El Papa y la Presidenta

El Papa y la Presidenta

Por Edgardo Mocca

La Presidenta acaba de hablar de su “amistad” con el papa Francisco. Es completamente seguro que la declaración habrá desatado pasiones adversas a diestra y siniestra. Una larga fila de antipopulistas, republicanos y liberales se santigua ante tamaña blasfemia; nada menos que el jefe de la Iglesia de Roma, amigo de una presidenta chavista que se pasa el día criticando al mundo liberal de los grandes financistas y los drones justicieros que liberan a las sociedades de los engendros terroristas. Rápidamente se elaboran los “argumentos” necesarios para poder engullir tamaño plato: el Papa quiere cuidar a Cristina porque teme que su debilidad pueda llevar a una crisis extrema; la Presidenta le pidió por favor al Papa que la apoye, el Papa es un “pulmotor”; el Papa teme que una crisis en su propio país lo debilite en su función, ante sectores de la Iglesia que no apoyan su propuesta de cambios. Es, en fin, una mascarada sin consecuencias prácticas; el “verdadero Francisco” es el que enfrentó a los Kirchner durante buena parte de sus mandatos.

No terminan allí las pasiones adversas a la amistad entre el Papa y la Presidenta. Desde una vereda bien diferente –progresista y anticlerical y hasta “populista”, digamos– son muchos los que recelan de un supuesto giro político de Cristina en la dirección de limar las asperezas con el Papa, aún a costa de sacrificar una parte de la agenda reformista en materia de apertura de los derechos de nueva generación. También en este caso se dice percibir la debilidad presidencial y se deduce de ella la necesidad de conseguir apoyos a cambio de ciertas concesiones políticas. En esta última vertiente, la preocupación tiene un fundamento sólido, como es la historia de la jerarquía católica argentina en lo que hace a la democracia, al estado de derecho y los derechos humanos. Se teme que la nueva relación sea una palanca de apoyo para esa jerarquía, que ya ha tardado más de lo prudente en la formulación de una autocrítica profunda de su apoyo a la dictadura terrorista implantada en 1976 y no se sabe si finalmente lo hará. Con esa salvedad, hay que decir, sin embargo, que la desconfianza comparte la misma subestimación de los motivos políticos públicamente expuestos para el mutuo acercamiento.

En estos modos de razonar, la política suele ser comprendida como un baile de máscaras. Las razones que los actores esgrimen para alcanzar pactos, producir rupturas, realineamientos y traiciones son siempre decorados exteriores al hecho en sí mismo; son pretextos, coartadas, falsificaciones, “relatos”. Al poder se lo concibe como una cáscara vacía, como un frasco carente de contenido. Claro que la política es, ante todo, lucha por el poder. Pero el poder no es un lugar fijo, siempre igual a sí mismo. La lucha por el poder es una hoja de ruta, un sistema discursivo en el que las palabras y los actos conforman una unidad indisoluble. No se trata de que siempre y en todo lugar las acciones correspondan a las palabras; se trata de que las palabras y los hechos alcanzan un valor en la medida en que ambos participen de un determinado sentido de la acción, tracen un horizonte, proyecten una promesa. Concretamente, si yo digo que una acción se orienta, por ejemplo, a mejorar la situación del país en el ejercicio de la soberanía frente a alguna amenaza externa, estoy poniendo el sentido de la acción como criterio con respecto al cual debe ser juzgada. Acciones y discurso político conforman una cadena de sentido, de tal forma que no puedo esgrimir cualquier argumento para actuar, sino aquellos que puedan sostenerse de acuerdo a una determinada línea discursiva.

El papa Francisco sabe que los cardenales no lo eligieron por azar, que la elección tiene un sentido. No puede dejar de tenerlo y muy grave porque, por primera vez en varios siglos, la votación cardenalicia tuvo lugar en vida de su predecesor. Para entender ese sentido no hace falta la sabiduría espiritual y política de Bergoglio, alcanza con registrar la marcha de las cosas en la Iglesia Católica. El catolicismo viene sufriendo el múltiple embate de la pérdida de relevancia de la voz pública de sus líderes, la disminución del número de sus fieles, la presencia de la corrupción financiera y sexual en sus estructuras y no precisamente en las de más bajo nivel. El investigador italiano Loris Zanatta dice, en un reciente artículo en el diario La Nación que un sínodo o un concilio católico que hoy pudiera revisar las doctrinas oficiales en materia de matrimonio y familia no tendría ni la décima parte de la influencia que tuvo el Concilio Vaticano II en el mundo de la década del sesenta. Justamente la recuperación de esa influencia es el eje que vertebra el trabajo de Francisco en el Vaticano. Y no puede recuperarse “desde arriba”, desde la relación con los poderosos del planeta. Justamente esa preferencia por los poderosos es lo que explica buena parte del retroceso espiritual y político del catolicismo. “Fueron a buscar al Papa al fin del mundo”, dijo Francisco después de la votación que lo ungió. Ese fin del mundo es a la vez la región más injusta socialmente y más católica del mundo. Es, además, la zona más rica en experiencias disonantes con el dominio político-ideológico del neoliberalismo de los últimos años. Los problemas de la dependencia y la usura financiera, de la concentración de la riqueza y la ostentación del consumo, de la pobreza y la marginación no pueden ocupar un sitio lateral en el discurso papal porque en esa denuncia hay una interpretación de nuestra civilización, un diagnóstico sin el cual no puede recuperarse el terreno perdido por el catolicismo. El crecimiento de los problemas sociales en una Europa en la que se quebró el contrato social del Estado de Bienestar y la visible decadencia de sus sistemas políticos no pueden separarse tampoco de ese diagnóstico.

