Multitudes y momentos conocidos

Multitudes y momentos conocidos

El éxito se transforma en un problema de sobreabundancia humana y un carnaval con la máscar cultural desdibujada.

En la mañana es ver la larga fila de automóviles que insisten con llegarse a Tilcara o pasar más al norte. Son kilómetros de vehículos detenidos por ese piquete natural que es el Carnaval o, más precisamente, por esa necesidad no tan racional de amucharnos hasta lo indisfrutable, de hacer todos lo mismo y al mismo tiempo.

Desde el puente se ve un tránsito detenido que, al menos, llega a Sumay Pacha y que no se condice con el que sigue hacia el norte, rumbo a Humahuaca. Vale decir que la mayor parte de esa gente que llega seguirá nutriendo la fiesta de Tilcara, lo que por exceso de éxito se transforma en un problema de sobreabundancia humana y de un Carnaval con la máscara cultural desdibujada.

Pero la noche del sábado tuvo espacios aún para que aquel que quisiera disfrutar de la celebración tradicional, lo hiciera. Algunas estampas que se repiten con los años mantuvieron su presencia, y es eso y no otra cosa la identidad: un circulo de repeticiones que vuelven con el año, que traen a la memoria gente que no está, que fomenta el recuerdo justamente porque sucedió tal cual el año anterior, hace diez años y acaso más. Por ejemplo: la invitación en que cubren al Cristo crucificado con la bandera verde y blanca de su equipo de fútbol para que Dios no tenga que andar viendo las diabluras de sus fieles. Otro es el sonido entrañable de las bandas de saxos y trompetas, también conocidas como latapunkus y que en una invitación de madrugada, cuando las luces del alumbrado público escaseaban y el silencio se entretejía con el cansancio, alzó la intimidad de una trompeta buscando melodías de huaynos y carnavalitos, luego acompañada de un redoblante, sin nada que envidiarle a Nueva Orleans.

O la asombrosa energía de las orquestas que acompañan, ya pasadas las invitaciones, en los locales de las comparsas. Paralelo al arte de entramar el folclore con la cumbia, el ánimo con el ritmo, sus músicos logran pasar horas saltando poco de ritmo, pero haciéndolo de tanto en tanto, dejando caer en el olvido el incómodo momento del fin de una pieza.

Mientras tanto, los que pagaron la entrada para la peña de los Tekis seguían disfrutando de una fiesta que, como la limosna que cae en la mano de los pobres, dejaba salir sus luces coloridas hacia las paredes del cerro mientras el alumbrado público de Tilcara había dejado las calles prácticamente a oscuras.

Luego, para regresar, había que pasar por la plaza donde la alegría se trocaba en algo de agresividad, gracias a Dios incipiente, y donde el festejo era estar parados uno junto al otro casi inmóviles como en colectivo porteño (alguien sabrá lo que quiero acá decir). Una esquina en particular, la que recuerda la casa donde se dice que alguna vez velaron a Juan Lavalle, gozó del dudoso privilegio de convertirse en un verdadero muro humano. Veremos lo que nos sigue deparando San Carnaval.

Comentá la nota