En medio de los apagones, Macri intenta ganar otro round en la "guerra de los relatos"

Para el Gobierno, los cortes de esta semana dejan más sensación de test superado que de crisis. Y le permite confrontar con un flanco débil de la gestión K.

Mauricio Macri confirmó en los últimos días de apagones masivos que tomó nota de algunas de las lecciones del manual kirchnerista: tal como hacía su antecesora, intentó transformar la debilidad en virtud y los contratiempos en oportunidad política.

Así, ese malhumor social generado por los cortes de luz, que en principio podría ser visto como un momento negativo para el Gobierno, se transformó en una vía para sacar ventaja en la “guerra de los relatos” que se libra en los medios de comunicación y en las redes sociales.

Era inevitable que el tema se politizara: los cortes de luz se habían transformado en un estigma de la década kirchnerista, y ahora sus militantes contraatacan con el argumento de que el sistema sigue fallando como antes, pero con el agravante de que las tarifas son más caras.

Pero el macrismo mostró una estrategia de comunicación. Publicó estadísticas que marcaron una caída de 40% en la duración de los cortes actuales respecto de los ocurridos entre 2012 y 2015, cuando se produjo el colapso del sistema energético.

 

Hubo un comunicado de la Jefatura de Gabinete, pero los funcionarios trataron de no aparecer en público hablando del tema y más bien dejaron que fueran los voceros de las distribuidoras eléctricas quienes tomaran la voz cantante.

Edenor y Edesur “culparon” a las temperaturas extremas y, casi como dando la sensación de un test superado, afirmaron que el pico de cortes de luz duró apenas un día y que su plan de contingencia les permitió bajar rápidamente la población afectada de 480.000 a 45.000, un número cercano a lo “normal” en materia de cortes.

De todas formas, el Gobierno trató de tomar distancia de las empresas. En una jugada que intentó no sólo responder a los opositores sino a las críticas de la propia coalición Cambiemos, se aclaró que no había complacencia con las eléctricas, porque desde hace un año y medio se les lleva aplicadas multas por $1.700 millones por problemas de servicio.

El Ejecutivo quiere mostrar su política actual de monitoreo semestral del servicio como una “mano dura” en materia regulatoria, en contraste con la falta de control existente en el kirchnerismo.

Durante la gestión de Cristina Kirchner, la relación con las empresas privadas había pasado por varios estadíos: de la amenaza al pago estatal de los sueldos de empleados, y de negar los problemas de infraestructura a solventar con dinero estatal la compra de equipos generadores de emergencia.

Un hito de aquellos años –el 2012, para ser más exactos– fue cuando Axel Kicillof les dijo a los representantes de las compañías energéticas: “Por la plata no se preocupen, es problema mío”.

El entonces viceministro explicaba el plan con el cual se suponía que se superarían los cuellos de botella en materia energética. Pero lo que quedó en claro fue que el “problema mío” al que hizo referencia Kicillof terminó siendo un problema del fisco, que aumentó su nivel de subsidios a la energía hasta el punto en que terminaron por representar casi uno de cada cuatro puntos del gasto público.

Luego, cuando se evidenció la crisis profunda del sistema energético con el fatídico verano del 2014, la base militante empezó a reclamarle Cristina Kirchner que, tal como había hecho con YPF, reestatizara Edenor y Edesur. Pero a pesar de las amenazas esa medida jamás ocurrió.

Más bien al contrario, los funcionarios kirchneristas parecieron interesarse más que nunca en sostener a las empresas, intensificando los subsidios e invirtiendo en equipos electrógenos móviles para atender contingencias. Según afirmaba en aquellos días el propio Julio De Vido, se habían destinado del presupuesto estatal unos u$s340 millones en las subestaciones transformadoras móviles.

Era lógico, desde la óptica kirchnerista, que en ese momento no se hubiera reestatizado el sector eléctrico. A diferencia de YPF, no tenía ganancias ni ningún símil con el caso Vaca Muerta. Se trataba de empresas técnicamente quebradas, con sus balances crónicamente en rojo, que tenían deudas con el proveedor mayorista de electricidad y que dependían del dinero estatal para pagar sueldos.

El apagón y el cambio cultural

Ahora, la gestión macrista se da el lujo de anunciar una suba de tarifas en pleno apagón. Recibió críticas, naturalmente. Hubo actos callejeros de repudio, como era esperable. El tema estuvo en la TV y posiblemente le haya ocasionado un costo político al presidente Macri.

Pero el aumento se implementó. Desde el viernes pasado, corre el nuevo esquema por el cual se llevará el costo del servicio eléctrico hasta un 32% más caro.

Y el solo hecho de que, en un contexto recesivo y, para colmo, en medio de un verano con apagones, se haya instrumentado una suba tarifaria sin que ello haya derivado en un caos social o una crisis política, es todo un síntoma de los tiempos.

Desde el punto de vista del macrismo, representa un “cambio cultural” del mismo tipo que el que posibilitó la adopción del duro programa fiscal de déficit cero. En las últimas horas varios recordaron la polémica frase del ministro de Hacienda, Nicolás Dujovne, que explicaba ante inversores que habría sido imposible aplicar el duro programa económico sin que existiese un consenso social sobre su necesidad.

