¿A quién le importa la verdad?

Por Jorge Sigal.

Aunque suene a devaneo filosófico, ésa parece ser la pregunta más importante que desató el libro de Graciela Fernández Meijide, La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina.

Aunque suene a devaneo filosófico, ésa parece ser la pregunta más importante que desató el libro de Graciela Fernández Meijide, La historia íntima de los derechos humanos en la Argentina, presentado el jueves pasado en la librería El Ateneo de la calle Florida. La cantidad de desaparecidos registrada oficialmente, una cifra conocida y ahora nuevamente chequeada por la autora –como corresponde a una buena investigación– desató una cadena de broncas, agravios y brulotes. ¿Son 30.000 o 7.954? ¿Ésa es realmente la cuestión? ¿O hay algo más profundo, que la furia y el mesianismo de algunos está impidiendo ver?

Los buenos libros tienen alma, vida propia, se independizan incluso de sus autores. Esta historia íntima que puso a rodar Meijide habla de un drama argentino que tiene como protagonista a una persona que está atravesada por la búsqueda de la verdad. Indaga, se pregunta, vuelve sobre las cosas una y otra vez porque no quiere conformarse con las respuestas expeditivas. Lejos de las simplificaciones existenciales, esa mujer cuenta cosas íntimas, que duelen, que sacuden conciencias. Dice, por ejemplo, que soñaba con meterles bala a los integrantes de la junta militar que le arrebataron a su hijo de 17 años y rinde cuentas, incluso sacrificando datos de su intimidad familiar, del escabroso camino que debió recorrer hasta llegar, finalmente, a optar por la justicia.

Es curioso que de ese intenso recorrido –abonado además por datos precisos de la historia de la resistencia antidictatorial– algunas personas hayan recortado un dato puramente numérico y hayan salido, desbocadas, a responder con furia. Sólo cabría una explicación: nada se puede decir ni agregar una vez que los dueños de la verdad han pronunciado su veredicto. Así es la ley de lo políticamente correcto. Y quien se atreva a desafiarla será condenado porque, de alguna manera, está poniendo en riesgo al poder establecido.

Incluso cuestiones realmente controvertidas, como la propuesta de la ex integrante de la Conadep de reducir penas a los represores a cambio de información sobre el destino de chicos apropiados u otros datos que ayuden a reparar –aunque sea en parte– la situación de las víctimas, no han tenido casi respuestas. Un tema tan delicado, porque sugiere sacrificar justicia a cambio de esclarecimiento, no mereció tanta atención como el de la cantidad de secuestrados que figuran en las nóminas oficiales o de los movimientos humanitarios. La propia autora se sintió sorprendida por el escándalo. "¡Como si el número de víctimas le quitara dramatismo a la tragedia!", exclamó en el acto de presentación de su obra.

Nadie se encargó, empezando por los funcionarios responsables de custodiar los registros históricos de la época, de contraponer a los datos brindados por Fernández Meijide otros que permitieran cerrar el tema sin más trámite. Como cuando se hacen denuncias sobre pobreza, corrupción o inseguridad, en la Argentina, a las matemáticas se las voltea con injurias y a la realidad se la combate falseando las encuestas. Es más fácil decirle rata a una persona que abonar el debate con argumentos sólidos.

De tanto en tanto, el diablo de la unanimidad vuelve a meter la cola entre las huestes progresistas. Como el ejercicio de la democracia es complejo y requiere de tolerancia y paciencia, aparecen voces que propician soluciones expeditivas, algo así como decretos de necesidad y urgencia que establecen dónde está el bien y dónde el mal, caminos para ahorrar tiempo cuando la razón anda esquiva. Se trata de un ejercicio muy difícil de contrarrestar porque juega no tanto con la razón como con los sentimientos. Entonces, el que piensa distinto es traidor, está del lado de los criminales, les hace el juego a los enemigos. En otras latitudes, las manifestaciones más aberrantes de este razonamiento han derivado en enormidades como las listas negras, la censura, los campos de rehabilitación y el paredón. Conviene tenerlo en cuenta, aunque sea como ejercicio para controlar los propios instintos.

Han pasado treinta años desde que se inició la pesadilla dictatorial y todavía aquellos que quieren aportar ideas para un debate que ayude a reconstruir la memoria parecen obligados a exponer certificado de buena conducta. Aunque vengan de las entrañas del mismo dolor. Como si alguien temiera a la verdad o como si la verdad realmente no le interesara.

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