Bolsonaro, Macri y la gente común

Bolsonaro, Macri y la gente común

Por: Joaquín Morales Solá. Una pregunta oportuna y frecuente en la Argentina es si las ideas de Cristina Kirchner y sus seguidores son coherentes con el tiempo que les toca vivir. La llegada de Jair Bolsonaro al gobierno de Brasil casi completa un paisaje sudamericano muy distinto al que vivió Cristina durante su largo reinado en el poder argentino.

A primera vista, al menos, las propuestas actuales de la expresidenta son extemporáneas, propias de políticos que seducían con muchas palabras y pocos resultados. Es difícil, y a veces imposible, homologar todas las cosas que hace y dice Bolsonaro, pero el presidente brasileño es el emergente de una crisis terminal del sistema político de su país, de la corrupción y la impotencia de sus viejos dirigentes. ¿No fue Macri en su momento, acaso, una expresión parecida de la política argentina, después de que colapsaran el peronismo y el radicalismo?

Muchos harán otra pregunta: ¿cumplió Macri con las expectativas que sembró antes y después de su elección? La respuesta, si se mira la economía, es que no. La explicación de por qué le fue mal es demasiado larga, pero podría resumirse en que debió lidiar con una herencia enorme y endemoniada, con una economía internacional en permanente cambio y con los propios errores de su gobierno. Bolsonaro hereda una economía parecida a la que recibió Macri, aunque con las lógicas diferencias de tamaño entre los dos países. Macri no puede ser Bolsonaro (no lo es) porque el presidente brasileño se aferró en lo social a posiciones extremas de la religión evangélica y se recostó también en los militares, que representan en Brasil una institución popular: el Ejército. Ni los evangélicos son tan importantes en la Argentina ni el Ejército es popular aquí.

Sea como sea, Bolsonaro está ahora al frente del primer país de América Latina, ya sea por territorio, por densidad demográfica o por el volumen de su economía. Es el principal socio comercial de la Argentina y el destino más importante de sus exportaciones industriales. Bolsonaro es la última novedad sudamericana en la dirección de políticos de centro derecha (o de derecha, directamente) elegidos por sus sociedades. Lo precedieron Macri en la Argentina; el chileno Sebastián Piñera , que relevó a Michelle Bachelet después del segundo mandato de esta, e Iván Duque, que asumió la presidencia de Colombia en representación del partido que lidera Alvaro Uribe, un caudillo con posiciones ideológicas claramente de derecha.

Los fenómenos electorales del mundo son espoleados en los últimos tiempos por dos temores sociales: la creciente inseguridad (que en otros lugares, y en parte aquí también, se atribuye a la inmigración descontrolada) y la inestabilidad económica como consecuencia de una globalización sin rumbo político. Por eso, Macri eligió el combate contra el delito común como uno de los temas de confrontación con Cristina. Patricia Bullrich se adelantó a Bolsonaro, aunque sería injusto decir que son lo mismo, pero no fue solo una decisión suya. Fue una decisión de Macri, que Bullrich ejecutó con convicción propia y con una dosis no menor de coraje. Para Macri y para Bullrich, primero están las fuerzas de seguridad y después el derecho de los delincuentes. Cristina Kirchner abreva, en cambio, en la doctrina jurídica de Raúl Zaffaroni, para quien sería mejor que el Código Penal no existiera. Una vez un colega suyo le preguntó a Zaffaroni para qué escribía libros sobre derecho penal si no creía en el Código Penal. Zaffaroni le contestó con sinceridad: "Porque quiero destruirlo desde adentro, crear una escuela de jueces y fiscales que lo interpretarán de tal manera que no quedará nada de él".

