Volver a la naturaleza

Volver a la naturaleza

El tresarroyense Edgardo D’Annunzio, de 35 años, es literalmente un ermitaño. Vive aislado, evitando el contacto permanente con la sociedad, en una rústica cabaña de madera, entre los médanos, a ocho kilómetros de Claromecó. Una experiencia increíble, que incluye novia francesa y días de novela. “El Periodista” visitó su morada y lo entrevistó en exclusiva  

A ocho kilómetros de Claromecó por la costa en dirección a Reta y desde allí unos ochocientos metros médano adentro, en medio de un mágico bosque marítimo, el tresarroyense Edgardo D'Annunzio, de 35 años, vive aislado de la civilización. Habitante solitario de una rústica cabaña de madera, no tiene nada..., o lo tiene todo.

Edgardo es, literalmente, un ermitaño. Eligió profesar una vida ascética, en soledad, evitando el contacto permanente con la sociedad. “Ermitaño” proviene primero del griego, y después del latin, y significa “del desierto”. En sentido laxo, el término se extendió para representar a todo aquel que vive aislado, apartado de los vínculos sociales.

Edgardo es carpintero, y trabaja “lo menos posible, solo para satisfacer las necesidades básicas”. Lo hace en Tres Arroyos, “donde viajo lo menos que puedo”, en un taller “lindo, grande, bien equipado”, que es de su tío, y antes perteneció también a su padre. Se especializó en réplicas de muebles antiguos, mezclando en la labor carpintería con ebanistería. “Voy a Tres Arroyos cuando tengo algo fuerte que hacer, por lo general trabajos pactados, y ni bien termino me vuelvo al rancho. No me gusta estar mucho tiempo ni involucrarme en los rollos de la ciudad”, confió a “El Periodista”, a quien recibió en su cabaña entre los médanos, un mediodía de diciembre.

Sin electricidad, televisión, computadora, teléfono e incluso reloj, el ritmo de la naturaleza marca sus días. Amanece con el sol y se acuestan juntos, cuando la noche y el silencio, solo interrumpidos por el sonido del mar, arropan la cabaña de madera. “Me acuesto a la noche, cuando el sol se va, debe ser más o menos a las 9 de la noche. Me levanto con el sol, supongo que tipo 5.30 o 6. Desayuno bien, tranquilo. Me voy a la playa a caminar, y luego me dedico a cazar”, describió.

La caza es por necesidad, para la subsistencia: “lo que mato me lo como”, graficó sin más. Y enumeró la lista de potenciales presas que ofrece el entorno: “Liebres y patos es lo que más abunda, pero hay de todo. Perdices también, aunque ahora no tanto; coloradas. He comido de todo, incluso víboras, que las hay, como culebritas y yararás. Una vez encontré una víbora casi dentro de la cabaña, y decidí probar”, dijo. La elaboración no se ató a ninguna receta, fue pura improvisación: “hervida, con arroz, tomate y cebolla”.

Edgardo asegura que “con el agua tengo todo”. Y se refiere a un pozo, del que extrae el vital liquido. Por lo demás, no extraña nada. “Me encantan las velas, las farolas a querosén, cómo ambientan las cosas; cortar la leña, prender la salamandra. Disfruto eso y el trabajo de hacerlo. Son cosas primitivas, creo que con el correr del tiempo nos hemos alejado de eso que nos pertenece en busca del confort, de lo cómodo, de lo rápido. Para mí tiene un gran valor volver a las fuentes, como cazar lo que vas a comer. Es darle un sentido más a la vida, una cuestión más existencial”, argumentó.

Camino de ida

Edgardo D'Annunzio nació en Tres Arroyos. Hizo la primaria en el Colegio Holandés y el secundario en el Colegio Nacional. De ahí, a los 18, “con el pretexto de estudiar”, se fue a La Plata, donde estuvo un par de años, y luego a Buenos Aires. “Me fui más con la idea de despegar un poco del pueblo que de estudiar”, confesó.

