Intrigas y sospechas de pago chico

 Intrigas y sospechas de pago chico
El hombre había dejado señales por todas partes. Sin ir más lejos, cuentan, tres noches antes lo habría anunciado a viva voz mientras apuraba el último trago de cerveza en el bar de Liborio, frente a la plaza, recostado sobre la Municipalidad. El hombre había dejado señales pero nadie quiso verlas. Sin ir más lejos, cuentan, esa noche en lo de Liborio algunos comentaron a sus espaldas: “no pasa nada, es puro bla, bla; este Tayson es loco pero no es boludo”.
A César Aldecoa sus vecinos le decían Tayson desde mediados de febrero del año pasado cuando de un mordisco casi le arrancó la oreja al jefe de Gabinete municipal, Silvio Vidal, su archienemigo, quizá aún más enemigo y más odiado que el intendente Rodríguez con el que se conocía de toda la vida.

El hombre había dejado señales por todas partes y hasta en la cercana Necochea sabían que había viajado a ver un prestigioso abogado, especialista en derecho laboral, para pedirle ayuda. “Si me exoneran por culpa de este hijo de puta me tengo que ir del pueblo, nadie me va a dar trabajo”. Aquel mordisco a la oreja de Vidal -que incluyó otra feroz dentellada en la nariz y parte de la cara- había sido su perdición. Tenía un sumario interno en el Municipio y una causa penal prácticamente perdida con una orden de restricción que le impedía acercarse a Vidal a menos de 500 metros.

El hombre había dejado señales por todas partes. Y sus dichos y juramentos de venganza se habían convertido en la comidilla del pueblo, en la referencia de las sobremesas, en las charlas apuradas de la cola del banco y la panadería.

CONMOCION

Lobería es un municipio pequeño con menos habitantes que Ringuelet y muchísimos menos que La Loma, por citar referencia con algunos barrios de La Plata. En ese escenario de 14 mil almas que alguna vez se han cruzado en la calle, en la escuela, en el altar o el cementerio, lo ocurrido es equivalente a una tremenda explosión social. Poco se estaría exagerando si se afirma que no hay un solo o una sola loberense que no tenga vinculación laboral, de amistad o parentesco con esa primera gran fuente laboral que es el Municipio.

De hecho, ayer en la plaza principal uno de los comentarios era, entre la piedad y la malicia, “lo mal que lo deben estar pasando las chicas Aldecoa”. Las chicas Aldecoa son dos hermanas del acusado que desde hace mucho tiempo trabajan en la Comuna, en una oficina casi pegada a las de las víctimas de su hermano. El hombre había dejado señales por todas partes pero nadie lo vio venir. Ni siquiera su nueva pareja, con la que empezó a construir una historia después de haber enviudado en un marco doloroso, tan doloroso como puede ser ver morir de cáncer a la madre de sus hijos. La novia de Aldecoa –otra paradoja de pueblo chico- integró la lista de candidatos a concejales por la que el intendente Rodríguez fue reelecto en 2007. El hombre había dejado señales por todas partes pero nadie creyó que sería para tanto.

UNOS LITROS DE GASOIL

“El que roba un clavo se tiene que ir”. Esa era la frase de cabecera del intendente Hugo Rodríguez y solía repetirla, cuentan sus allegados, una y otra vez en las reuniones de trabajo y de militancia. Ahora, con el diario del lunes, muchos encuentran en esa frase la punta del ovillo que es el drama de Lobería.

Hace un año y medio, cuando César Aldecoa era todavía director del “Corralón”, la intendencia de Lobería decidió hacer arreglos en el camino al pueblito vecino y chiquito de San Manuel. Cuentan que Aldecoa dispuso entonces una partida de dos mil litros de gasoil para las máquinas. “Pero apenas deben haber arreglado ocho cuadras cuando el gasoil se había terminado… o sea, alguien se lo tomó”, dispara sin ahorrar ironía don Lorenzo Pincilotti, un loberense que ocupa un cargo de vocal en el Partido Justicialista.

La historia que se cuenta arranca en esos litros de gasoil y “algunas cosas más que faltaban del corralón”. Y quienes abonan esa teoría repiten como una máxima esa frase que el intendente Rodríguez llevaba como bandera: “el que roba un clavo se tiene que ir”.

