El síndrome de Cristina

El síndrome de Cristina

por Eduardo Van der Kooy

La viga maestra del poder de la vice electa enlaza el Congreso Nacional con el de Buenos Aires. El tándem Máximo K y Axel Kicillof.

 

Parece vislumbrarse un cambio en Cristina Fernández. Al menos, si se compara el comportamiento político de sus dos mandatos ─en especial el segundo—con este presente que la conduce a la vicepresidencia. Aquella mujer parlanchina hasta el hartazgo falló sistemáticamente en las decisiones estratégicas que terminaron por limar su poder. Los empinamientos de Amado Boudou y Carlos Zannini​, podrían representar casos emblemáticos.

Después de la derrota en las legislativas del 2017 varió el norte de su brújula. Se acentuó durante la reconciliación con Alberto Fernández, el ahora presidente electo, madurada en 2018. Cristina ha dejado de hablar públicamente. Lo hace en circunstancias excepcionales, como sucedería mañana cuando deba declarar por la adjudicación arbitraria de obras públicas en favor del empresario K, Lázaro Báez​. Pero a diferencia del pasado, sus líneas rectoras apuntan a la consolidación de su poder con hechos antes que con palabras.

El diseño del mapa a trazo grueso resulta elocuente. Hurgando en las líneas más delgadas se rescata idéntica impresión. Veamos el primer caso. Manejará el Senado. Su hijo, Máximo Kirchner, será el jefe del bloque unificado de Diputados. Verónica Magario, la vice bonaerense, conducirá la Cámara alta en Buenos Aires. El diputado Federico Otermín, se quedará con el timón de la Cámara baja. Conviene barrer la hojarasca para no caer en confusión. Ese joven legislador llegó a la vida pública de la mano del intendente de Lomas de Zamora, Martín Insaurralde. Ahora responde políticamente a Máximo. Quizá por esa razón los intendentes peronistas del Conurbano se estén quejando de su baja participación. Difícilmente Axel Kicillof​ les conceda algún lugar importante en el Gabinete provincial que mantiene blindado al interés público.

Asoma así con transparencia que el control de los Parlamentos nacional y bonaerense representa la viga maestra del poder que consolida Cristina. Máximo y Kicillof serían, en ese esquema, garantes centrales. Pero el diseño de la vicepresidenta ofrece ramificaciones que no sería prudente desdeñar.

Para confeccionar el organigrama en el Senado transó con dos gobernadores peronistas exponentes del feudalismo rancio. La antítesis de los más entusiastas que logró congregar Alberto para darle vida a su sistema político. Cristina colocó a la senadora Claudia Abdala nada menos que en la línea sucesoria. Será la presidenta provisional del Senado. Es la esposa del radical ultra K Gerardo Zamora. El gobernador de Santiago del Estero. Ella lo fue también un período cuando la Corte Suprema impidió que su marido consumara una trampa con la tercera reelección seguida.

Alberto Fernández con una remera en agradecimiento a Néstor Kirchner durante la campaña (AFP)

El otro elegido por la ex presidenta fue Gildo Insfrán. Que hace 25 años es el patrón de Formosa. José Mayans será el jefe del bloque oficial también unificado en el Senado. Fue una admisión de Alberto para no arrancar su gestión con la bancada dividida. Pero, ¿qué tendrían en común Zamora e Insfrán con Omar Perotti, de Santa Fe, Sergio Uñac, de San Juan, o Gustavo Bordet, de Entre Ríos? Son algunos de los mandatarios dilectos del futuro presidente. La contradicción del cuadro es objetiva.

En aquella elección de Cristina podrían existir necesidades políticas. Vale el crédito. También, quizás, una coincidencia sobre las lógicas para el ejercicio del poder. Algo que la futura vicepresidenta parece no haber modificado en su paso por el llano. De hecho, el manejo en Santa Cruz no asoma distinto al de Santiago del Estero o Formosa. Los Kirchner manejan directa o indirectamente la provincia desde comienzo de los 90. Con la anuencia del Poder Judicial.

Tampoco en la confección del diagrama en el Senado se podría omitir la influencia de la situación judicial de Cristina. Mayans fue prenda de unidad del bloque. Quien enfrentó además a Miguel Angel Pichetto cuando la Cámara alta votó la autorización para que Claudio Bonadio​ contara con permiso para allanar domicilios de la familia Kirchner en las investigaciones por corrupción. En el mismo sentido, se dijo que el cordobés Carlos Caserio había sido apartado porque resistía el liderazgo de la ex presidenta. Tal vez. El registro de sesiones en el Senado indica que fue uno de los que votó con Cambiemos para facilitar aquella acción de la Justicia.

El acuerdo de Cristina con Zamora e Insfrán la obligó sólo en parte a alterar sus planes. Pensó siempre en la cristinista mendocina Anabel Fernández Sagasti​ para la presidencia provisional. De todos modos, le encontró un lugar ponderado: será la escolta de Mayans en el bloque oficial. El enunciado diría poco. Presidirá la Comisión de Acuerdos por donde pasan los pliegos de los jueces. También de los militares y diplomáticos.