Tenia “más o menos 22” cuando recaló en Dunamar, sede de la casa de veraneo familiar, y ahí se quedó. “Laburé de peón de albañil, de pocero, me metí en la pesca un tiempo largo, también soy carpintero... hice varias cosas a la vez”, enumeró.

Y tuvo familia. “Me junté con una chica de acá, de Claromecó, con quien tuve dos nenes”. Los nenes se llaman Antonia, actualmente de 9, y Salvador, de 7. Fue tiempo de “una vida convencional, con perro y todo”, hasta que se terminó.

Una crisis sentimental mezclada con problemas laborales puso fin a “la vida convencional”. Fue hace unos cuatro años atrás. “Me separé, se me chifló el moño y me vine al rancho. Traté de dejar absolutamente todo”, confió.

Todo no fue posible, aunque sí lo suficiente como para tomar real distancia. “Cuesta, porque el vínculo lo tenés. Tenés que laburar, aunque trataba de trabajar lo menos posible, cubrir los gastos básicos y permanecer acá (en la apacible cabaña) la mayor cantidad de tiempo posible”, indicó.

Los primeros años, con su ex pareja, tuvieron una tenencia casi compartida de los hijos. Hasta hace dos, que los pequeños se mudaron a Mar del Plata, con la mamá. Desde entonces, vienen a pasar los veranos con Edgardo, a su solitario paraíso entre las dunas y cerca del mar, en una experiencia única.

Made in USA

El “rancho” que habita Edgardo tiene su propia historia, y seguramente será motivo de otro artículo en estas mismas páginas de “El Periodista”. Lo construyó David, un norteamericano que llegó a Claromecó con su novia alemana, a principios del 2000. “Esta cabaña la debe haber hecho entre 2002 y 2003”, evaluó.

David vino desde Estados Unidos en camioneta, recorriendo distintos países, y según parece se enamoró de Claromecó. Compró un campo, dentro de cuya extensión construyó la cabaña. “No alcanzó a terminarla, pero el 90% de la cabaña es su obra”, destacó Edgardo.

¿Por qué David eligió este lugar? La respuesta a la pregunta queda pendiente. Pero tal vez sea igual o cercana a la que profirió D'Annunzio, que también ha recorrido un largo camino antes de llegar a casa. “Yo he conocido muchos lugares, y esto tiene un encanto muy particular. Por ejemplo, prefiero esta costa, y no la del Mediterráneo; son gustos. Prefiero lo salvaje, lo auténtico. Creo que a David le debe haber pasado lo mismo, porque recorrió mucho camino... y mucha costa”.

Aunque Edgardo desconoce los detalles, parece que el norteamericano no pasó mucho tiempo en la cabaña. Vendió el campo -unas ciento cincuenta hectáreas-, y su construcción. La larga extensión de territorio transitó por distintas manos hasta que la adquirió Oscar, un rosarino amigo de D'Annunzio. Y juntos emprendieron la noble tarea de recuperar la cabaña, proporcionándole renovado aspecto.

“El rancho estaba destrozado, producto del vandalismo. No tenía vidrios ni chapas. Con Oscar nos pusimos de acuerdo y lo recuperamos. Colocamos las chapas, los vidrios, la vajilla, las instalaciones, los sanitarios...”.

Y si el campo es de Oscar, la cabaña es de Edgardo. “La cabaña es de quien la habita. Me pertenece más a mí porque la conozco, la utilizo, me representa”, dijo orgulloso.

Sin convenciones

Hace cuatro años que Edgardo D'Annunzio habita la cabaña de los médanos, “el rancho”. Llegó al lugar tomando distancia de una crisis emocional, pues venía de una separación. Y también laboral. “Se juntó todo”, dijo y añadió: “ya lo tenía en mente desde hacía tiempo, y encontré que era el momento. Fue en 2010”.

Lo que para cualquiera hubiera resultado un cambio drástico de rumbo, no fue sin embargo para “el ermitaño” más que retomar la senda. “Antes tenía un tipo de vida similar a ésta. Después me junté, tuve familia y me involucré en un rol más normal, una vida más convencional. Con trabajo, las obligaciones de la vida social. Pero mi estilo de vida previo era éste. Digamos que lo sostuve por bastante tiempo, hasta que no dí más. Y volví a la vida que había abandonado, como que retomé el camino”, expresó.