La doctrina Bullrich (la seguridad está primero que los delincuentes) ha hecho crujir a la propia coalición gobernante. Hay una diferencia soterrada, que nadie dice, con el jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, que siempre prefirió una mano más blanda por parte de las fuerzas de seguridad. La gestión de Rodríguez Larreta es imponente en materia de obras públicas y de mejoras en la calidad de vida de los porteños, pero muy opaca cuando se evalúa su gestión para controlar la seguridad. Motochorros, asaltos, turistas heridos o muertos por el delito, plazas ocupadas por bandas violentas son realidades que no cambiaron ni mejoraron. La impotencia de no haber podido garantizar en la Capital la seguridad del segundo partido entre River y Boca fue una vergüenza nacional. Otra disidencia con Bullrich, más evidente, fue la que protagonizó Elisa Carrió, preocupada por la posibilidad de que el protocolo de la ministra, que autoriza a las fuerzas de seguridad a disparar armas de fuego contra delincuentes en casos extremos, vulnerara derechos elementales de las personas, aun de las personas que cometen delitos. Sin embargo, es la gente común la que reclama por la seguridad, sea con el protocolo Bullrich, con los métodos más agresivos de Bolsonoro o con los duros partidos nacionalistas que crecen en casi toda Europa. Bullrich se ha convertido así en una de las ministras más populares de Macri.

Hay que ver qué hace Bolsonaro en su país cuando hayan pasado más de cuatro días de gobierno. Bill Clinton suele decir que "se hace campaña con la poesía, pero se gobierna con la prosa". Son dos momentos muy distintos. Bolsonaro toca, sí, algunas melodías que le agradan al presidente argentino. Una de ellas es la de un fuerte cuestionamientos a los regímenes autoritarios, y muchas veces criminales, de Venezuela y Nicaragua. El progresismo (o la izquierda) no puede explicar por qué no resolvió cuando estuvo en el gobierno aquellos problemas que afligen a la sociedad, y así le abrió paso a políticas más duras y realistas del otro extremo ideológico. Pero tampoco puede justificar su inexplicable silencio sobre la violación serial de los derechos humanos más elementales en Caracas y Managua. Son defectos no solo del progresismo argentino o latinoamericano, sino de casi todo el mundo. Los derechos humanos se olvidan en el altar de los negocios en algunos lugares del mundo (en Rusia, China o Arabia Saudita, por ejemplo) y en otros por el prejuicio de no aceptar lo que proclama la derecha política, aunque sea evidentemente cierto.

Otro punto de acuerdo entre Macri y Bolsonaro es el Mercosur. Es perfectamente comprobable que la alianza del sur de América había sido colonizada por cierta ideología durante los gobiernos de Cristina Kirchner y Dilma Rousseff. Bajo el liderazgo de ellas, el Mercosur le abrió las puertas a la Venezuela de Hugo Chávez; aprovechó una suspensión temporaria de Paraguay, que vetaba el ingreso de Venezuela, para darle a Caracas la membresía a la que aspiraba. Macri y Michel Temer suspendieron después a Venezuela. Pero la presencia de la Venezuela de Chávez y de Nicolás Maduro inclinó el Mercosur definitivamente hacia un lado de las ideologías y apartó de hecho a Chile de cualquier posibilidad de ingresar. Sería razonable que Macri y Bolsonaro no empujaran la oscilación del Mercosur hacia el otro extremo. Una coincidencia no menor entre ellos es que el Mercosur debe ser más abierto a los acuerdos comerciales con otros países o con otras alianzas de países. Esa política la adelantó el ministro de Economía de Bolsonaro, Paulo Guedes, cuando era asesor del actual presidente. "El Mercosur no es una prioridad para nosotros", dijo. "Tampoco el Mercosur, en sus actuales condiciones, es una prioridad para nosotros", respondió una inmejorable fuente del gobierno argentino.

Una conclusión que tampoco puede desconocerse es que las fuerzas políticas que gobernaron en los primeros años del siglo conservan una importante presencia electoral en Brasil y en la Argentina. Fernando Haddad, el candidato del partido que gobernó Brasil con Lula y con Dilma, sacó el 45 por ciento de los votos en el ballottage con Bolsonaro. Cristina Kirchner retiene alrededor del 30 por ciento de intención de votos. Los gobiernos del PT y de los Kirchner están siendo investigados por monumentales hechos de corrupción. No importa. Los sectores más vulnerables de la sociedad se refugian en ellos. Eso les alcanza a estos para estar en los primeros puestos de cualquier elección, pero no para ganar hasta ahora. La derrota es la mejor prueba de que son expresiones extemporáneas. Quizás porque el péndulo de la historia se fue a la otra orilla.

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