempre, necesariamente, distorsionada. Es tiempo, en fin, de dejar de ser lo que no somos”

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