Cristina Kirchner ve el final de un ciclo político

Cristina Kirchner ve el final de un ciclo político

Por: Joaquín Morales Solá. Suponer que la vicepresidenta está inquieta solo por sus problemas judiciales sería subestimarla.

Cristina Kirchner está incómoda. A veces la ven nerviosa; otras veces, es ella la que observa con una mirada sombría. No tiene esperanzas para el 14 de noviembre. ¿Alguien la tiene en el Gobierno? Nadie. “Si me muestran un papel que asegura que haremos en noviembre la misma elección que el 12 de septiembre lo firmo en el acto”, dice un ministro con acceso diario a las muchas encuestas que encarga Alberto Fernández. ¿Por qué? “Porque la opción puede ser peor”, responde. Si se cumplen esos vaticinios, la de noviembre será la sexta elección nacional que perderá la imperial vicepresidenta en apenas 12 años. La derrota la buscó y la encontró en 2009, en 2013, en 2015, en 2017 y en las primarias de 2021. Solo la acefalía de un peronismo sin liderazgos naturales puede perdonar tanta pérdida. Todos los eventuales liderazgos fueron derrotados en los últimos comicios.

Suponer que Cristina Kirchner está inquieta solo por sus problemas judiciales sería subestimarla. La acecha el fin de un ciclo político. El kirchnerismo lleva 18 años en el control del peronismo. Caso único con Perón muerto. Demasiado tiempo, sobre todo si no se puede ofrecer poder electoral a los ambiciosos peronistas. Ella imaginó siempre (¿imagina todavía?) que su hijo Máximo sería el heredero de una monarquía electiva. No es una deducción. Es una información de la que puede dar fe Florencio Randazzo, que la escuchó explayarse sobre ese proyecto. Podía ser Máximo en 2023 o podía ser Axel Kicillof en ese año como un puente hacia la presidencia de Máximo Kirchner. Pero todos los caminos terminaban con Máximo como presidente de la Nación. La abrumadora derrota del 12 de septiembre y los malos pronósticos para el 14 de noviembre derrumban esa idea de otro Kirchner en la jefatura política del peronismo y del país. Ahora ella espera la traición. Tiene razón: el peronismo no es suicida, ni es paciente, ni es fiel. Aguardar otra cosa sería confundir la ilusión con el error.

El albertismo está en guardia. Ninguno de los que siguen al Presidente olvidan que el 13 de septiembre (el día después de la catástrofe electoral), Máximo Kirchner le exigió a Alberto Fernández que relevara a Santiago Cafiero de la Jefatura de Gabinete y que colocara en ese cargo clave a Eduardo “Wado” de Pedro, actual ministro del Interior. También le reclamó la destitución íntegra del equipo económico. De Pedro estaba presente en la reunión del Presidente con el vástago de los Kirchner. El Presidente se negó. Un día después sucedieron las renuncias de todos los cristinistas, incluida la de De Pedro. Y un día más tarde se conoció la carta pública de Cristina Kirchner, que terminó con la renovación parcial del gabinete. La inclusión en esa epístola de Juan Manzur como candidato a jefe de Gabinete fue una estrategia para cambiarlo a Cafiero con alguien que el Presidente no podía despreciar. Manzur fue uno de los dos gobernadores peronistas que ganaron las elecciones de septiembre. El otro es Gildo Insfrán, pero este es un fenómeno exclusivamente formoseño. Jamás podría salir de su provincia.

La relación política y personal de Alberto Fernández con la vicepresidenta Cristina Kirchner está rota, pero él se niega a consumar la ruptura pública

La negativa de Alberto Fernández a expulsar de la administración a Martín Guzmán y Matías Kulfas explica la posterior aparición de Roberto Feletti, con cargo de secretario de Comercio, pero con ínfulas de ministro.

Feletti es el “entrismo” cristinista (para usar un término trotskista que alude a la ocupación de cargos en lugares que no son propios) en la cartera económica. Cristina le dijo luego a Guzmán que había frenado la guillotina antes de que le cortara la cabeza. Hizo de la necesidad una virtud. Que sea entonces Guzmán el que firme los acuerdos (y los ajustes) con el Fondo Monetario. El país nunca entró en default con el Fondo Monetario. No, al menos, de manera voluntaria y pública. Incluso en 2001 y 2002, los sucesivos gobiernos peronistas que le siguieron a Fernando de la Rúa les pagaron los vencimientos a todos los organismos internacionales (o negociaron nuevos planes de pagos). Un default con el Fondo en la actual situación económica sería un trágico salto al vacío de un país y de una dirigencia gobernante.

