Se fue octubre y no lo vamos a extrañar

Se fue octubre y no lo vamos a extrañar

“Si en algo están de acuerdo TODAS las clases sociales en este país es en la propiedad privada. De la casilla en un terreno hasta el barrio cerrado pasando por el departamento y el PH nadie está pensando en la colectivización de la vivienda”.

 

Tweet de Mauricio Corbalán.

 

Octubre, el mes del peronismo y las izquierdas, el mes que recuerda al 17 peronista, el octubre del 17 rojo, fue paradojalmente el mes de la propiedad privada. ¿Adónde hay que ir para remontarse a un lugar tan explícito para ese derecho en nuestra historia política? Mapuches, familia Etchevehere, Guernica, cada tema es un mundo, pero en el montaje –sobre todo mediático– donde no es lo mismo pero es igual se terminaron de conectar en una idea trabajada insistentemente: estamos viviendo una “amenaza a la propiedad privada”. Sería bajo distintas ópticas: la de los que invaden propiedades invocando derechos ancestrales, la de los que invaden expedientes, la de los que buscan el “atajo” ocupando tierras para obtener su propiedad. Los proletarios quieren ser propietarios, decía “Adelina”, mostrando que el derecho puede ser también una cuestión de clase. El viejo Marx, hasta sobre desempolvado estos días, le respondía a las Adelinas: hay propiedades y “propiedades” porque la existencia de algunas implica la privación de toda propiedad de muchos. El acceso a la propiedad privada está obturado de hecho para las nueve décimas partes de los integrantes de la sociedad. Democracia es también eso que se hace con lo que la propiedad privada hace del capitalismo. Volvamos. Sobre este miedo histórico, el de la “casa tomada” que cierta clase media y alta mira atentamente, se activa una amenaza que, señalan, contaría con el aval (por acción u omisión) de la fuerza gobernante. Hubo voces oficiales que intentaron desalentar esa impresión: Sergio Massa, Sergio Berni o Cecilia Todesca pusieron paños fríos. Massa admitió, sí, que en el frente no todos piensan lo mismo. Por lo pronto lo obvio: el gobierno argentino aparece a la defensiva porque no importa lo que decimos, importa de qué hablamos.

Un fantasma recorre el idioma político de estos días: cualquier cosa puede ser acusada de comunismo. Ya no es la palabra “populismo”, es una etapa superior: a los bifes. En la Argentina postdictadura se vivió algo así como el tabú de ser de derecha por razones “civilizadas” después de la masacre. Y en el fin de las ideologías la derecha cantó pri porque dijo: ya no hay derechas ni izquierdas, ganamos. El fin del mundo bipolar fue consagratorio. Quedaba Cuba, la brigada del café La Paz, el progresismo de mercado, las canciones de fogón, un santuario para nuestros muertos. Al mundo unipolar le fueron creciendo los excluidos, en fin, esa Historia se contó. Volvamos de nuevo. En este 2020 la Pandemia produjo todos los climas mentales (¡por un salario universal!, ¡te salva el Estado!, ¡infectadura!), y en ese degradé finalmente la palabra “comunismo” se instaló, como dice el antropólogo Pablo Semán, en el lugar de un significante vacío de las derechas. Empezó como una palabra del off, de las redes sociales, de exabrupto, pero ya organiza algo de esta época. ¿A qué se le dice comunismo? ¿Qué es lo “comunista” hoy en el idioma político? Dice Semán: “En la acusación de comunismo viaja la interpretación que imputa el malestar actual a lo que ata de manos la supuesta omnipotencia del emprendedor, al igualitarismo que carga sobre las espaldas de los mejores los fracasos de los peores, un combo de anarquismo económico y tradicionalismo vengativo”. Todo lo estatal será comunista. Todo lo gremial será comunista. El Papa, el hombre del siglo, es comunista en su última encíclica. Y así.

