Alberto Fernández, en un cuello de botella

Por: Eduardo van der Kooy. Entre el drama sanitario y la situación económica.

Resultó llamativo el encomio con que Alejandro Vanoli, el titular de la ANSeS, explicó en estos días la eficiencia del organismo que comanda para conceder un subsidio de $10 mil a fin de mitigar las graves consecuencias económicas de la pandemia. Se trata de una suma por debajo de la que en esta emergencia conceden Perú y Brasil. Se inscribieron para percibirlo más de 12 millones de personas. Otros 3 millones se sumaron a la demanda de alimentos que ya reciben 8 millones. Lo informó el ministro de Desarrollo Social, Daniel Arroyo.

La fotografía desoladora describe una parte de la crisis social. Combinada con los datos del INDEC sobre la profundización de la pobreza en 2019. Los augurios para el primer trimestre del 2020 son dantescos.

Para añadir penumbra, ni el Banco Central, ni el gremio bancario, ni la ANSeS previeron que luego de más de dos semanas de cuarentena, la gente con más necesidades y edad asistiría en masa a cobrar sus haberes. Se las sometió al ultraje y al peligro de un contagio mortal.

Sobre esa plataforma viene aterrizando el coronavirus que pondrá a prueba la solvencia o no del sistema sanitario. ¿Hacía falta, frente a tal panorama, castigar la precaria armonía política? ¿Hacía falta enrarecer el funcionamiento futuro de la institucionalidad? Alberto Fernández​, el primer disruptor, debería recapacitar. Otra cuota, aunque menor, correspondería a la oposición.

Unos y otros estarían manipulando fuego en el momento en que la crisis global y local se está profundizando. La mecha resulta cada día más corta.

Los informes que el Presidente posee sobre los posibles efectos de la pandemia en el Conurbano son aterradores. Fueron aportados por intendentes del oficialismo y la oposición. En simultáneo, en apenas una semana, Alberto deberá tomar una decisión sobre la cuarentena cuando la realidad exhibe un dramático cuello de botella: el irrefutable cuidado de la vida se aparea con una economía moribunda incapaz de reaccionar con los paliativos instrumentados.

Buenos Aires acumula dos dificultades. La grave problemática social, que el peronismo y los demás incubaron por décadas, y una falta de destreza política de Axel Kicillof.

El virus que despuntó en distritos más o menos acomodados (Vicente López y San Isidro) se ha empezado a esparcir en zonas donde la pobreza convive con la marginalidad. Moreno está ahora a la cabeza del ránking.

Un intendente de la zona oeste reflexionó en un diálogo con este periodista: “Si cuando un delincuente es herido por la policía sus compinches lo llevan a punta de pistola a un hospital, ¿qué harán si se enferman con el virus?”. Describía la hipótesis de una comarca sin control.

Otro dilema de aquellos dirigentes es la falta de dinero. Cajas municipales vacías porque la gente tiene imposibilidad de pagar impuestos. El fenómeno se visualiza incluso en regiones sociales sin tanta estrechez. Un ejemplo: Vicente López recauda en promedio $18 millones de los comercios con vidriera a la calle; en marzo ingresaron apenas $2 millones.

El Presidente posee esa información porque los intendentes recurren con insistencia a él. El gobernador Kicillof no ha sabido construir aún algún puente de confianza con ellos. Su equipo está habituado a trabajar mucho más en las oficinas que en el territorio.

El ministro de Producción, Augusto Costa, se encierra en críticas a Mauricio Macri y María Eugenia Vidal. El único que contrasta con vida propia es Sergio Berni, el ministro de Seguridad. Reporta a Cristina Fernández. La vicepresidenta también está en contacto frecuente con los intendentes.

El Presidente soslaya esos escollos por dos motivos. No puede sumar tensión política en el Frente de Todos en medio de una emergencia cuyas consecuencias son incalculables. Pulsear con Kicillof sería además abrir una fisura con Cristina. Imposible. Esa retracción, probablemente, lo induce a ponderar con cierta exageración algunos asuntos externos.

Alberto creyó visualizar una conspiración de Cambiemos por los cacerolazos que sonaron en barrios de la Ciudad. La gente que protestó lo hizo en demanda de un ajuste de la política. Sucede que la clase dirigente, en estas cuestiones, siempre corre desde atrás.

Ocurrió cuando el Presidente inició su política de ajuste bajo el lema de la solidaridad. Que los sectores sociales que más tienen aporten para los que menos tienen. Solo una fuerte presión hizo que el Congreso analizara la reforma jubilatoria para jueces y diplomáticos.

La historia se repite: después del cacerolazo, Sergio Massa, propuso un recorte del 40% para los sueldos de los diputados, suspensión para el uso de automóviles y pasajes aéreos. Decisiones que no podría tomar de manera personal. Jueguito para la tribuna.

