El puerto por dentro: un tetris de gigantes

El puerto por dentro: un tetris de gigantes

El Puerto de Buenos Aires en acción es un espectáculo donde grúas altas como edificios de 9 pisos mueven hasta 44 containers por hora. Sensaciones de trabajar en la cúspide.

Sería la ruina de los dueños de las maquinitas pescapeluches. Así, a la distancia, el movimiento de una Grúa Pórtico se parece al del juego que ilusiona a chicos y enamorados. Una guía arrastra el soporte rectangular con cuatro ganchos hasta el punto deseado; frena; desciende; frena; las garras se cierran. Uno, dos, tres… en menos de diez segundos ese enorme contenedor de hierro se desliza hacia adelante y –el lugar común enciende la señal de alerta– es como una pluma, un papelito que se entrega al viento. Pero no hay tiempo de pensarlo demasiado porque cinco segundos más y está bajando. La estiba lleva otros 20 segundos y entonces subir y retroceder para volver a empezar varios cientos o miles de veces, en función del tamaño del buque. La secuencia espiral es un continuado que solo se detiene en Navidad, Año Nuevo y el Día del Trabajador en el puerto de Buenos Aires. La puerta de la Ciudad. O la espalda.

Las obras de la nueva autopista Illia congestionan todavía más el paisaje de cualquier mañana sobre la avenida Castillo. Hacia Comodoro Py se aprietan las filas de camiones con tráilers vacíos, autos estacionados, tráfico, siempre hay chori y bondiola en la parrilla del chiringo rojo. El escaneo de las huellas dactilares y un código personalizado habilitan el acceso a Terminales Río de la Plata (TRP), la empresa privada que opera la terminal de Contenedores y la de Cruceros Quinquela Martin de las dársenas 1, 2 y 3 del Puerto Nuevo.

Grúa pórtico: Hay ocho en total. Miden hasta 40 metros de altura. Pesan hasta 2.000 toneladas.

Alrededor de 800 empleados, 3.200 contenedores descargados por semana más otros tantos que salen, hasta 500.000 pasajeros en la temporada de cruceros; líneas marítimas, importadores y exportadores, despachantes de aduana, cinco gremios y las autoridades de aduana y portuarias. En una de las salas de reuniones del edificio Capitanía, Patricio Untersander (director de Capital Humano), Beatriz Cabella (líder de Desarrollo e implementación de sistemas de gestión) y Agostina Rapanelli (líder de Sustentabilidad) repasan cifras para dimensionar la operatoria del sector que concesiona TRP.

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Algunos piensan que andamos todos con cuchillos, revoleando cajones. En algún momento fue un lugar picante, pero no tanto.

José Duckardt, operador de una grúa

“El 95% de las cosas que hay en las casas entra por acá en contenedores, que es hasta ahora la forma más eficiente de transportar mercaderías. Llegan buques de todo el mundo que traen todo tipo de productos, salvo granos y gasíferos”,grafica Betty. Betty, sí, porque así la conocen en las 77 terminales del mundo que opera desde los Emiratos Arabes DP World, la principal accionista de TRP (las otras son Latin American Infrastructure Fund y Mitsui & Co. Ltd). Llegó a la empresa hace casi 20 años, al área de Recursos Humanos. “Después me empezó a interesar el trabajo de auditorías internas, que es aburridísimo pero aprendés un montón porque vas pasando por todos los sectores”, avanza. Entonces eran 9 mujeres entre 600 hombres; hoy, la población femenina llega al 9%. Betty fue la encargada de articular los procesos de certificación ISO en Calidad, Gestión Ambiental, Seguridad para la Cadena de Suministros, Eficiencia Energética y Seguridad y Salud.

Turistas. Así ven el puerto desde la terminal de cruceros.

 

Patricio y Agostina repasan los puntos destacados de la gestión en el uso de la energía (incluye la incorporación de paneles solares y distintos proyectos de capacitación), pero la atención se desvía hacia la vibración de las paredes de durlock que separan las oficinas. Ellos están acostumbrados. Tal vez es el paso de los camiones por los escáners, o el rebote de la carga sobre los lomos de burro; ahorita mismo está cruzando el tren que arrastra lentamente una fila interminable de contenedores desde Bahía Blanca hasta la terminal contigua.

