Ser trasplantado en primera persona: “vamos a vivir bien, vamos a ser felices”

Ser trasplantado en primera persona: “vamos a vivir bien, vamos a ser felices”

María Emilia Rojas tiene 31 años y peleó durante 22 contra una enfermedad. Apostó a la vida y recibió un doble trasplante. Hoy cuenta su testimonio a ElDía y asegura que presiente que su donante se llama Alejandro. Le prometió que mientras viva dentro de ella “van a ser felices”.

 

Mónica Farabello

 

 

El Instituto Nacional Central Único Coordinador de Ablación e Implante (INCUCAI), detalla en sus estadísticas que durante el 2014 se registró un aumento del total de trasplantes realizados con órganos provenientes de donantes fallecidos, a pesar de observarse una leve disminución en los niveles de generación de donantes.

Indican que “aumentó el número de trasplantes renales, hepáticos, cardíacos,  pulmonares y pancreáticos. En relación con los trasplantes pulmonares, se registró una marca histórica en Argentina. Se realizaron 397 trasplantes de órganos con donante vivo, 364 renales y 33 hepáticos. En 2014, 10 provincias aumentaron el número de donantes con respecto al año anterior: Entre Ríos, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Mendoza, Santa Fe, San Luis, Formosa, Neuquén, Jujuy, La Rioja y La Pampa”

Entre Ríos superó los 30 donantes por millón de habitantes, cifra que se acerca a los más altos indicadores mundiales en la materia, informa el INCUCAI.

 

Un testimonio en carne viva

María Emilia Rojas es la viva voz del “sí, se puede”. Convivió durante 22 años con una diabetes que destruyó sus órganos y su calidad de vida. Hace un año fue trasplantada de riñón y páncreas, y hoy, no sólo vive una vida normal sino que busca alentar a quienes atraviesan por situaciones de dolor.

 

¿Cuándo comienza tu problema de salud?

-A los 8 años debuto con la diabetes. Tendría que haber tenido una ayuda psicológica, porque a uno de un momento a otro, le dicen “no podes comer chupetines, caramelos ni nada de lo que tenga azúcar”. También te tenés que cuidar con los hidratos de carbono: no muchos fideos, no mucho arroz y no muchas harinas. Y uno en realidad no se ve nada diferente. Desde afuera no te pasó nada, pero resulta que ahora va a venir una enfermera y te va a venir a pinchar cada dos por tres en un día: los dedos, las piernas, los brazos, la panza.

 

De niña te cuida tu mamá, pero ¿Cómo es la vida adolescente con diabetes?

-En la adolescencia cada dos por tres estaba internada. Me agarraban esas rebeldías de no querer cuidarme .Estaba cansada de pincharme todos los días. Tres veces los dedos, más la insulina a la mañana y a la noche, más las correcciones con una insulina especial que eran por lo menos dos. Durante el día me tenía que pinchar un dedo y una pierna siete veces como mínimo. Llega un punto que decís “basta, me cansé, ¿por qué todo yo?”.

 

¿Tus compañeros de la escuela te acompañaban en tu enfermedad?

-En la primaria no sabían mucho; es como que nadie entendía qué era la diabetes. Pero en la secundaria sí, aunque era difícil razonar conmigo. Las chicas me acompañaban y me decían: “Emi, cuídate”. Pero era difícil razonar conmigo porque yo decía “no me cuido y punto. Y no me discutan porque me voy a enojar y me voy a ir”.

 

¿En edad adulta cómo evolucionó tu enfermedad?

-Los médicos me decían que la diabetes afecta la vascularidad de los miembros. Para asustarme me decían: “A esta persona le falta una pierna. Este es un pie diabético, empiezan a amputar extremidades, tenés problemas en los  riñones, en la vista”.

Pero todo eso es a futuro, uno lo ve como lejos hasta que te pasa.

Viví sin demasiadas consecuencias hasta los 27 años. Y ahí empezó todo lo peor.

Tuve un montón de infecciones urinarias: ocho o nueve seguidas. No me daba cuenta que tenía que ver con la diabetes y nunca hice una consulta en otro lado. Fue gran error mío.

 

¿Dónde te hacías atender?

-En Gualeguaychú. Todas esas infecciones no estaban bien curadas. Es como que quedaba un bichito chiquitito y eso desencadenaba otra infección. Los riñones ya estaban muy dañados. Fue una diabetes difícil y muy ligada a lo emocional.

Sumado al daño en el riñón por tantas subidas y bajadas de la glucemia, se le agregó lo de las infecciones. Ahí fue cuando me empezó a doler la parte de atrás de la cintura: los riñones.

 

¿Cuándo te informan de la gravedad de tu situación?

