Primeras grietas en el corazón del cristinismo

Por Eduardo Van Der Kooy

Cristina Fernández prefirió evitar el calvario que sufrió Enrique IV. El entonces emperador del Sacro Imperio Romano Germánico (1084) debió soportar tres días a la intemperie, descalzo, bajo una intensa nevada, antes de que el Papa Gregorio VII le levantara la excomunión en el Castillo de Canossa, cerca de Parma.

La Presidenta estuvo sumisa en el almuerzo del lunes con Francisco. Y dejó caer ayer algunas lágrimas sobre sus mejillas, cuando fue la primera mandataria en saludarlo después de la coronación. Bergoglio no tiene tampoco ninguna semejanza con aquel Pontífice que quiso convertir a la Iglesia en el poder supremo de ese tiempo del mundo. El Papa de origen argentino tiende a construir una institución más horizontal, de manos tendidas.

Cristina lo supo advertir luego de su primera reacción de fastidio visceral, al enterarse de la sorpresiva designación de Bergoglio como reemplazante de Benedicto XVI, que abdicó su trono. Declinó sus humos porque comprendió que sería inútil y perjudicial para ella seguir litigando con un hombre que había ingresado en otra dimensión.

Se trata del líder de 1.200 millones de católicos. No del jefe circunstancial de una sociedad pequeña, o de una mayoría de ella. No es más el arzobispo que los Kirchner vieron siempre como un presunto conspirador.

En otro momento, Cristina le hubiera hecho la cruz por un gesto como el que el Papa tuvo en la Plaza San Pedro. Habría incurrido, como tantas veces, en una arbitrariedad tras el trato preferencial que le dispensó Francisco. Bergoglio se ocupó de saludar a Mauricio Macri y a su esposa, Juliana Awada, antes del besamanos protocolar que inauguró la propia Presidenta. No convendría buscarle, conociéndose la personalidad del nuevo Papa, ninguna explicación intencional. Aunque objetivamente, a la distancia, pueda interpretarse como una gestualidad política.

Macri no fue incorporado a la delegación oficial. Cristina prefirió invitar a Ricardo Alfonsín como representante de la oposición, aunque el diputado optó, con prudencia, por viajar y moverse en Roma por su cuenta. La presencia de Macri pudo tener dos fundamentos: su condición de jefe de Gobierno de la Ciudad; en la Ciudad está la sede del Arzobispado que por años tuteló Bergoglio.

El saludo entre ambos, en ese contexto, hubiera resultado natural. Distante, tal vez, de la relevancia que terminó por adquirir.

La relación de Macri con el Papa viene de lejos. Reconoció también sus turbulencias cuando se aprobó la ley del matrimonio igualitario y estuvo en debate la cuestión del aborto. Pero esas disidencias –a diferencia de lo ocurrido con los Kirchner– no impidieron que el diálogo entre ambos continuara. Habían estado tomando un café un par de semanas antes que Bergoglio viajara al Vaticano para el cónclave crucial de cardenales. Esa vez le dijo al despedirse: “La próxima vez quiero ver a tu hija Antonia”. La próxima vez fue, impensadamente entonces, ayer mismo.

Ese vínculo explicaría la razón por la cual el Papa envió al obispo auxiliar argentino Eduardo García a que ubicara a Macri entre la multitud de invitados. Lo halló a unos 60 metros de donde estaba la delegación oficial encabezada por Cristina, sobre el ala derecha de la Plaza. Y lo condujo discretamente por un camino lateral hasta el encuentro con Bergoglio.