Hombres de puerto. La ermita de la Virgen de San Nicolás, que flanquea la entrada al sector de comedor, enfermería y kinesiología, es parada diaria para muchos de los trabajadores que se alternan en tres turnos. Placas que recuerdan a los compañeros fallecidos, flores de plástico, caramelos y alguna botellita para la Pachamama. Cuando el puerto era “tierra libre”, cada 1º de agosto se recibía con caña y ruda. Ahora que los controles de alcoholemia son diarios y obligatorios, el ritual se cumple fuera del horario laboral. Se mantiene la tradición de llamarse por apodos y el asado sagrado de los viernes.

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Una vez se prendió fuego una bodega, la inundaron para apagar el incendio y adentro había un tripulante. Fue complicado encontrar el cuerpo.

Juan Pesce, jefe de Logística

Varios de los que ocupan las jefaturas técnicas entraron a trabajar al Puerto cuando rondaban los 18 años. La calle empedrada, el acceso abierto, las ranchadas, el peluquero que venía en bicicleta y los servicios varios. “Llegabas y te cambiabas en la proa del barco”, recuerda Carlos Urrutia (62), ahora operador de grúas. Hay que empezar por acá, porque Carlos es de los pocos que hoy pueden decir eso de que trabajar es hombrear bolsas en el puerto.

Movimiento intenso: buques de carga, prácticos y cruceros.

“En realidad es una tarea que desapareció a fines del siglo XIX, salvo para el azúcar y el tanino, que seguía mandándose por bolsa. Lo que vemos en los cuadros son bolsas de trigo y eso quedó como un mito”, explica Carlos. Tenía 18 años cuando el padre de un amigo los mandó a trabajar. “Era todo puerto, desde Garay hasta Costanera Norte, sin la división de terminales. Era otro concepto de trabajo, a veces te tocaban químicos y no lo sabías. Una vez estaba sobre un autoelevador de dos toneladas y media en la bodega de un barco, eran pallets con bolsas termocontraíbles, las lingas las pinchaban y el contenido volaba por todos lados. Al rato la descompostura era infernal, me sacaron arriba de un pallet con la grúa, hasta la ambulancia. Era ácido maleico, el que se usa para hacer gases lacrimógenos, estamos hablado de los ‘70, la Dictadura”, cuenta antes de volver a operar su grúa.

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Uno pierde la dimensión de lo que son estas máquinas. Necesitás 14 metros para que gire una conteinera y, así como tu auto tiene algún punto ciego, estas máquinas también.

Beatriz Cabella, líder de Desarrollo

José Duckardt (57) era menor de edad cuando empezó a trabajar en la reparación del Persia, un barco de pasajeros que se reformó para transportar ovejas. El recorrido era el mismo que habían hecho sus amigos de Berazategui: a los 12 a la fábrica para meter changas calibrando botellas, hasta los 16, que se animaron al Puerto. “Es cierto lo de la ropa. Hacíamos el mono con un trapo, la ropa adentro y lo atábamos, íbamos con el monito para todos lados y el que estaba en la fila con vos te lo cuidaba mientras te bañabas. Cada sector tenía su lugar, 6 o 7 trabajaban y uno se encargaba de hacer las compras y cocinar. Después del mediodía dos hacían el laburo de todos porque el resto dejaba el mono y dormía la mona”, se ríe.

Central de monitoreo. Allí se controlan las imágenes que registran 201 cámaras y un drone.

 

Aunque el acceso era abierto, no era un paseo común. “Daba un poco de miedo. Hay un preconcepto bastante equivocado, se piensa que en el puerto andamos con cuchillos, revoleamos cajones y no sabemos hacer ni una O. Bueno, en algún momento fue picante pero no tanto”, concede José, uno de los pocos encargados de manejar la mole de hierro que sube, baja y encastra contenedores como si fueran las piezas de un Lego. “¿Minuto y medio contaste? Iba lento. Con buen promedio movemos entre 43 y 44 contenedores por hora”, se agranda.

Juan Pesce llegó al Puerto desde Monte Grande cuando tenía 18 años para trabajar como apuntador –“el que controla la carga”, simplifica–, y fue escalando hasta convertirse en jefe de Logística. Entonces la carga venía suelta, después en pallets y entre los años ‘50 y ‘60 se popularizó el uso del contenedor para agilizar la operación. “¿Un operativo que recuerde? Se prendió fuego una bodega, la inundaron para apagar el incendio y adentro había un tripulante. Fue complicado encontrar el cuerpo”, cuenta.

