Olé vio el partido pegadito al Diez, que explotó y le dedicó el triunfo a quienes lo criticaron. "Ahora, que la chupen", se desubicó en medio del festejo.
Lemme lo persigue en su carrera loca hacia ningún lugar y le da letra a la fiera desatada, embravecida, fuera de sí: "Dejalos que hablen giladas, que hablen giladas ahora, Diego", le dice. Maradona lo ignora. Está encerrado en sus lágrimas y en las de Bilardo, cuando advierte que el grupo de jugadores festeja bastante más allá, en el centro del área que Romero supo defender hasta el pitazo final de Carlitos Yellow, un fenómeno de árbitro (para la Argentina; el mismísimo diablo para los uruguayos), un personaje histriónico que hizo todo lo posible por alejarse de cualquier conflicto.
Los jugadores cantan en ronda cerrada, abrazados, que "hay que alentar a la Selección" y que no les importa lo que digan "esos putos periodistas". Diego se mete en la ronda y reparte besos. Hay para Schiavi, para el Loco Palermo, para Masche, para todos. Fuera del círculo, los culpables filman, escuchan, graban. No chupan. Y el delirio sigue. Mientras Bolatti cuenta cómo fue el gol de la clasificación, Verón se lleva abrazado a Bilardo como quien apaña a un hijo. El tipo de experiencia es Verón, el frío, el que consuela y dice "ya pasó, Carlos", el que pone la nota de reflexión en medio de tanta adrenalina y pide reflexionar.
Mientras, la gran patota nacional se mueve de un lado a otro, hace pogo, recorre el césped y se para frente a la hinchada. No es la misma hinchada que pedía huevos el sábado pasado. Estos muchachos tienen bombos (hasta el Tula está), caras reconocibles dentro del fútbol de cada domingo y opina que "de la mano de Maradona, todos la vuelta vamos a dar". Como si fuera imposible sustraerse a los vaivenes anímicos del gran ícono nacional, la gente va de la desazón a la euforia, del desconsuelo al pronóstico bíblico de un éxito con el que Dios (Dios Diego, claro) nos redimirá a todos los argentinos.
Maradona para por última vez frente a la tribuna. Ya se le fue la tensión del partido, ya lo sacó a Messi de la cancha para dejar de jugar con uno menos, ya puteó a Mascherano por un cierre destemplado al lateral, ya hizo todos los cambios posibles para asemejarse quizás al hombre que más lo marcó en el fútbol (Bilardo, claro), ya escuchó que es "un cagón" por hacer esos cambios, ya se sacó fotos a pedido de la tribuna, ya le dijeron que con esa pechera roja parecía "un homenaje a Mercedes Sosa", ya le gritaron que deje de comer "porque va a explotar", ya saltó en el gol, ya corrió y se metió en la cancha para celebrar la clasificación. Ya no queda ningún uruguayo de los que le gritaron de todo para oír el cantito hiriente de la popular visitante: "A la Promoción, uruguayo, a la Promoción". Diego los mira, se ríe, llora otra vez. Se mete en el túnel que conduce al vestuario, pero antes de desaparecer hace un último gesto. Aprieta los puños, los agita, los levanta y muestra los dientes. Ya pasó el sufrimiento. ¿O esto recién empieza?
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