Desde su regreso de Cuba, adonde volverá después de su asunción para visitar a su hija Florencia, en tratamiento en la isla por una enfermedad compleja, Cristina impregnó de otra intensidad sus decisiones. Pareciera haber recuperado una libido de poder que, por razones personales, había relegado a un segundo plano. Deberá saber administrarlo, sin padecer las abstinencias, para evitar entrar en colisión, en algún momento, con Alberto.

Antes de ahora sólo existía una constancia contundente de aquella obsesión por la ostentación del poder. Fue cuando en mayo, mediante un video, comunicó que había decidido ungir a Alberto como candidato a presidente. Una rareza que no llamó tanto la atención en la Argentina anómala.

Cristina deseaba también tomar personalmente el juramento a Alberto. Para cerrar el círculo, tal vez, entre la unción y la entronización. Pero la interpretación de la Constitución ─que defendió Marcos Peña─ le impediría darse ese gusto. Gabriela Michetti, como jefa del Senado, le tomará el juramento a ambos.

Daría la impresión, por otra parte, que la ex presidenta habría progresado sobre dominios que el presidente electo consideraba invulnerables. Hay constancia de, al menos, tres vetos que impuso a potenciales ministros del gabinete. También de nombres que pidió. Se correrá el telón cuando esta semana se difunda el equipo.

El interrogante inevitable que dominará por largo tiempo la escena será de qué modo Alberto sabrá complementar la máxima investidura y sus atribuciones políticas con una compañera de fórmula que parece haber salido del letargo. La invocación a la renovada amistad entre ambos, cuando en el medio sobrevuela la preeminencia de poder, sonaría insolvente.

Cristina y Néstor Kirchner durante un acto en junio de 2008. (Reuters)

La historia, por otro lado, alimenta fantasmas. Nadie podría olvidar el síndrome de abstinencia que aquejó a Néstor Kirchner cuando, en una jugada maquiavélica, decidió ceder por un período en el 2007 el poder a Cristina. Hubo hasta la muerte del ex presidente un poder bifronte. Que fue imposible disimular.

Este periodista recuerda, a propósito, dos episodios en los cuales fue testigo. A horas de asumir Cristina, compartió un almuerzo junto a otro par de comensales con el ex presidente en Puerto Madero. La comida se interrumpió por un llamado telefónico. Kirchner atendió y se turbó.

En ese momento le informaron que el ex prefecto Héctor Febres había sido encontrado muerto en su celda del edificio de Prefectura en Tigre. El hombre estaba implicado en una causa por desapariciones y torturas en la ESMA, durante la dictadura. Kirchner empezó a llamar a los ministros de Cristina para pedirles información y darle instrucciones. El más requerido resultó Aníbal Fernández, titular de Justicia y Derechos Humanos. Ante tanto cabildeo, uno de los asistentes al almuerzo le preguntó: “¿Qué te pasa?. Vení a comer. ¿O tenés abstinencia de poder?”. Kirchner replicó cortante: “Sí, tengo ¿por qué?”. Al rato regresó a la mesa.

La otra situación se produjo dos días después de la renuncia de Alberto como jefe de Gabinete en 2008. Su reemplazante fue Sergio Massa. Ahora un aliado clave del presidente electo. Será el titular de la Cámara de Diputados. Un día después de haber asumido tomó un café con este periodista en su despacho de la intendencia de Tigre. Imposible no recordar el breve diálogo.

“¿Cómo te vas a arreglar con Néstor?”, fue la pregunta. “Olvídate. Desde hoy el fórmula 1 lo maneja Cristina. Estaré de copiloto”, respondió. Al poco tiempo comenzó a comprobar que la influencia de Kirchner en las sombras resultaba insoslayable. Duró casi un año, renunció y retornó a Tigre.

Aquella dependencia de Cristina con Kirchner siempre encontró dos explicaciones. Una tuvo que ver con su vínculo personal. La otra, con que la ahora vicepresidenta lo reconoció y respetó como su jefe político. La situación del presente, más allá de las dudas, no resulta simétrica. El lazo entre Alberto y Cristina es de amistad. Con vaivenes. Debe ahora superar esta prueba ácida. El presidente electo reconoce el liderazgo de la mujer. Pero está dispuesto a consolidar su propio poder. Para equilibrar la balanza interna. Tiene aún el desafío por delante.

Carlos Zannini será procurador del Tesoro.

De allí, que prefiere no dar batallas innecesarias. Convalidó, por ejemplo, la designación de Zannini como procurador del Tesoro. El jefe de los abogados del Estado. Se cercioró antes de sus facultades. Según la legislación vigente, no podría incidir en las actuaciones de la Oficina Anticorrupción, de la Unidad de Investigaciones Administrativas, ni de la AFIP.

Alberto asegura haber recompuesto también el vínculo con Zannini. Kirchner le tuvo en su tiempo respeto intelectual. Nunca compartió sus observaciones políticas, en general conflictivas. Al contrario de Cristina que, tras la muerte de su marido, lo escuchó siempre con embelesamiento. Ese sería el peligro latente.

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