-Me atendía un médico que no alertó lo que me estaba pasando. Fui a consultar a otro profesional y ahí me lo dijo la doctora Zárate. Ella me dijo que era grave y que fuera a Buenos Aires. Si no fuera por ella me hubiera muerto.

No había mucho tiempo de hacer trámites, sacar un turno; entonces ella me dijo que vaya por guardia directamente. Fui con mi mamá. Prácticamente no me podía mover porque había retenido demasiado líquido. Me daba cuenta que la cosa estaba grave porque no podía orinar. Nunca sentía ganas de hacer pis. Me fui para Buenos Aires y ahí empezamos a ir a consultorios, me hicieron tomografías, análisis, me mandaron de acá para allá llena de estudios.

 

¿Qué te decían sobre tu estado de salud?

-Me dijeron que me quedara quieta en la guardia. Pensé que me iban a hacer una punción en el riñón izquierdo. Estaba asustada por eso, pero cuando vino el médico me dijo: “es muy posible que lo tengamos que sacar”.

Me quedé asombradísima. No sabía que estaba tan mal. Empecé a pensar que entrar al quirófano no era el problema, pero me imaginaba qué pasaría conmigo después. Llegaron esas lesiones en los riñones que me habían dicho todos los médicos que me atendieron durante la primaria y la secundaria… me sobrevino la noche.

Quedé internada. No me sentía mal porque me estaban pasando antibióticos intravenosos. Me sentía súper hinchada; no me entraba ningún zapato. Andaba de pantuflas y tenía ropa enorme que era de mi hermano.

Al día siguiente, entré al quirófano a las ocho de la mañana. No me acuerdo de nada, pero entré llorando. Me sacaron el riñón izquierdo.

Cuando me desperté estaba en terapia y estaba bien. Hacía seis litros de líquido por día. A los tres días tenía mi peso normal; diez kilos menos de lo que había llegado a la clínica.

Con un solo riñón en su cuerpo y un estado de salud debilitado, Emilia debía enfrentarse a cientos de horas de diálisis.

“Estaba en Capital. Me atendían muy bien; siempre que estaba asustada me tenían toda la paciencia del mundo. Esto fue en marzo, abril, mayo, junio del 2012. Ya sabía la patología que había tenido: el riñón izquierdo que me habían sacado era del tamaño de una pelota de rugby, cuando el de una persona sana es del tamaño de su puño cerrado. El mío era una cosa desopilantemente horrible. Tenía aire, pus y distintas colecciones infecciosas; ocupaba el 50% de mi abdomen.

Lo analizaron y descubrieron que la patología estaba en ambos, y que al otro riñón, tarde o temprano, le iba a pasar lo mismo.

El 13 de  julio de 2012 empecé a dializar en el Franchin y luego me trasladé al Fresenius de La Plata. Toda mi familia siempre estuvo presente y acompañándome.

Dializaba lunes, miércoles y viernes. Cuando extrañaba mucho, salía de diálisis y venía a pasar el fin de semana a Gualeguaychú.

En ese momento no orinaba. La única forma de sacar el líquido era con diálisis. Eran cuatro horas cada día. Después de varios meses, con mi mamá decidimos volver a Gualeguaychú, sabiendo que también había un centro de diálisis.

Tenía un catéter en el cuello y una vena arterializada; es una vena que se va fortaleciendo, y se convierte en “una arteria” que sirve para dializar. La diálisis se hace con agujas considerablemente anchas: por una aguja sale tu sangre para ser filtrada y te repone con otras dos. Es un batimiento del cuerpo que me costaba muchísimo, porque es estar enchufada a una máquina un poco más chica que una heladera que cumple la función de un riñón.

Cuando entré a diálisis en Gualeguaychú, empecé a hacer los trámites con la obra social para hacerme el trasplante. Lo veía muy lejano… me autorizaron el trasplante en Capital. Me hicieron radiografías, mamografías, ecodoppler de los miembros inferiores y hasta me analizó un psicólogo, hasta que un médico me dijo que estaba apta. Eso fue el 5 de diciembre de 2012”.

 

El llamado: “Estás en primer lugar”

“Estuve en diálisis un año y siete meses, mientras esperaba en la lista por mi donante. Yo estaba en la lista de reno-páncreas: riñón y páncreas.

En la mañana del 9 de abril de 2014 me llamó un chico que trabaja en la clínica Nephrology de Capital y me dijo: “Emi, ¿cómo andas, todo bien?”

-Si acá ando, le respondí.

¿Desayunaste? Me vuelve a preguntar. A mí ya me parecía rara la charla, hasta que me dice: “Salió un operativo y vos estás en primer lugar. Los estudios de compatibilidad te los hacen en el momento”.