“Esto nunca se había hecho en Argentina sin que caiga el Gobierno, un ajuste fiscal de esta magnitud”, había dicho el ministro, en una frase que levantó muchas críticas pero que conceptualmente refleja un hecho del que el propio Macri se enorgulleció ante sus colegas del G20.

Lo cierto es que, hasta no hace mucho tiempo, el hecho de que hubiera un apagón era considerado un impedimento para una suba tarifaria. Ahora, se usa al apagón precisamente como un argumento sobre por qué es necesario aguantar otro tarifazo.

Ya en 2016, una encuesta de Polldata Consultoras en la provincia de Buenos Aires -acaso la región donde el tema puede despertar mayor sensibilidad- reveló que un contundente 73% de la población admitía que era necesario aumentar las tarifas. Y, en todo caso, el reclamo no pasaba por el hecho del incremento en sí, sino por la forma y el gradualismo con que debería efectuarse.

En sus balances cerrados en septiembre pasado, Edenor y Edesur mostraron cifras en azul –respectivamente, ganancias por $2.100 millones y $3.322 millones- y anunciaron un incremento de las inversiones en el mantenimiento de la red, una situación que habría resultado utópica en los años del “modelo K”. 

Porque lo cierto es que Cristina Kirchner quiso y no pudo. Antes de adoptar el argumento de que las tarifas “planchadas” eran una política deliberada de aumento de los ingresos, la ex Presidenta intentó en varias ocasiones hacer su corrección tarifaria y tuvo que dar marcha atrás por considerar que el contexto político no le era favorable.

El tarifazo K que no pudo ser

El primer intento serio de hacer una corrección fue del exministro de Planificación, Julio de Vido en 2008, cuando dispuso un aumento de 200% en las tarifas de gas y electricidad.

En aquel momento, el ministro De Vido explicó que la medida sólo afectaría a una minoría de altos ingresos, que el recorte sería gradual y progresivo y que para el Estado implicaría un ahorro de unos u$s200 millones. Pero el malestar social y las acciones legales de los consumidores obligaron a dar marcha atrás.

Fue la primera vez que Cristina Kirchner tomó nota de lo potencialmente explosivo que podía ser el malhumor de la clase media que no quería saber nada con el más mínimo olor a ajuste.

Tres años después, a fines de 2011, con el enorme respaldo político de la reelección, se anunció un recorte de subsidios para todos aquellos que no pudieran demostrar una necesidad real de contar con ayuda estatal.

Pero, una vez más, la presidenta temió por las consecuencias políticas. Lo que en un comienzo iba a ser una aplicación “casi universal” terminó siendo un plan delimitado a los habitantes de los countries.

La explicación es que el clima político había empeorado. Por un lado, estaba el enojo por la tragedia de Once, luego llegó la explosión de los cacerolazos a nivel local, y además Cristina había tomado nota del caos social brasileño que había empezado por un inocente aumento del boleto de colectivo.

Fue así que el kirchnerismo intentó gestionar la ya evidente crisis energética sin tocar las tarifas. Y cuando había apagones, De Vido recurría a otro de los clásicos del “relato K”: la teoría conspirativa. Habló sobre una “mano negra” que había bajado una palanca en un sistema que funcionaba bien.

Pero muy rápidamente las dificultades quedaron a la vista: en diciembre de 2013, el sistema eléctrico tuvo su implosión, con los apagones más graves que se hayan recordado en varias décadas.

Para ese entonces, De Vido ya había ajustado el discurso. Intentó atribuir esos problemas al cambio climático, a los altos niveles de crecimiento de la economía y a la mejora en la calidad de vida de los argentinos, que habían incorporado masivamente el uso del aire acondicionado.

Es decir, se prefirió otro clásico del relato K, el de los “dolores de crecimiento”. De acuerdo con esa lógica, cada situación negativa era un síntoma de lo bien que andaban las cosas.

Pero el relato no lograba explicar cuestiones básicas. Por ejemplo, que el récord de la demanda energética no era privativo de Argentina, sino que ese aumento ocurría prácticamente en todos los países del mundo, por el solo efecto del crecimiento de la población.

Los funcionarios K tampoco podía explicar por qué Uruguay, que sufría la misma ola de calor que la provincia de Buenos Aires y cuya economía crecía a una tasa mayor que la argentina, no sufrió apagones y tenía un “colchón” de reserva que le había permitido exportarle a Argentina 500 megavatios en una jornada en que el sistema argentino colapsó.

Fue a partir de allí que parte de la población empezó a ver el tema energético con otros ojos: ahí se supo que en Uruguay se pagaban tarifas siete veces más caras que las argentinas.

Un récord en plena recesión

El macrismo no podría, ni aunque quisiera, recurrir a los artilugios retóricos que usaba De Vido en aquellos veranos inolvidables. En el actual contexto recesivo, en el que las industrias requieren menos consumo eléctrico, no es posible atribuir los cortes a una economía pujante.

Pero aun así, tiene a mano un argumento para contestar a sus críticos de la oposición.

En el verano de 2014, De Vido afirmaba que el colapso se había debido a la demanda récord de 24.000 mil megavatios, y los comparaba con los 14.000 mil que se demandaban en 2004, al inicio de la gestión K.

Le resultaría difícil a De Vido explicar cómo ahora, con una economía recesiva y en un verano fresco en que no se vendieron muchos aires acondicionados, hubo una demanda de 26.113 megavatios.

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