Kicillof acaba de cerrar una de sus semanas más difíciles. Debajo de la palabra “desigualdad” en cualquier diccionario debería figurar las fotos que vimos (en el loop en el que todo lo importante se convierte por momentos en las redes sociales). Guernica es una foto de la democracia de la desigualdad. De un límite, de un fracaso, de un avasallamiento. Ningún argentino de bien puede no lamentar esa foto. Pero la foto no necesariamente le hace justicia a la película entera, a su entramado, a su complejidad o, incluso, a su falla. El gobierno de la provincia intentó no llegar a ese desenlace. El jueves venció el plazo y se desalojó Guernica. Estiró una negociación en la que pudo dar salida a una parte mayoritaria de los ocupantes. La tarea interministerial del gobierno bonaerense fracasó en su tramo final; y a la vez confirmó que no quisieron hacer de Guernica un “caso testigo” de disciplinamiento social. Que el bosque de la complejidad política de este fracaso último no tape el árbol.

Pero más acá y más allá de Guernica, hay más Guernicas. Guernica es un Guernica de los mil Guernicas que hay en la provincia. Un síntoma. De hecho, esta misma semana se produjo otro “desalojo”. A mitad de octubre comenzó la relocalización voluntaria de más de 140 familias del Barrio La Bibiana II, ubicado sobre la ruta 23, cerca del centro municipal de Moreno. El conflicto llevaba más de un año: había comenzado luego de las PASO, a meses de la asunción de la intendenta Mariel Fernández. Según fuentes del distrito, “la reubicación está casi concluida, ya se mudaron todas las familias”. La toma de los terrenos -unas cinco hectáreas y media- tenía una orden de desalojo en segunda instancia pero, a partir del Protocolo de Actuación de la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, con la propuesta del Municipio, la Fiscalía General de Moreno convocó a una mesa técnica junto a la Defensoría General donde, finalmente, se llegó a un acuerdo con las familias: se les ofreció una reubicación en terrenos fiscales en el Barrio Manantiales, en Moreno Sur. Además, el Municipio les otorgó un contrato por tres años en el que se comprometen a pagar un canon de entre dos o tres mil pesos por mes. La municipalidad y Provincia censaron y entrevistaron a cada una de las familias. Lo seguro: va a haber más Guernicas porque el problema del techo florece en cada rincón sintomático de una provincia al límite.

Una palabra

El Frente de Todos en 2019 prometió salir por arriba del desastre que hizo el macrismo con lo que la democracia desigual hizo de él y lo logró: una campaña de unidad y desengrietada. Sin embargo el problema, el fondo de olla, subsiste porque no hay dólares. La Argentina quedó desplumada. Y no se trata solo del estado del Estado sino del estado de la política. Sin lugar para débiles, ni románticos. En este plata o mierda nos repetimos los derechos de la constitución para rearmar, como en un rompecabezas, los pedazos rotos de una sociedad en crisis. En todas sus crisis, la clase media con la soga hasta el cuello mira de reojo todo lo que el gobierno hace con “los últimos” y “los últimos” están cada vez peor. Mientras miramos con buena fe los resultados regionales de las últimas semanas, nos sumergimos en un momento aciago. Pero ese momento tampoco es la película completa: la complejidad de la época también está hecha de los esfuerzos de un gobierno que en estos meses miró de frente una situación sanitaria inédita, la gestionó con todos adentro –de casa y del Estado– y que ahora enfrenta la mayor dificultad como es gobernar en pandemia una agenda de pospandemia. No hubo sangre, pero ahora ya no hay tiempo.

La carta de CFK, interpretada hasta el cansancio, lateralmente mostró en sus detalles de estilo la radiografía política también de este presente: que no hay una síntesis. Más bien la carta subrayó los límites geográficos de las fuerzas e individualidades que componen al Frente. Las mismas fuerzas que, a veces, pareciera que moldean iniciativas de suma cero: la cuarentena que se sostiene, pero flexibilizada al máximo; el impuesto a la riqueza que enerva a la oposición, pero no recauda, y así, usando la fórmula paradójica de Tomás Rebord. Consensualismo es un medio para la profundidad política, no un fin en sí mismo. Consensualismo ahora también es crear anticuerpos para una Argentina que no puede organizarse, dicho brutalmente, “por derecha”. Cuando se habla con sinceridad con consultores de opinión pública casi todos coinciden en algo: la imagen del presidente no está tan baja como la sensación en la opinión pública. Aunque el gobierno parece actuar más por el reflejo de esa opinión pública que de ese otro “dato” de más larga duración que podría traducirse así: la gente que está sola y espera. La pregunta es, ¿hasta cuándo?

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