Aquel conflicto estuvo alimentado además por la impericia de la oposición. El interbloque de Cambiemos, que conduce el radical Mario Negri, y el jefe del PRO, Cristian Ritondo, habían propuesto al oficialismo y a Massa un recorte presupuestario temporal en el Legislativo. Que también se hiciera extensivo al Poder Ejecutivo. Resonó en esos ámbitos lo que el presidente Luis Lacalle Pou hizo en Uruguay.

En el ínterin salió un comunicado del PRO, impulsado por Patricia Bullrich, exigiendo la medida. Las redes, siempre enmascaradas, dieron paso a la convocatoria a una protesta. El radicalismo se quejó y no estuvo solo. Muchos dirigentes macristas criticaron la idea. Con Horacio Rodríguez Larreta, el jefe porteño, a la cabeza.

El Presidente tampoco colabora con el apaciguamiento del clima. Ha sufrido un giro en pocos días que no tiene todavía una cabal explicación. A los palos le intercala algunas palmadas como fueron las reuniones de la CGTy la UIA. Su mérito hasta ahora consistió en dirigir con mucha moderación la emergencia.

Adoptando decisiones drásticas envueltas siempre en un tono de concordia. Pero desde que comunicó la prolongación de la cuarentena sus formas mutaron. No pocos sostienen que el regreso de Cristina desde Cuba pudo haber resultado influyente.

Los episodios fueron varios. Aquel domingo fatídico calificó de “miserables” a los empresarios por el desfase en la emergencia de muchos precios de alimentos. Una música que en la Argentina repica desde hace décadas.

No puede haber dudas sobre la existencia de especuladores. Pululan en el planeta tierra. Alguna vez la clase gobernante debería reparar en una interpelación. Muchos de los empresarios aludidos representan a cadenas internacionales. En otros países ni necesitan especular ni provocan inflación. ¿No residirá el verdadero problema en el funcionamiento del sistema local?.

Después sobrevino la fricción con Paolo Rocca, el CEO de Techint. Fue a raíz de una decisión inoportuna -el despido de 1.450 obreros- por la paralización de obras públicas en tres provincias. La posibilidad estaba contemplada en el convenio laboral con la UOCRA para momentos excepcionales, con la cobertura de un fondo de desempleo.

Tanto es así que el gremio, conducido por Gerardo Martínez, hizo un cuestionamiento a aquella decisión menos agraviante que el presidencial. Rocca ha sido siempre un empresario mal visto por Cristina. Nunca se supo lo mismo de Alberto.

El broche a este retorno a la política desangelada, con la pandemia en ciernes, el Presidente se encargó de colocarlo con su desmesurada reconciliación con Hugo Moyano​. Una de las figuras públicas más impopulares. En la política y en el fútbol. La cuestión habría que desbrozarla en dos planos: el del contenido ético y moral con que Alberto suele sazonar sus mensajes; el de las necesidades políticas objetivas.

El Presidente viene apuntalando su relato, desde el inicio de la gestión, con invocación a los valores. La solidaridad sería el principal de ellos. Haber calificado a Moyano de “dirigente sindical ejemplar” implicaría el riesgo de deslegitimar la columna vertebral de su construcción discursiva.

Sus palabras chocaron con los hechos en la propia escena. Alberto descerrajó el elogio al inaugurar un sanatorio del sindicato de camioneros en Caballito. Fue la tercera inauguración desde el 2009, entonces con la presencia del ministro de Salud, Juan Manzur, y el faltazo de Cristina. Enemistada con Moyano.

Después le tocó el turno al macrismo, representado por Diego Santilli y Jorge Triaca. El sanatorio nunca abrió sus puertas. Por la compra y refacción del establecimiento hay también una causa judicial con sospecha de lavado de dinero por $220 millones. El recorrido podría seguir con otras investigaciones judiciales, incluso en Independiente. ¿Cuál sería la ejemplaridad?

El plano político podría mechar también algo de nostalgia. Alberto sabe -lo evocó- como Néstor Kirchner inició en el 2003 la articulación de un poder que no tenía con la alianza con el líder camionero. Fue una prestación mutua. El gremio no paró de crecer y recibir favores. El Presidente se ilusionaría quizás con repetir esa historia.

Las condiciones, sin embargo, resultan antagónicas. Aquella economía estaba en alza. Ahora en desbarranco. Ese cuadro atizaba la expectativa social. No es lo que sucede en este tiempo, al margen del reconocimiento que tenga la figura presidencial. El respaldo público aparece y se esfuma en un soplo.

Moyano podría ser un soporte atendible si, como teme Alberto, la pandemia termina por dañar todavía más el tejido social. Su gremio participa en la distribución de insumos esenciales. De todo tipo. Desde los alimentos hasta la plata. En una situación crítica ni la figura presidencial, ni los feligreses de Cristina ni el Frente de Todos alcanzarían como dique de contención. Hugo sería, en ese caso, una reserva. Nunca moral.

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