El síndrome de Estocolmo que amenaza la resurrección de Macri

El síndrome de Estocolmo que amenaza la resurrección de Macri

Por Ernesto Tenembaum

 

La última semana podría haber terminado como la primera en mucho tiempo en la que el Gobierno logró un triunfo relevante. Sin embargo, no fue así. Algo ocurrió que aguó lo que podría haber sido una modesta celebración. Lo curioso del caso es que el desenlace poco feliz se debió a una decisión del más alto nivel del Gobierno.

Aquí los hechos. Tal vez sean muy reveladores de la manera en que sucedieron las cosas desde el 10 de diciembre del 2015. Hace un mes, la Argentina estaba al borde de la hiperinflación. Dos presidentes del Banco Central habían renunciado en muy poco tiempo. El dólar volaba por el aire. Nada había logrado frenarlo: ni la suba de tasas, ni el acuerdo con el Fondo, ni la venta de 20 mil millones de dólares de reservas. El nuevo presidente del Banco Central anunciaba un plan monetario muy restrictivo. Nadie creía que podría funcionar. Los operadores de la City apostaban: ¿A cuánto llegará el dólar? ¿A 45? ¿A 50? ¿A 70? ¿Y la inflación? ¿En cuánto tiempo llegaría a dos dígitos en un mes? En ese contexto, preguntarse si Mauricio Macri sería reelecto era una estupidez. La pregunta correcta era si llegaría al final de su mandato.

Un mes después está claro que esas catástrofes no sucedieron. Desde esas horas agónicas, el dólar se hundió. En los últimos días, ese descenso convivió además con una baja importante en las tasas de interés. Además, eso se logró sin vender un dólar de las reservas. El precio del dólar organiza o destruye la vida de la mayoría de los argentinos y, por lo tanto, define también la estabilidad política del país. La disparada del último semestre produjo la inflación más alta desde 1991. Su estabilización, naturalmente, está destinada a producir su desaceleración. Si, como todo parece indicar, la nueva situación se mantiene, Macri podrá tener alguna chance de reelección.

(NA)

No será sencillo porque la corrida dejó tierra arrasada. Los datos de la economía real de la última semana son escalofriantes. La venta de libros cayó un 30%; la de autos, más de un 40%; el promedio de inflación calculado por las consultoras para octubre es del 6%; en solo nueve meses el salario real cayó un 12 por ciento. Y todavía faltan los datos de empleo y pobreza, que llegan más espaciados en el tiempo. Para colmo, las tasas de interés empiezan a complicar la vida de las empresas: marcas muy poderosas como Tres Arroyos o Persico acaban de pedir ser incorporadas al procedimiento preventivo de crisis.

O sea que, para Macri, será todo muy difícil. Si el dólar se queda quieto, tendrá una chance, en medio de una sociedad muy lastimada. Peor será lo que va a ocurrir si se disparara el dólar. En esa situación tan delicada, Macri ha decidido una vez más no colaborar con Macri.

El jueves por la noche, el Gobierno anunció una medida que, en este contexto, es muy difícil de entender: subiría la nafta un siete por ciento. El precio del combustible obedece a la combinación de dos factores: el precio del barril de petróleo a nivel internacional y el tipo de cambio. En los últimos dos meses ambos cayeron significativamente. Eso permitió que un sector del Gobierno se entusiasmara con bajar el precio de la nafta. Hubiera sido un buen corolario para una buena semana: que bajara el dólar, que bajaran las tasas y que, de yapa, bajaran las naftas. Sin embargo, el Presidente decidió exactamente lo contrario: ¡que subieran!

Cualquier principiante lo sabe: si suben los combustibles, el aumento se derrama sobre el resto de los precios de la economía. Eso se llama más inflación. Si sube la inflación, se licúa más rápido la competitividad ganada por la megadevaluación. Eso se llama presión sobre el tipo de cambio. Si todo esto ocurre, será menos el tiempo que tendrá la Argentina para beneficiarse por la estabilidad del dólar. Pero, además, si Macri espera que su imagen recupere algo del terreno perdido, ¿esto lo ayuda o lo perjudica? Si alguien se preocupara por el enojo social que transmiten todos los estudios de opinión, ¿esto lo acrecienta o lo serena? No es solo el Gobierno de Macri lo que está en juego, como lo reflejan las recientes elecciones en Brasil.

