La riqueza del demonio

La riqueza del demonio

Por: Jaime Duran Barba. Todos los países con economías desarrolladas trabajan para que después de la pandemia se puedan recuperar la producción y el empleo, y discuten cómo ayudar a las empresas. Solo en Argentina se hace lo inverso, creando un impuesto a los ricos.

Todos los países con economías desarrolladas, incluidos China, Rusia y Vietnam, trabajan para que después de la pandemia se puedan recuperar la producción y el empleo y discuten qué pueden hacer para ayudar a las empresas a enfrentar el tsunami. Ninguno cree que se deben salvar solo las empresas pequeñas y que es bueno que quiebren las más grandes. Solo en Argentina se hace lo inverso, creando un impuesto a los ricos, reprimiendo a los empresarios. Hay grupos que mantienen una concepción medieval de condena a la riqueza que se consigue trabajando y no como don sobrenatural. Se puede discutir el tema desde el punto de vista ideológico, tal vez los pobres tengan la dicha de ir al cielo, pero no hay ninguna evidencia de que se pueda desarrollar un país sin mercado. Todos los que intentaron la vía estatista terminaron volando en pedazos o acogiendo al capitalismo.

Antes de la Revolución Industrial casi toda la población era pobre. Se creía que la riqueza lícita era la otorgada por Dios a los nobles y religiosos que tenían palacios, conventos, iglesias y comían bien. La riqueza de la Iglesia era enorme. Algunos reyes lograron que se nombrara a sus parientes obispos o cardenales para controlar esas fortunas. El infante Felipe, hijo de Fernando de Castilla, fue consagrado arzobispo de Sevilla a los 18 años, y gozó de las rentas de la arquidiócesis hasta que contrajo matrimonio con la princesa Cristina de Noruega. Fernando de Austria, hijo de Felipe III de España y Portugal, fue ungido cardenal y arzobispo de Toledo cuando tenía 10 años, haciéndose así de los 300 mil ducados anuales que producía la diócesis. El cardenal-infante se dedicó a la caza, las mujeres, y fue un brillante militar, poco dedicado a sus deberes eclesiásticos. Mencionamos dos de los muchos casos que hubo.

La riqueza buena era otorgada por Dios, servía para ostentar poder y producir rapara la gente inferior. Se construían fastuosos palacios y conventos, que en algunos casos son difíciles de mantener en la actualidad y arriendan habitaciones a través de Airbnb. Son baratos, y cualquier plebeyo o descreído puede alojarse en ellos. Las piedras preciosas y el oro engalanaban las coronas y las reliquias de algunos santos. La fastuosidad daba prestigio a los monarcas y a los monasterios. A pesar de todo, los poderosos vivían mal antes de que se desarrollara la tecnología, que llegó con la tecnología plebeya. En ningún palacio había agua potable, ni letrinas, y las costumbres eran bastante primitivas. Para conocer más sobre el tema es interesante leer el texto de Leonardo da Vinci De los modales en la mesa de mi señor Ludovico y sus invitados.

La pobreza se consideraba una virtud evangélica, mendigar era un oficio reconocido. El 90% de la gente estaba sumida en una extrema pobreza, contaba con mínimos recursos para sobrevivir y estaba atemorizada por las hambrunas y pestes periódicas. Solamente los ricos comían carne, los demás tenían que conformarse con las patas, las orejas y las vísceras de los cerdos. La muerte estaba presente siempre. La expectativa de vida era de unos 40 años, un cuarto de los niños moría antes de los 5 años y otro cuarto antes de la pubertad. Era el orden natural, y debía ser aceptado, hasta que lo alteraron la industria y el capitalismo identificados con ideas liberales.

Otro orden. Con el descubrimiento de América nació en Europa un orden económico mercantil, se incrementó la riqueza y se acumuló gracias al intercambio de bienes y no por la explotación de los campesinos o el saqueo de las guerras. Según Braudel, asomaron las primeras manifestaciones del capitalismo comercial en las ciudades de Italia y los Países Bajos, donde los comerciantes adoptaron métodos capitalistas de gestión. Según Weber, con la Reforma apareció  el capitalismo moderno, que persigue “la búsqueda racional y sistemática del provecho por el ejercicio de una profesión”. Los nobles hacían la guerra, los monjes oraban, los capitalistas buscaron la acumulación guiados por una ética basada en el ahorro, la disciplina, la conciencia profesional.

