La violencia desborda a Egipto y suma otros 80 muertos

La violencia desborda a Egipto y suma otros 80 muertos
Es el saldo de los choques entre policías e islamistas que reclaman el regreso al poder de Mursi, el presidente derrocado. La cifra se agrega a las más de 600 víctimas del miércoles. Hoy, más marchas.
El baño de sangre no cesa en Egipto, que se asoma peligrosamente a la guerra civil. Al caer el sol, bajo el toque de queda declarado junto al estado de emergencia por el gobierno interino, aún se oían anoche en El Cairo disparos y ráfagas de fusil. Barrios enteros se transformaron en verdaderos campos de batalla, en una sangrienta jornada que sumó al menos otros 80 muertos al brutal saldo de más de 600 víctimas fatales de la represión policial del miércoles. Al cierre de esta edición las fuerzas militares rodeaban e intentaban ingresar a la mezquita Al Fath, utilizada como morgue de emergencia. Allí resistía un importante grupo de islámicos, que reclaman el regreso al poder del derrocado presidente, Mohamed Mursi, en julio último.

La extrema violencia ganó las calles desde el despuntar de la jornada, en un “viernes de ira” que tiñó de rojo sangre a varias ciudades del país tras las plegarias musulmanes del día. Hacia el mediodía, miles de manifestantes llevaban ya veinte minutos estancados en la Corniche, una de las zonas más exclusivas de El Cairo, en la que se concentran los principales hoteles. Venían del distrito de Giza y, según aseguraban, se dirigían pacíficamente hacia la plaza de Ramses, el punto de encuentro en el que habían de confluir la veintena de movilizaciones convocadas por los grupos islámicos favorables a Mursi. Pero al aproximarse al lujoso hotel Kempinsky, la Policía impuso un cordón de seguridad y les impidió el paso. Aparentemente, porque temían que se aproximaran a la vecina plaza de Tahrir, uno de los principales símbolos del levantamiento del pasado 3 de julio.

Tras varias llamadas de advertencia los efectivos policiales comenzaron a lanzar gases lacrimógenos contra los manifestantes, que se replegaron junto al hotel Four Seasons e improvisaron su propia barricada con rocas, señales de tráfico, troncos y todo lo que encontraban por la calle. Decenas se veían afectados por la inhalación de los gases. Otros manifestantes los asistían dándoles trozos de cebolla para facilitar la respiración y les rociaban con agua para que se limpiaran los ojos. “Estos gases no cumplen con la normativa internacional”, gritaba Bassem de forma entrecortada por los estornudos. De pronto otro joven que está a su lado, con los ojos rojos, comenzó a vomitar.

De repente se escucha …¡pan!, ¡pan! La policía se impacienta y empieza a disparar con munición real. A diferencia de otras marchas en las que alguno de los manifestantes iba armado, en ésta no se ven armas de fuego entre los que protestan. Aún así, los agentes disparan contra ellos aprovechándose del nuevo decreto gubernamental que les autoriza a dispersar las manifestaciones con balas de plomo. ¡Pan! ¡pan!, un joven cae abatido en medio de la calle, para ser rápidamente subido a una motocicleta, entre medias del conductor y de otro que se coloca detrás a modo de tope, llevándoselo rápidamente a la clínica más cercana.

A pesar de los disparos los manifestantes se reagrupan y vuelven a la carga. Cada cinco minutos cae alguno gravemente herido, pero parecen determinados a aguantar la barricada, en parte también debido al parapeto que les presta la entrada del Four Seasons. Alguien señala la presencia de un francotirador sobre una azotea cercana, pero no le prestan gran importancia debido al pequeño ángulo que tiene entre los edificios.

Pero igual silban las balas. La ráfaga de munición procedente de una ametralladora destroza los escaparates del hotel.

Dos jóvenes se desploman muertos. Presentan sendos impactos en sus cabezas y la sangre brota a borbotones.

Al fondo, un comando de las unidades especiales de la policía. Con uniformes y pasamontañas negros, suben serpenteando por entre las columnas de la rampa de vehículos. Armados con fusiles de asalto Kalashnikov o con escopetas de un calibre todavía mayor, disparan contra el primero que se les pone a tiro, aprovechándose de la impunidad que les concede el estado de emergencia nacional.

La gente huye despavorida por la misma avenida junto al Nilo por la que llegaron. Detrás quedan cientos de adoquines arrancados del pavimento y lanzados como proyectiles contra los agentes, miles de cristales rotos por los disparos y múltiples charcos rojos … Al final, la “jornada de la ira” convocada por los Hermanos Musulmanes para protestar contra la matanza acaecida en los desalojos forzosos de las acampadas el miércoles se ha saldado con más sangre. Medio centenar de muertos en El Cairo y otros treinta en los enfrentamientos registrados las principales ciudades de Egipto como Alejandría, Minya, Tanta y Damietta. Pero el gran problema radica en que esta espiral de violencia no tiende a amainar, sino más bien lo contrario.

El país parece atrapado entre dos extremos. Entre una Hermandad Musulmana que llama a más marchas la semana próxima y un gobierno interino que parece determinado a aplicar la brutalidad policial y a desoír a la comunidad internacional. Para ellos se trata de un conflicto entre egipcios. Los asesores extranjeros ya no son bienvenidos.

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