Naturalmente, las petroleras tienen sus argumentos para reclamar aumentos y más aumentos. Básicamente, sostienen que aun con la baja del dólar y del precio del barril, los precios de los combustibles siguen atrasados. Hay empresas que piden un 15% extra de aumentos de aquí a diciembre. Aunque hay economistas que se resisten a aceptarlo, muchas veces el precio es resultado de una cuestión técnica pero otras, de una decisión política. Un presidente podría argumentar que es suficiente con un aumento del 65% en lo que va del año, que el precio no debe regirse por los valores internacionales sino por los costos locales, más una razonable utilidad, que debe respetar los momentos difíciles del país. ¿Quién puede defender seriamente que un presidente acepte que convivan un crecimiento importante de los ingresos reales de las petroleras con una caída de niveles históricos del salario real?

Esta no es una historia nueva. El equipo de Nicolás Dujovne está convencido de que durante los tarifazos impuestos en 2016 por el ex ministro Juan José Aranguren primó la necesidad de otorgarles ganancias extraordinarias a las empresas antes que la de reducir los subsidios heredados del kirchnerismo. Ahora, hay sectores del Gobierno que pretendían que la nafta bajara. Pero el Presidente intercedió. Una vez más venció la idea de que el paraíso está al final de un proceso donde la sociedad la pasa muy mal mientras las empresas más poderosas son intocables.

En el fondo de esta historia anida un objetivo con el que sueña Mauricio Macri: el desarrollo de Vaca Muerta. Si esa quimera se transformara en realidad, la macroeconomía argentina podría tal vez resolver su problema estructural de falta de dólares. Como en todas las áreas de la economía, de todos modos, los números, los tiempos, la manera en que se reparte la riqueza, permiten moverse dentro de ciertos márgenes. O sea: aumentar en este momento la nafta es una elección de prioridades que sacrifica otras en función de un objetivo sobre cuyo nivel de realismo hay discusiones. Encima, quien toma la medida es un presidente que ya ha anunciado otros milagros sin éxito.

En la relación con esas empresas, y con casi todas las otras, el Presidente parece atrapado en una especie de síndrome. Gran parte de los economistas que advirtieron sobre el estallido de la crisis cambiaria desde el mismo 10 de diciembre del 2015, y por eso deberían ser escuchados, recomiendan en estos días dos cosas: que se implemente algún tipo de control de cambios para que la fuga de divisas, que siempre es muy fuerte en años electorales, no derribe la estabilidad cambiaria, y que se articule algún tipo de acuerdo de precios en los sectores monopólicos de la economía para que la inflación tenga allí algún dique de contención. Pero el Gobierno se niega a escuchar esas recomendaciones.

Los empresarios han tratado muy mal a Macri desde que asumió. Le han subido los precios de manera poco justificada, no le han invertido, han huido en masa hacia el dólar. ¿Cómo es que no impone algún sistema intermedio entre la intervención kirchnerista y la no intervención suya? ¿Ha ganado algo la sociedad, o él mismo, con ese dogma? ¿Qué extraña lógica le impide pensar que parte de su trabajo es, por ejemplo, evitar que la harina suba un 20% en un mes? El Presidente construyó gran parte de su carrera hacia la Casa Rosada argumentando que era necesario abandonar la ideología y concentrarse en la resolución práctica de los problemas. Sin embargo, el país parece haber cambiado un sistema ideológico por otro. A juzgar por los resultados, el nuevo sistema es, al menos, tan poco práctico como el anterior

Hace un mes, el país estaba al borde de la hiperinflación. La estabilidad cambiaria le da ahora una chance más a Macri. En los próximos meses se conocerá cuál es la magnitud de esa oportunidad. En parte, dependerá de estas pequeñas decisiones que, en cadena, han generado la peor percepción social del estado de la economía desde la crisis del 2001. Una semana es, apenas, una semana. Pero no quedan demasiadas.

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