Con la Revolución Industrial el trabajo se convirtió en un fin en sí, aparecieron empresarios que desarrollaron habilidades para producir bienes, servicios, y dar trabajo en una dimensión desconocida hasta ese entonces. Se enriquecían con su esfuerzo, trabajaban, alteraban el orden natural de distribución de la riqueza ordenado por Dios. Los conservadores percibieron que su dinero era el del demonio.

Parece natural que Rama X, rey de Tailandia, gaste millones de dólares diarios para alojarse con su comitiva y veinte amantes en un hotel de Suiza para pasar la pandemia. Su dinero es sano, no es “neoliberal” porque nunca trabajó, nunca produjo nada, lo tiene porque es elegido de Dios. Tampoco pasa nada cuando un dirigente revolucionario tiene una casa de campo con zoológico o la esposa de otro incrusta diamantes entre sus dientes. Son muy ricos, pero no son capitalistas, sus fortunas tienen un origen que no es neoliberal. Jeff Bezos o el gerente de una gran empresa argentina no podría aparecer con un sombrero adornado con las joyas de Rama X o las reliquias de los santos porque hicieron su dinero produciendo.

Otro caso. En América Latina, y en Argentina de manera más aguda, existe una mentalidad antiempresarial que es uno de los factores que detiene el progreso. Algunos creen que los empresarios ganan demasiado, que el “neoliberalismo” es malo, que sería mejor una sociedad en la que todos sean pobres. Esa fue una distopía atractiva para algunos católicos que se enamoraron de la China de Mao en la que nadie tenía nada, había poca comida, los jóvenes llegaban vírgenes al matrimonio, el sexo estaba controlado por el Estado; era, como dice el título del libro del mendocino Raimundo Fares, Un inmenso convento sin Dios.

El psicoanalista José Abadi dice que, desde el paradigma dominante argento, el éxito es vivido como una usurpación, un robo de algo que pudo haber sido mío. Por eso la aversión a la meritocracia como motor que lleva al crecimiento de las sociedades. “La meritocracia es el reconocimiento del prestigio y el placer del esfuerzo”, que no es sinónimo de sacrificio, sino un recurso que promueve la posibilidad de alcanzar logros genuinos.

Ser empresario supone conocimientos y habilidades que desconocen los que desprecian a la empresa como concepto, pero desean manejar dinero para hacer política. Cuando se entregan a un militante millones de dólares para poner universidades, fundar empresas de construcción, u otras, normalmente se pierde el dinero del Estado.

En América Latina, y en Argentina de manera más aguda, existe una mentalidad antiempresarial que es uno de los factores que detiene el progreso.

Vivimos en un mundo globalizado en el que casi todos los países tienen una sociedad de mercado porque la producción centralmente planificada fracasó. No es posible llegar a una sociedad en la que todos tengamos una vaquita y lo indispensable para vivir en espera del Juicio Final. La izquierda moderna, incluidos el gobierno chino, el vietnamita y el ala socialista del Partido Demócrata de Bernie Sanders, cree en algo que parece elemental: para superar la crisis económica se necesita producir, y para eso hay que diseñar un plan de salvataje de las compañías que no sea aprovechado por los accionistas o gerentes desviando los recursos.

Esta crisis económica es global, afecta a toda la sociedad. Salen maltrechos desde el vendedor de revistas del kiosco de la esquina hasta las grandes corporaciones. Ayudar solamente a los pequeños no es suficiente. Hay que plantearse: ¿qué hacer para evitar la destrucción de empresas y empleos?, ¿podemos tener futuro con un país sin grandes productores que puedan exportar y generar empleo?

En el mundo hay consenso respecto de que es necesario salvar las empresas y los empleos a cualquier precio porque existe el peligro de que pasemos de una crisis económica a una crisis financiera global. Por el momento los bancos no son los más afectados, pero no se sabe qué pasará en el contexto de un problema tan inédito.

Los beneficios para los que tienen menos son necesarios, pero son solo un paliativo, no la solución. Quedarán como subsidios marginales si no se plantea una política económica que enfrente lo de fondo: lograr un crecimiento real y equilibrado del empleo, que es imposible sin una empresa privada sólida.

No hay mucho que inventar. Si no intentamos que un país tan rico como este se desarrolle como lo hicieron otros, nos queda solo transitar el camino de pequeñas dictaduras cuya debilidad se ha evidenciado con la crisis. No necesitamos conjuros sino un comportamiento racional que nos permita aprovechar racionalmente la riqueza de un país que no tiene por qué cumplir un siglo de crisis sostenidas.

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