El legado paterno influyó, sin dudas, en la decisión de Edgardo. Añoranzas, que arrojan certezas. “Siempre soñé y desee vivir así. Desde que me acuerdo. Lo heredé de mi viejo, que siempre nos llevó a lugares así de vacaciones: simples, al aire libre, con pocas comodidades, básicos”.

Dos pisos y mirador

La cabaña es de madera, tiene dos pisos y torre de observación. En la planta baja, cocina, living y comedor; arriba, escalera mediante, un amplio dormitorio. Y encima de éste el mirador, desde el cual se pueden ver el campo y el mar.

Un barra separa la cocina del living comedor. El anafe, asistido por una garrafa de gas, fue antes a gasoil. En medio del ambiente, una salamandra, con un tubo que atraviesa el cielorraso, comparte el calor de abajo hacia arriba. En el centro de la mesa, un candelabro prácticamente escondido debajo de velas derretidas. Colgando, alguna que otra lámpara de querosén.

En la galería de acceso no pasa desapercibida una regadera que pende del techo, convertida en improvisada ducha. Detrás de la cocina, una puerta permite el acceso al sanitario.

Libros y fotografías tapizan las paredes. Lecturas para alimentar el intelecto e imágenes que proveen sustento al alma.

El calor sofocante del verano se hace sentir con vehemencia en la cabaña, tanto como los impiadosos temporales de lluvia y viento, el último de los cuales destrozó los vidrios del mirador.

Siempre tendremos París

“Siempre tendremos París”, dice Ingrid Bergman en la célebre película “Casablanca”. Y seguramente también lo dice Ana, la prima lejana y novia de Edgardo, actriz parisina a la que al menos una vez al año “el ermitaño” visita en Francia.

Se encontraron en Claromecó hace dos años, y se enamoraron. “Tenemos un romance muy fuerte, y trato de ir lo que puedo y venir acá lo que puedo. Estoy tres o cuatro meses allá, y otro tanto acá, voy y vengo”, dijo.

El amor obliga a Edgardo a tomar contacto con la civilización, a cruzar el océano. En ese contexto, aprovecha los viajes en que visita a su novia, que vive en un pequeño poblado cercano a la capital, también para trabajar. “Cuando estoy allá trabajo de lo mío, y el resto del tiempo viajamos, compartimos lugares, amigos. En Europa los oficios son valorados, mucho más que acá. Porque no los hay y porque es una sociedad de consumo. Los oficios murieron, y se han quedado, por ejemplo, sin la posibilidad de un carpintero. Entonces se valora mucho más que acá”, esgrimió Edgardo.

Protagonistas de vidas antagónicas, ni la distancia ni sus encontrados mundos parecen haber mellado en la pareja, sino más bien todo lo contrario.

“Ana es actriz, trabaja en París. Cuando voy me quedo en su casa. Tenemos una relación no convencional, con un gran corredor de aire entre nosotros, que es el Atlántico”. Y como Edgardo va a Francia, Ana viene a la cabaña. “Ella ha venido, y vendrá este verano. Le encanta esta vida, la apasiona. Lo suficiente como para venir, y más. Lamentablemente su oficio, su arte, no le permite despegar de París. Para desarrollarse en su profesión, es el mejor lugar donde puede estar”.

Naturalmente

Antonia y Salvador, los hijos de Edgardo que viven con su ex pareja en Mar del Plata, concurren todos los años a pasar el verano con su padre. Y tienen en la cabaña de los médanos su lugar de encuentro. Así lo testifican las fotos que pueblan las paredes de madera de la cabaña, clavadas con chinches. Llegan en diciembre, para pasar las Fiestas, y se van en marzo, cuando están por iniciar las clases.

