La lapicera del Presidente está guardada

La lapicera del Presidente está guardada

Nadie se había referido hasta ahora tan explícitamente al sueño roto de los empresarios. Adelmo Gabbi, presidente de la Bolsa, hablaba esta semana de Alberto Fernández en Radio La Red y usó una metáfora gastada, pero vigente: recordó que en un país presidencialista el que maneja la lapicera es el que realmente gobierna. 

Luis Novaresio, que lo entrevistaba, fue entonces a la situación del Presidente: "¿Siente que la maneja o hay alguien que quiere arrebatarle la lapicera?", le preguntó. "Bueno, hay momentos de moderación en que él ejerce la lapicera. Y otros momentos de no tanta moderación, como en el caso Vicentin, en que la lapicera se la ejerce otra gente". Gabbi fue uno de los siete empresarios invitados al acto del 9 de Julio. El universo de lo que define como "otra gente" es el de Cristina Kirchner, la primera que cuestionó aquella convocatoria y a quien el establishment económico ve ahora en un lugar bastante más protagónico del que imaginaba en el principio del mandato.

 

Si existió, la ilusión de un Alberto Fernández emancipado de quien lo encaramó en la fórmula fue breve o, en todo caso, no sobrevivirá a la cuarentena. Tuvo anteayer, por lo pronto, un crack simbólico: las declaraciones del Presidente sobre el pacto con Irán. "Yo critiqué mucho el memorándum, pero lo que buscaba era destrabar el problema", le dijo a Dina Siegel Vann, directora del Comité Judío Estadounidense. Pocos habían sido tan críticos como él al respecto. El giro llegó demasiado pronto y abrupto. Si lo veían venir, los constructores del albertismo lo esperaban al menos como Ginés González García al Covid: para más adelante. Y se resisten a verlo ahora en este rol, esmerándose en justificar decisiones que parecen tomadas en otra parte.

Las críticas del kirchnerismo al acto del 9 de Julio, que incluyó una puesta en escena con siete empresarios a quienes Gustavo Beliz convocó con el argumento de que hablarían del Consejo Económico y Social, no parecen además solo protocolares: afectan por primera vez al área en que Alberto Fernández había tenido hasta ahora menos interferencias institucionales

Las críticas del kirchnerismo al acto del 9 de Julio, que incluyó una puesta en escena con siete empresarios a quienes Gustavo Beliz convocó con el argumento de que hablarían del Consejo Económico y Social, no parecen además solo protocolares: afectan por primera vez al área en que Alberto Fernández había tenido hasta ahora menos interferencias institucionales. La necesidad de diálogo fue, junto con la renegociación de la deuda, uno de los pilares sobre los que imaginó la gestión económica, la única en la que Cristina Kirchner no le incluyó funcionarios. El jefe del Estado llegó a fantasear con designar al frente de la iniciativa a Roberto Lavagna.

Es natural entonces que las objeciones que la jefa publicó el domingo de manera sutil en Twitter y que Hebe de Bonafini hizo después más explícitas sean interpretadas en el Grupo de los Seis como una provocación de motivaciones difusas. ¿Qué es, por lo pronto, lo que cuestiona ese sector con sede en el Instituto Patria, desde donde celebran al mismo tiempo las reuniones que Jorge Brito y Sergio Massa le organizan a Máximo Kirchner con empresarios? Incluso la expresidenta se viene contactando con algunos de ellos. ¿El problema fue el acto, los invitados o, lo que resultaría más inquietante, el lugar desde donde partieron las invitaciones?

 

Difícil encontrar una lógica. Esta nebulosa en las intenciones genera dudas también en la oposición, invitada el lunes por Massa a un diálogo con el Presidente. ¿Había que ir? Juntos por el Cambio todavía lo sigue discutiendo. La Coalición Cívica decidió faltar. Aunque el encuentro no fue amable, hay en el espacio quienes consideran imprescindible participar. Por ejemplo, Martín Lousteau, que intenta convencer a sus compañeros con un argumento que también expuso en la reunión: recuperarse de la caída que le aguarda a la Argentina llevará un tiempo que excede el mandato de Alberto Fernández y tarde o temprano habrá que sentarse a conversar.

Lousteau suele citar al respecto un paper que Pablo Gerchunoff, Martín Rapetti y Gonzalo de León publicaron en la revista Desarrollo Económico. El trabajo, titulado "La paradoja populista", da en el centro del problema argentino: se pregunta por qué los gobiernos reinciden en general en políticas o estrategias que, ya antes de aplicarse, han demostrado estar destinadas al fracaso. ¿Es solo miopía o ignorancia o existe alguna pulsión que lleva a las administraciones a tomar siempre rumbos equivocados?

El texto hace una recorrida por la historia argentina. Recuerda que la economía atravesó entre 1940 y este año "17 episodios contractivos", acumulando en total 27 años de retracción. "Se trata del país con mayor número de años recesivos a nivel global al menos desde 1960", alerta, y especifica que todas esa recesiones, con excepción de la de 1978, "se produjeron luego de rápidas expansiones que condujeron a déficits gemelos y finalmente desembocaron en bruscas devaluaciones de la moneda". Aclara además que muchas de estas gestiones corrieron por cuenta de gobiernos que a priori no podían ser calificados de populistas. ¿Qué pasó? ¿Es incompetencia?, se preguntan los economistas, y concluyen en un problema de fondo que advierten común a todas las épocas: la Argentina tiene un conflicto distributivo subyacente entre su equilibrio macroeconómico y su armonía social. En otras palabras: por historia y características propias, la sociedad se habituó a demandas superiores a la capacidad productiva del país. Y lo que le otorgaría equilibrio macroeconómico -un tipo de cambio alto, expansión baja del gasto público, etc.- le provoca al mismo tiempo desequilibrio social, una circunstancia que parece solo atendible con las decisiones inversas: apreciación de la moneda, políticas monetarias, fiscales y de ingresos expansivas y, por lo tanto, desequilibrio en las cuentas. Una trampa.

 

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El informe propone resolver estas tensiones con una convocatoria a todos los sectores políticos y económicos. Pero la Argentina está todavía lejos siquiera de insinuarla. No solo por las extravagancias institucionales del Frente de Todos: Juntos por el Cambio no confía en el Gobierno y debe dirimir además su estrategia electoral del año próximo. ¿Les dará en las listas relieve a los más confrontativos? ¿Debería ir Macri por un lugar que, dada la situación judicial y política, le otorgue fueros? Dicen que Elisa Carrió le aconseja rehusar esa tentación: hacerlo lo terminaría equiparando con Cristina Kirchner. Los que pretenden una configuración partidaria más dialoguista se quejan de que, como su antecesora, Macri también busca una reivindicación personal.

Estas trabas ocasionales se vuelven estructurales con la expresidenta. No solo porque el diálogo no está en su temperamento, sino por la desconfianza que ella viene insinuando hacia quien debería hacer de convocante: Alberto Fernández será siempre un dirigente ajeno al Instituto Patria. La lapicera del Presidente está guardada, pero existe.

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