¿Qué hará Cristina Kirchner, esa mujer impaciente y equivocada, el 15 de noviembre si el día antes la abatiera el fracaso? Algunos que la conocen sostienen que tratará de intervenir totalmente al gabinete de Alberto Fernández. Los que la conocen más suponen, al revés, que retirará a todos sus funcionarios y se dedicará a cuidar el 20 por ciento del electorado que todavía le es leal. El albertismo insiste en las orejas del Presidente: esta vez deberá aceptarles las renuncias a todos y nombrar un equipo totalmente confiable para él. Ningún albertista se explica por qué el jefe del Estado no le aceptó la renuncia a De Pedro cuando ocurrió el complot cristinista. “¿Puede un ministro del Interior intrigar contra el Presidente? ¿No es ese ministro, acaso, el principal operador político del Presidente?”, se preguntan algunos albertistas, ya más críticos que solidarios con Alberto Fernández.

Peor: ninguno justifica que no les haya aceptado las renuncia por lo menos a Victoria Donda, directora del Inadi, y a Martín Sabbatella, presidente de la Autoridad de Cuenca Matanza-Riachuelo. “¿Qué importancia electoral tienen ellos? ¿No hubiera sido un buen mensaje al cristinismo aceptar esas renuncias?”, preguntan. Las preguntas no tienen respuestas. El centro del problema es que un alejamiento del Presidente de su vice lo dejaría a aquel sin Congreso. Gran parte de los bloques peronistas están tomados por cristinistas y por camporistas. No importa, responden los albertistas. El Presidente deberá acordar con los gobernadores peronistas (que influyen en muchos legisladores) y con la oposición para sacar las leyes más necesarias. ¿Hay gobernadores peronistas para hacer eso? “Hay seis”, aseguran, porque los apartan a Insfrán y al gobernador del Chaco, Jorge Capitanich, que son equilibristas constantes y consecuentes. ¿Hay oposición para esa labor? “Habrá que acompañar en el Congreso las leyes sensatas. Solo eso. No habrá fotos de acuerdos en la Casa de Gobierno”, asegura uno de los principales dirigentes de Juntos por el Cambio. El 15 de noviembre también se abrirá la competencia por las candidaturas presidenciales en 2023, incluso en la oposición. “A un gobierno derrotado se lo ayuda a llegar a la próxima derrota, no se lo salva”, agrega aquel líder opositor.

Alberto Fernández y Cristina Kirchner tienen una sola coincidencia explícita: Sergio Massa no es confiable para ninguno de los dos. Massa tampoco significa mucho ya en términos electorales. Con solo 49 años logró alcanzar niveles casi idénticos de imagen negativa que Cristina Kirchner y Alberto Fernández. Estos podrán decir que ellos debieron conducir un país desquiciado, mientras Massa solo retozó esporádicamente entre cristinistas y anticristinistas. A Massa se le escurren entre los dedos los dos proyectos que tenía: ser un superministro de Economía después del 14 de noviembre o convertirse en el vicario del cristinismo en la presidencia en 2023. Por eso, frecuenta a Máximo Kirchner como frecuentó a Margarita Stolbizer cuando necesitaba un certificado de buena conducta. Stolbizer es la mujer que denunció a la familia Kirchner (incluido Máximo) por lavado de dinero en los hoteles familiares. Massa toca todas las melodías y está en todas las procesiones. Ya está demostrado que es solo un mito que el peronismo unido es imbatible. Néstor Kirchner, Daniel Scioli y el propio Massa fueron derrotados en 2009 por un advenedizo de la política, Francisco de Narváez.

Una cosa es el albertismo y otra cosa es Alberto Fernández. El Presidente repite el discurso contra el Fondo cuando lo hacen Cristina y el camporismo. Hace cristinismo verbal. Su relación política y personal con la vicepresidenta está rota, pero él se niega a consumar la ruptura pública. A Cristina, en cambio, solo la conmueve la inesperada fuga del destino.

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