También llamaron a una segunda persona por si Emilia no era compatible. “Hacía 24 horas que no comía, estaba sola en casa. Mamá no me atendía el teléfono. Lo llamé a papá y le dije: me llamaron por el trasplante”.

El 5 de diciembre de 2012 había entrado en lista y desde ese día Emilia tenía su bolsito preparado con camisones, ropa interior, shampoo, crema, jabón, pasta dental y cepillo de dientes.

Tomó su bolso, llamó a su mamá y juntas tomaron un colectivo hacia Capital Federal. Eran las 11 de la mañana y el tiempo apremiaba. En plena ruta, el colectivo se rompió.

Emilia llamó a su cuñado que las socorrió con su auto. A la una de la tarde estaban en Capital. Ya había algunos parientes esperándola en la clínica.

Todavía rondaba el miedo de que no fuera compatible. Emilia fue sometida a una radiografía de tórax, electrocardiograma, un análisis de sangre y a esperar…

Ella charlaba con sus parientes, trataba de distraerse, aunque por momentos caía en la realidad: estaba en Nephrology a punto de trasplantarse.

A más de un año de aquella tarde eterna, lamenta que la diabetes le haya afectado la vista. “Perdí el ojo izquierdo y el derecho tiene la retina muy maltratada. No hay mucho más por hacer”, dijo.

En la sala de espera y frente a Emilia, una señora esperaba. Era la segunda en la lista, por si los análisis de compatibilidad no eran positivos.

El donante era una persona de Concordia. Era un hombre joven. Según pudo saber Emilia, “tiene que haber sido una persona de 30-40- o 50 años”.

Ya eran las diez de la noche y Emilia seguía sin comer absolutamente nada. De un ascensor salió un grupo de médicos con pequeñas heladeras… “ahí va todo lo que es para donar. Qué miedo, a quién le tocará”, pensó ella.

Momentos después, bajó una persona de vigilancia por el ascensor y dijo: “Rojas, María Emilia”. Tomó su bolsito; se despidió de su familia y caminó hacia el quirófano…entusiasmada, sin miedos.

“Quiero ya tener otro riñón y otro páncreas. Quiero ver qué pasa. Pasé tantas cosas malas, tanto sufrimiento, que lo único que pensaba era: ‘esta es la mía’”.

A las 11 de la noche Emilia entró al quirófano y salió a las 4:30 de la madrugada. Todo había salido perfecto y todos estaban tan felices que el doctor Uva bromeó con los padres de Emilia: “la dejé como una central telefónica del año 20, pero ya te la voy a dejar con Wi Fi”.

Llena de sondas y cables, quedó totalmente aislada en una habitación estéril. Estuvo una semana internada. Sólo una sola vez volvió a usar insulina. ¡El riñón empezó a funcionar!

 

Perder el miedo

Emilia hoy vive una vida absolutamente normal, aunque debe tomar sus medicamentos, la diabetes ya no es parte de su vida. “No tengo que hacer una preparación para comer. Si quiero como y no tengo que hacerme un control ni antes ni después. No tengo que ir a diálisis ni pincharme las manos y las piernas. Ya no tengo que estar enchufada a una máquina durante cuatro horas. Ahora me sobra el tiempo.

No le tengan miedo a la anestesia, porque no pasa nada. Yo me cansé de la diálisis y de los dolores. Todo lo que viene después del trasplante, es vida. Estuve veintidós años arrastrándome como si tuviera un elefante en la espalda. No solo diabetes sino diálisis, medicaciones, pinchazos, dolores y ahora estoy bien. Sólo quedaron las cicatrices.

Juro que imagino el dolor de quien pierde a una persona que amaba y vengan y te digan ‘¿va a donar o no va a donar?’ Mucha gente no se anima porque piensan que la persona tiene que estar viva o piensa que lo van a matar para sacarle los órganos. Eso no es así. Es un dolor terrible perder a alguien. Pero tienen que pensar que el órgano que le sacan, ahora está viviendo en otra persona”.

 “Mi donante es Alejandro”

Emilia confiesa: “Pienso en la familia de Alejandro, se me puso que se llamaba Alejandro mi donante. Tengo un dibujito en la billetera y es Alejandro. Le digo ‘gracias’ porque me salvaron la vida. Cuando te encuentras con otros trasplantados en Nephrology o en cualquier lado nos preguntamos ¿Cómo se llama? Al mío le puse Raúl, Margarita. ¡Qué locura la mía!, pero resulta que es algo normal. Es una cosa que uno lo siente adentro. Incluso hablo con él y le digo: “Ale, no sé qué vida habrás tenido vos, pero ahora estás viviendo conmigo, ahora vamos a vivir bien, ahora vamos a ser felices”.

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