Entre las damas también hay recuerdos del Puerto de antaño y lo confirma su Jefa de Marketing: la llamaron Marina Naveiras, ¿qué agregar? De chiquita solía venir al puerto a visitar a su papá, que trabajaba en una de las empresas de estiba. “Siempre lo comparo con Aeroparque que funciona a la vista, los chicos van a ver aterrizar los aviones y tienen una idea, acá está todo para adentro. Yo era consciente por lo que contaba papá, conocía los nombres específicos, el vocabulario. En un almuerzo con sus compañeros jubilados se enteró de que había un puesto disponible en atención al cliente, yo estaba recién recibida de licenciada en Comercialización y presentó mi CV. Me sentía en casa. Conocía los apellidos, los apodos, y para todos yo era la hija de Lechuza”, cuenta.

Desde 40 metros de altura, los camiones parecen de juguete.

Donde todo sucede. Desde la central de monitoreo se controlan todos los movimientos de la terminal. El sistema para ubicarse en ese playón incluye bloques identificados por letras, calles numeradas y coordenadas de fila y altura dentro de la estiba (la pila de contenedores). Hay zonas para llenos y vacíos; y a su vez se clasifican entre húmedos/refrigerados (tienen que estar enchufados las 24 horas) o secos.

El orden es clave porque los buques hacen recorridos largos y cargan y descargan en cada puerto. Los contenedores llegan precintados y el servicio de TRP solo incluye la logística y el despacho, nada que tenga que ver con lo que se transporta. En ese punto interviene Aduana, que recibe por anticipado un listado de lo que se va a mover cada día y pide verificación de la carga cuando lo considera necesario.

En los sectores operativos no se ve gente caminando. Los traslados internos se hacen en combi y en aquellos sectores en los que es imprescindible ir a pie, hay que hacerlo por los caminos señalizados, siempre con casco y chalecos naranjas con tiras reflectivas. “Uno pierde la dimensión de lo que son estas máquinas. Necesitás 14 metros para que gire una conteinera y, así como tu auto tiene algún punto ciego, estas máquinas también”, explica Betty. Otra vez la pluma y el papelito, porque el acostumbramiento lleva a perder el registro del riesgo que implica circular entre esas moles de acero de 20 ó 40 pies que, vacíos, pesan hasta dos toneladas. Todo esto entre grúas de hasta 40 metros de altura que cargan y descargan barcos que pueden llegar a medir 360 metros de largo: tres cuadras. Ahí vamos.

 

En lo alto. Juan Pesce, jefe de Logística, en una grúa pórtico.

 

Un montacargas chiquito y hermético nos lleva hasta la estructura que rodea la cabina de la Grúa Pórtico, a nueve pisos del suelo. “No hay que mirar para abajo, siempre al horizonte”, advierte Juan antes de abrir la puerta. Pero es inevitable. El primer reflejo al pisar el puente es flexionar las rodillas, contraer las plantas de los pies como si uno pudiera afirmarse mejor al piso en ese gesto y, sí, agarrarse fuerte de la baranda. Si existe un señor de los vientos le agradecemos porque se está apiadando de nosotros: cuando alcanza los 60 kilómetros por hora se suspende la operación en la zona de vacíos y con 70, el resto.

De un lado la inmensidad del agua. Del otro el playón de contenedores que desde arriba parece un gran tetris de colores y más allá la Ciudad y el recorte de la silueta de los edificios: en el bordecito los diques ladrillo a la vista de Puerto Madero, la hilera de torres espejadas del microcentro, alguna cúpula centenaria y el horizonte bajo. Se escucha una bocina y un práctico que empieza el movimiento para escoltar un buque pequeño hacia el Sur. Abajo sigue la carga de los gigantes Monte Rosa y Cap San Agustín, los dos de la naviera alemana Hamburg Süd. La guía de la grúa no se detiene nunca: arrastra el soporte rectangular con cuatro ganchos hasta el punto deseado; frena; desciende; frena; las garras se cierran; sube, baja, vuelve a empezar.

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