“Trato de transmitirle a mismos hijos la posibilidad de que vean que hay una forma distinta de vivir, de disfrutar de las cosas. Cuando vivían en Claromecó teníamos con la mamá una tenencia casi compartida, íbamos y veníamos todos los días. Hace dos años se fueron a vivir a Mar del Plata, y ahora pasan los veranos conmigo”.

Según Edgardo, los chicos aprecian y disfrutan la vida natural de las vacaciones. “Son pibes felices, están chochos de la vida. No necesitan tele, ni compu, ni nada. Están bien, contentos con lo que tienen. Todo el día haciendo cosas, dibujando, pintando, juntando caracoles, huesos fósiles. Y a la tardecita están que se duermen arriba de la mesa, cansados y contentos; así que una ducha, una cena y a la diez de la noche están durmiendo. Y cuando veo eso se me hincha el pecho de alegría”, compartió.

Cuando se van, pasado el verano, hay una crisis natural, que es la de la separación. Tomar distancia del papá, y del lugar. Al principio Edgardo se preocupó incluso por el contraste, la vuelta a la civilización de los pequeños, pero se mostró asombrado por su capacidad de adaptación. “Cuando nos separamos, sobrevienen dos o tres días duros. Pero la capacidad de adaptación de los pibes es asombrosa. Hablo por teléfono y ya están jugando en lo de algún vecino..., es la vida que sigue”, refirió.

Perro de Pavlov

D'Annunzio lleva una suerte de bitácora en la que anota, a diario, los pormenores de su solitaria existencia. Y cada tanto recurre a sus páginas para mirarse en el espejo y reencontrarse consigo mismo.

La tinta impresa sobre hojas amarillentas reflejan la cotidianeidad, no exenta de memorables anécdotas. Como la de su primera semana de caza, en procura de alimento para subsistir, que bien podría titularse “Perro de Pavlov”.

“Cuando vine, me fije como meta arreglármelas con lo que tenía. Y había poca comida: un paquete de harina, otro de arroz, una pocas verduras. Tenía un arma, pero nunca había tirado un tiro. Una semana completa salí a cazar, sin obtener ninguna recompensa. Al séptimo día de 'guiso guacho', de verduras y arroz, recuerdo que veía una liebre y se me hacía agua la boca, un exceso de saliva”, graficó Edgardo.

Compañero de caza era Toro, su perro, que ahora ya grande vive en el pueblo, con Carolina Mulder. “Salíamos juntos a cazar, y siempre me jugaba en contra. Porque veíamos una liebre y 'Toro' corría detrás antes de que siquiera pudiera apuntar. Al séptimo día, salíamos de la cabaña y veo, detrás de unos tamariscos, las orejitas paradas de una liebre. La sensación recurrente en mi cuerpo: saliva, taquicardia... Apunté, tiré y acerté. ¡Qué alegría! También lo fue para 'Toro', que salió corriendo, agarró la liebre y se la llevó. A cien metros de distancia se paró, mirándome con la liebre entre los dientes, mientras yo trataba de convencerlo de que viniera, que la trajera. Pero 'Toro', al igual que yo, era también un Perro de Pavlov. Pasaron larguísimos minutos hasta que accedió al acuerdo, y esa noche compartimos un memorable estofado de liebre”.

“Lo mejor que me ha pasado”

Edgardo D'Annunzio no recuerda una sola vez en que su convencimiento haya flaqueado. No siente miedo, ni soledad. Y advierte que los problemas no están allí, en su rústica pero acogedora morada, sino en la sociedad: la inseguridad, los conflictos.

“La sociedad es bastante hija de p.... Yo no me banqué, ni me banco, ese sistema social, con estructuras, leyes, que impone héroes y anti héroes; arbitrario, que hace que estés arriba o abajo en un solo paso. Es un juego que no me gusta, en el que todos salimos afectados. Más allá de su costado positivo, que también lo tiene, hay cosas muy tristes e injustas que pasan en la sociedad y yo no quiero ser parte. Mi experiencia me ha demostrado que esta vida que llevó es lo mejor que me ha pasado”, concluyó.

Comentá la nota