El cristinismo desatendió demasiadas cosas en las horas en que la designación de Bergoglio como Papa los dejó en estado de pasmo. Tardaron en dejar de ver la realidad, como acostumbran, a través del ojo de una cerradura. Y detonaron episodios como el que protagonizó Macri. Con seguridad no resultó el más importante. Dejaron al desnudo, sobre todo, una enorme contradicción entre los sectores fanatizados por su ideología y aquellos con una cierta dosis de sensibilidad, que descubrieron las mareas de emoción que corrió entre la gente. Aunque, como en todo fenómeno de gran vastedad, las aguas se mezclaron. Guillermo Moreno posee, literalmente, el tacto de una piedra, pero fue el primero que proclamó la condición de “Papa peronista” y entendió la necesidad del giro político que terminó dando la Presidenta. Ese vuelco tuvo distintas motivaciones. El supersecretario es peronista, como quien es hincha de un club de fútbol. El peronismo, en cambio, siempre fue una película distante para Cristina. Pero hizo lo que hizo para no estrellarse contra un hombre que se transformó de repente en gigante universal.

El interrogante, a futuro, sería saber cómo hará la Presidenta para amalgamar los fragmentos a que quedó reducido el cristinismo por la sorpresa de Bergoglio. El peronismo clásico se acomodará solo. Daniel Scioli reivindicó su antigua relación con el ahora Papa y el ultra C-K, Jorge Capitanich, gobernador del Chaco, no titubeó en celebrar su designación.

Tampoco Luis D’Elía constituiría una preocupación seria. El ex piquetero había igualado a Francisco con Juan Pablo II en un hipotético afán por quebrar la unidad sudamericana como Karol Wojtyla, a su entender, lo hizo con la Unión Soviética y el bloque del Este, cuando se derrumbó el Muro de Berlín. El ex piquetero se calzó en las últimas horas el plumaje de paloma y terminó ensalzando a Su Santidad.

Los intelectuales de Carta Abierta representarían, en cambio, otra cosa. Constituyen la usina ideológica más dinámica y estricta del cristinismo. Y no parecen destinados a resignar posiciones, tan fácilmente, como lo hizo D’Elía. Un argumento que el ex piquetero abandonó con rapidez es también pilar de ellos mismos. Conjeturan, de verdad, que Francisco podría tener como misión detener el avance de los gobiernos progresistas y populistas de la región. Resulta llamativo que hombres con un buen colchón de conocimiento puedan caer en tanta simplificación.

La URSS y el bloque del Este significaron en su tiempo un poder político, militar, económico y cultural que lideró una porción importante del mundo bipolar. La historia enseña que Washington y el Vaticano jugaron influencia indudable para colaborar con el fin de ese ciclo.

Pero antes de eso existió el resquebrajamiento interno, económico y social, del bloque.

¿Aquella URSS podría ser parangonable a Venezuela y su chavismo? ¿Bolivia, Ecuador y, tal vez, la Argentina, serían en ese imaginario el sostén que fueron para la Cortina muchas naciones del Este? ¿Una Cuba por entonces vigente, con Fidel Castro en plenitud, lograría ser equiparada como puente hacia América latina con este modelo anacrónico que sobrevive a duras penas en la isla?

Horacio González, el titular de la Biblioteca Nacional y miembro de Carta, no se animó a caminar sobre ese terreno cenagoso. Pero descargó sobre el nuevo Papa su verdadera ira anticlerical. Lo hizo con modos y lenguaje sorprendentes, impropios de su personalidad. En esa misma vertiente se montan las figuras más políticas de las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo, Estela Carlotto y Hebe de Bonafini, siempre íconos para Cristina.

Otra plataforma fundacional del cristinismo, por su parte, flameó con los vientos que desató la entronización de Bergoglio.

Se trata de La Cámpora.

Juan Cabandié se enfrentó de mala manera en la Legislatura porteña con el PRO, cuando el partido de Macri propuso un homenaje a Francisco. Mariano Recalde, gerente de Aerolíneas Argentinas, y el diputado Andrés Larroque, pasaron la noche en una villa de la Ciudad compartiendo con sus humildes habitantes la vigilia de la coronación del Papa.

Se ha producido, sin dudas, una explosión en el corazón cristinista.

Habrá que ver qué es lo que queda cuando la polvareda baje.

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