Hundir la mano en la basura

Por Diana Fernández Irusta

Es un documental sobre la basura. Una invitación, también, a observar el diario trajinar de una cooperativa de recuperadores urbanos. Y un discreto ensayo sobre la responsabilidad: la que encarnan sus protagonistas, la que quizás alguna vez asuman los espectadores.

Dirigido por Ulises de la Orden, Nueva mente-que se estrena este jueves- abre con una suerte de r acconto de eso que nos constituye, pero que preferimos ignorar. Basura. Más o menos repugnante, más o menos visible; siempre al borde de la eclosión. Las primeras imágenes cierran con "la montaña". Un paisaje imposible, allá en la Ceamse de José León Suárez: desperdicio sobre desperdicio sobre desperdicio, un megabasural atravesado por camiones que metódicamente arrojan residuos sobre una tierra demasiado exhausta.

Entonces, viene la historia. Cooperativa Bella Flor. Nacida del derrumbe económico y social con el que la Argentina inauguró este siglo. Recuperadores urbanos que antes fueron cartoneros, y apenas un poco más atrás, cirujas. Parte de los miles que, en plena crisis de 2001, buscaban entre los desechos restos de comida en buen estado, ropa en condiciones de ser usada, alguna herramienta, algún juguete. En aquellos días terribles, "la montaña" de José León Suárez era la meca de los que habían naufragado en la pobreza. Allí iban, de allí huían cuando se les prohibía -no precisamente con buenos modos- cirujear, y allá volvían, porque la supervivencia así lo demandaba. De aquellas jornadas nacieron varias cosas. El descubrimiento de que, además de eventual alimento, entre la basura había papel, cartón, vidrio: materiales reciclables, que habilitaban otro circuito. Ya no era solo cuestión de llevar "un fideo para que tus hijos coman", sino de recuperar elementos que podían ser reutilizados. Se había inaugurado un camino que los sacaba de la mera supervivencia. Y alivianaba en algo el peso insufrible de "la montaña".

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Los miembros de Bella Flor se organizaron, unieron fuerzas, aprendieron. Alguna vez expulsados violentamente de las inmediaciones del basural, hoy trabajan en el llamado Reciparque de la Ceamse. Se ganan la vida y, de paso y sin aspavientos, hacen un aporte al cuidado del medio ambiente.

Hace más de diez años, viajé a Canberra para realizar una nota sobre el modo en que la capital australiana había pasado al frente en la solución del problema de la basura. De la mano de ambientalistas y funcionarios, visité escuelas, casas particulares, espacios comunitarios. En esa ciudad, las políticas de "basura cero" habían surgido como una demanda de la sociedad civil que fue escuchada por la gestión pública: el circuito virtuoso -aquello de "reducir, reciclar, recuperar"- estaba inscripto en cada intersticio de la vida urbana. Recuerdo sentirme torpe y hasta un poco salvaje en un lugar donde a nadie se le ocurriría la poco civilizada idea de tener un tacho, solo uno, en su casa. Un día me llevaron a visitar una planta de tratamiento de basura. En un espacioso galpón unos operarios separaban residuos. Vidrio, papel, metal, plástico. Era 2005. Como una ráfaga, me vino a la mente la imagen de los cartoneros que, quizás en ese mismo instante, recorrían las calles de mi ciudad, sin protección ni prestigio ni nada, haciendo lo que en la capital de Australia era considerado el núcleo de una gestión ambiental correcta.

No es tanto lo que se transformó desde entonces, viene a decir Nueva mente. E introduce un dato: hay una persona del otro lado de esa bolsa de basura de la que tan rápidamente nos deshacemos. Alguien la abrirá, hundirá las manos en su contenido, seleccionará los materiales reciclables. Alguien con la voz y el rostro de los integrantes de Bella Flor y de otras cooperativas similares. Cómo no pensar en el simple acto de separar la basura en casa. Húmedo, seco: en lo mediato, un respiro al medio ambiente; en lo crudamente inmediato, un gesto hacia ellos.

 

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