El Papa asumió en tiempos de crisis de la civilización neoliberal nacida a fines de los años setenta del siglo pasado. En los tiempos posteriores también a la caída del Muro de Berlín, la hegemonía unilateral de Estados Unidos y la colosal ofensiva militar de esa potencia después de los atentados de septiembre de 2001. Son los tiempos de la crisis de ese unipolarismo, de la emergencia de nuevos actores estatales globales, en el contexto de un ascenso de la guerra como recurso para la expansión del dominio imperial y la prevención de la futura escasez mundial de energía, agua y alimentos. Son también los tiempos de la crisis del paradigma capitalista orientado a la centralidad del mundo financiero por sobre el de la producción material y el trabajo asalariado. La prédica del Papa pretende recuperar el lugar del catolicismo, sobre la base de un activo protagonismo en estos duros, intensos y crecientes campos de batalla.

La Presidenta de nuestro país es también el emergente de una situación muy grave, la más riesgosa para la existencia misma de nuestra comunidad política, como fue la de fines de 2001. Tuvo que lidiar junto a su esposo con las duras condiciones de un país quebrado económicamente, socialmente desarticulado y políticamente vaciado en los años del neoliberalismo. Es desde ese lugar, desde esa experiencia, que Cristina, junto a Néstor Kirchner, elaboró su mapa cognitivo del país y de su lugar en el mundo. El ascenso de los Kirchner coincidió en el tiempo, además, con el de varios líderes regionales que colocaron la reparación social y la soberanía nacional en el centro de sus agendas políticas. El conflicto político escaló en su intensidad nacional y regional; dejaron de ser consideradas “naturales” las condiciones que llevaron a grandes masas de personas en nuestros países al desempleo y a la marginación. No fueron los prejuicios ni las consignas ideológicas las que llevaron a nuestro país al conflicto con importantes núcleos duros del poder global: la causa fue el rechazo cada vez más activo de los poderes concentrados nacionales y globales al rumbo emprendido por la Argentina en 2003. El país se constituyó, según acaba de decir Cristina Kirchner, en un caso testigo para el mundo. Testigo del abuso de los jugadores más violentos del sistema financiero mundial. De la parcialidad de la Justicia de Estados Unidos y la disposición penalizante hacia nuestro país y nuestra experiencia política de ese Estado en su conjunto. No es el de la Presidenta un juicio moral sobre el mundo. No es la maldad de los seres humanos en abstracto un problema de la política. La política se ocupa de cambiar una relación de fuerzas a favor de un objetivo determinado y no de hacer buenos a los malos. El gobierno argentino actual tiene una interpretación ampliamente difundida y explicada acerca de cuáles son las relaciones de fuerza mundiales cuyo cambio necesita el país. Puede discutirse pero no es razonable negarla. Esa interpretación determina sus pasos, sus tiempos y sus alianzas; la amistad con el Papa no puede ser comprendida fuera de ese marco.

El Papa y la Presidenta no dirigen instituciones formadas por santos; ellos tampoco lo son. Los sistemas que les toca dirigir –la Iglesia Católica mundial y la Argentina– viven procesos tormentosos y arduos. Tienen, ambos, que contar con las limitaciones de sus recursos y con el hecho de que muchos de quienes conforman el elenco central de las respectivas clases dirigentes tienen concepciones del mundo y su realidad actual muy divergentes y en no pocos casos contradictorias con quienes hoy están en el vértice de sus respectivos sistemas institucionales. No necesariamente Francisco y Cristina comparten todos sus puntos de vista filosóficos y políticos; de hecho sus diferencias llegaron a ser públicas y trascendentes. Probablemente la amistad a la que hizo referencia la Presidenta, sea el nombre de una confluencia en la acción contra las guerras imperiales, contra los inauditos niveles de desigualdad, contra las prepotencias de los poderosos. No es la amistad entre dos utopistas o revolucionarios. Es una confluencia de personas sensatas y sensibles que aprendieron a mirar el mundo desde el fin del mundo.

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