El eterno retorno de una oposición sin memoria

Por Alejandro Horowicz

Mientras el oficialismo ve venir el 2015 entre Scioli y el dedo de Cristina, en otra vereda sigue siendo alarmante el déficit de las lecturas políticas.

El déficit de las lecturas políticas de la oposición no por sabido resulta menos alarmante. A tal punto, que es posible sistematizar el dislate. El ciclo atraviesa dos fases. En la primera, el oficialismo está a punto de derrumbarse y si se le pegara un empujón terminaría cayéndose. Nunca se entiende el motivo, pero la pérfida aptitud K finalmente desbarata la acometida. El ejemplo más notorio de ese modelo de fracaso puede ubicarse en derredor de la victoria opositora en las elecciones del medio tiempo (2009, 2013). Sirvió para que tras la batalla campera de 2008 las presidencias de las comisiones del Congreso Nacional cambiaran de mano, y en ese punto concluyó el cambio. Es la cara eufórica. 

En la segunda, el oficialismo gana la primera vuelta y sólo una sofisticada ingeniería política impediría la victoria definitiva en el balotaje. De modo que el acuerdo previo termina siendo el instrumento eficaz consensuado. A caballo de los argumentos de sus dadores de sangre intelectual, sólo es un modo de contarlo, se reúnen los líderes con alguna chance y producen un documento para salvar la república. Los grandes medios comerciales explican la significación del texto, la divisoria de aguas que organiza, pero todos saben o al menos sospechan que se trata de retórica vacía. Es la fase depresiva. En ese punto del ciclo nos encontramos hoy, sólo falta el documento republicano. Están quienes sostienen que el acuerdo para debatir en TN es esta vez el dichoso manifiesto. 

Una observación elemental permite comprobar que el oficialismo, en las tres elecciones nacionales (2003, 2007, 2011) jamás tuvo que ir a segunda vuelta. Sin embargo, como si se tratara de una gramática imposible de evitar, el panorama electoral de 2015 repite el corralito. Eso si, los protagonistas difieren. El cambio generacional –no se me ocurre una caracterización mejor– pareciera todo el cambio. Vale la pena observar la estructura posicional, los lugares que las distintas tolderías políticas ocupan en el tablero.     

Del enfrentamiento entre Néstor Kirchner y Eduardo Duhalde surgió el peronismo federal. En principio se trataba de los restos no K del peronismo bonaerense, y del intento de articularlos, junto con aliados del interior, en derredor de una dirección unificada. Todos los candidatos presidenciales del espacio decidieron civilizadamente dirimir en una interna el reparto de las achuras. En teoría esa posibilidad existía, pero como para ganar era y es preciso hacer pie en la CABA, Mauricio Macri fue invitado a sumarse; durante un breve lapso pareció que el acuerdo avanzaba, hasta que Macri dijo nones y la interna terminó en bochorno. Es decir, los desgastados participantes ni siquiera pudieron concluirla en medio de acusaciones cruzadas de fraude. 

Francisco de Narváez, primero, y Sergio Massa, después, heredaron esa tradición.  El colorado volcó tras su acuerdo electoral con Ricardo Alfonsín, y ese arreglo no sólo no los potenció en el cuarto oscuro sino que terminó destruyendo la trabajosa recomposición que la UCR pergeñara tras la debacle de 2003. Sin olvidar que el proyecto de Santa Fe, la confluencia del socialismo de Hermes Binner con la UCR, terminó en aborto. Ricardito hizo la autocrítica y ambos juraron que esa desagradable experiencia no se volvería a repetir. Y no cabe duda de que estamos presenciando la misma versión de la misma historieta.

Massa, en tanto, heredero directo del cabezón Duhalde, esta parado en el mismo lugar que su antecesor, y tiene que enfrentar sus mismos dilemas. No me propongo hacer comparaciones odiosas entre ambos, pero basta observar las dificultades del diputado de Tigre con la Santa Madre para entender la diferencia. La idea de intervenir en la interna católica, creer que desde afuera es posible volcar relaciones de fuerza como si de tratara de un debate entre punteros e intendentes, forma parte de una lectura excesivamente simplota; en otros tramos de la historia nacional, cuando la Iglesia todavía no estaba directamente colonizada por el juego global porque resultaba de menor densidad, pienso en el enfrentamiento entre el presidente Julio A. Roca y el nuncio apostólico de su tiempo; el Ejecutivo podía pagarse el lujo de expulsar al representante vaticano sin muchos miramientos. No es esa la situación actual.