Hacia enero de este año, Rodríguez le pidió la renuncia a Aldecoa que, cuentan, le dio una lista de nombres de empleados del Corralón, supuestamente responsables de esos faltantes. Pero, aseguran, el intendente Hugo Rodríguez no tomó ninguna medida con esos empleados y cargó toda la responsabilidad sobre su amigo y compañero de militancia, César Aldecoa. “Lo obligaron a renunciar y hasta sus compañeros del Corralón lo sacaron prácticamente a patadas”, cuenta don Nery Molina para desmentir así la versión del despido que circula desde que ocurrieron los crímenes. “Lo que hizo el intendente fue pedirle la renuncia y dejarlo como electricista raso, que era el cargo que Aldecoa tenía antes en la Municipalidad”, explica don Nery.

Durante semanas, cuentan, Aldecoa intentó convencer de su inocencia a su amigo y compañero, el intendente Rodríguez. No lo consiguió y así fue cocinando un resentimiento cada vez más espeso. Degradado, con un sueldo sensiblemente menor al de un director de área y con las habladurías del pueblo acumulándose en su espalda, como piedras en una mochila, Aldecoa empezó a buscar culpables de su infortunio. Y lo encontró en Silvio Vidal, el jefe de gabinete municipal al que en la noche del último sábado creyó ver caminando junto al intendente Rodríguez. Pero no era Vidal sino el director del Taller Protegido, Héctor Alvarez.

Se asegura que Aldecoa disparó a Alvarez a unos 120 metros de distancia, en la noche, y que esa circunstancia quiso que lo confundiese con su enemigo Vidal. “Los dos usaban barba candado, aunque parezca mentira, esa fue la desgracia de Alvarez”, comentaban ayer en el velorio de las víctimas.

Pero la historia del crimen que conmociona a Lobería sigue anclada a aquellos días de febrero último. Sintiéndose impune por ser un empleado de carrera, Aldecoa no dejó escapar la oportunidad para hacerle saber a Silvio Vidal cuánto lo odiaba. “Lo veía y lo puteaba de una punta a la otra de la plaza”, grafica Jorge, un empleado comunal conmovido por la tragedia.

Un mediodía de febrero de este año Aldecoa y Vidal se cruzaron en el Corralón. Se trenzaron en una charla caliente, infectada de insultos que duró muy poco. En el pueblo hay versiones encontradas sobre cuál de los dos tiró la primera piña. Lo cierto es que en esa pelea quedaron trabados, revolcándose en el piso casi sin poder mover los brazos para sacar golpes. Y ahí fue cuando Aldecoa, abrazado a su enemigo, lo atacó a dentelladas. “Yo jamás vi una cosa igual”, dice Roberto, otro empleado comunal, con los ojos abiertos y las manos en la cintura formando las manijas de una jarra. En esa pelea Vidal llevó la peor parte. Aldecoa casi le arrancó una oreja, parte de la nariz y le causó laceraciones en las mejillas. El sumario interno fue inmediato y desde el sindicato, políticamente afín a la UCR, a Aldecoa le dieron a entender que mucho no iban a poder hacer en su defensa.

Aquel salvaje ataque se transformó en una causa penal desde la que no era difícil orejear la baraja de un juicio civil por los daños y los perjuicios padecidos por Vidal.

ACORRALADO

“Era un hombre acorralado”, apunta en voz baja Mabel, una vecina de Aldecoa que asegura que siempre “fue una persona correcta”. La mujer dice haber conocido a la esposa de Aldecoa y sostiene que jamás oyó peleas. “Porque ahora dicen que era violento…tenía carácter fuerte, era de levantar la voz, eso sí”, admite la vecina. Desde un punto más distante, si se quiere, Valeria, otra vecina, tiene la misma impresión sobre Aldecoa: “estaba quemado en todo el pueblo por lo de los robos en el Corralón y la bronca de él era que al único que habían acusado y castigado era a él”. El hombre había dejado señales, pero nadie las vio. Quizá porque no eran muy claras o porque nadie quiso verlas.

Rodríguez tenía 63 años. Nació y pasó toda su vida en Lobería. Su familia y la de Aldecoa se conocían desde siempre. Los dos habían enviudado y se habían vuelto a casar. Estuvieron los dos en los velorios de sus respectivas esposas. Se acompañaron en las buenas y en las malas. Vivían, como todo el mundo en Lobería, a pocas cuadras uno de otro. También Héctor Alvarez, quien era padre de cinco pequeños hijos, era parte de un grupo que se conocía de memoria. Hoy nadie puede creer que las cosas hayan terminado como terminaron. ¿Aldecoa se volvió loco? ¿Vivió un proceso que lo llevó al desequilibrio y la más completa irracionalidad? Las respuestas empezarán a ventilarse ahora en la Justicia. Pero ya sobre la sangre derramada.

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