Para un conocedor de la tradición del primer peronismo ese enfrentamiento, si se recuerda la experiencia de 1954-1955 del General Perón, está contraindicado. Cierto es que Massa, en tanto jefe de Gabinete de Cristina Fernández en ese entonces, paga pecados ajenos como si fueran propios. No menos cierto es que actuó acicateado por Néstor Kirchner, pero Jorge Bergoglio pareciera desconsiderar estas sutiles diferencias. Después de todo Cristina conserva el timón del poder en sus manos, y Sergio no es más que una promesa de los encuestadores. 

Retomemos el hilo. El lugar electoral de Macri está determinado por la degradación de la UCR. Un segmento decisivo de su electorado proviene del viejo tronco radical, no es casual que el grueso de los cuadros del Movimiento de Integración y Desarrollo haya regresado a sus fuentes. El radicalismo lo sabe; pero la feroz lógica de los intendentes, la que necesita subirse a los faldones de un candidato presidencial roncador, sólo se preocupa por la próxima elección. El futuro se conjuga en la primera persona del singular en el modo indicativo. Esto es, un futuro partidario que no incluya al intendente en cuestión lo tiene completamente sin cuidado. Por eso, el partido de Alem e Yrigoyen no para de desangrase.

Así como el acuerdo político entre Macri y Massa es ideológicamente posible, pero nadie propicia una construcción que no esté al servicio de su carrera política, por tanto cada participante espera que el otro le ceda el turno. Invariablemente tal cosa no sucede, y todos alucinan que la próxima encuesta permita dirimir el entuerto. Cosa que tampoco sucede. En ese punto Lanata los carajea y todos mansamente bajan la cabeza sin cambiar de posición. Y el juego vuelve a reiniciarse.

El problema es otro. Los vaivenes de la imagen positiva de la presidenta sólo afectan el nivel de respaldo oficial. Si Cristina baja en las encuestas, no sube la oposición. Es como si el mercado electoral tuviera tres segmentos diferenciados. Cristina no sólo conserva la delantera, la segunda fuerza está conformada por los que no votan, y entre ambos totalizan el 65% del padrón. En el tercer segmento los votos no resultan tan sencillamente agrupables. Y los candidatos no muestran la menor aptitud para acceder a la rica cantera de los despolitizados. Sin esa llave ganar se hace cuesta arriba.   

Para el oficialismo las cosas presentan otras dificultades. Pocos dudan de que el candidato que mejor mide es Daniel Scioli. En ese punto se visualiza un corte. Están los candidatos que atraen activos militantes, y Scioli. Los primeros no miden como para garantizar el resultado, y muy pocos creen que Cristina esté dispuesta a jugar la carta de 2015 al estilo Lula. Para que se entienda. Santificar un candidato, recorrer todo el país apoyándolo, apostar todo el caudal de su prestigio a sus patas, hasta que pueda ganar las PASO primero, y la nacional, después. Por cierto no es nada fácil, pero quién dijo que defender un proyecto lo fuera. Si la decisión presidencial no terminara siendo esa, la bendición de las huestes del gobernador bonaerense sería la otra opción. En la tradición peronista el líder solo muy excepcionalmente distingue a uno de sus segundos hasta ese punto. En el segundo peronismo el General Perón, tras el atentado contra su vida en Caracas, optó por John William Cooke. No faltan los maliciosos que explican la decisión como una garantía de sobrevivencia. El izquierdismo de Cooke, que nadie ignoraba, funcionaba a modo de disuasivo. De modo que Perón hacía saber que matarlo no era gratis. Esa vez no se repitió; en su último discurso en la Plaza de Mayo su único heredero ya era el pueblo. Si se tiene en cuenta que la vicepresidenta era su mujer, el General no dijo poco. Se trata de saber si Cristina dirá algo distinto.

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