G-20, una Cumbre particular con logros equilibrados para CFK

G-20, una Cumbre particular con logros equilibrados para CFK
La mandataria mantuvo firme el reclamo contra los fondos buitre y se alineó sin matices con el rechazo a una intervención militar de EE UU.

Cristina Fernández regresó ayer a la Argentina tras su paso por la cumbre del G-20, con un balance equilibrado entre las expectativas de máxima que tenía el gobierno frente a ese foro de líderes mundiales, y los resultados obtenidos en el documento final y los encuentros bilaterales que mantuvo en la bellísima ciudad de San Petersburgo. Es más, sin buscarlo, hasta consiguió un gesto de la titular del Fondo Monetario, su tocaya Christine Lagarde, quien ante los medios argentinos sostuvo que todo lo que está en contra de las estructuras que permiten la negociación de la deuda y la protección de los estados, en este caso el fallo de la Cámara de Apelaciones de Nueva York, "es una dificultad".

El de San Petersburgo fue un G-20 extraño. Atravesado por el conflicto de Siria que terminó opacando los compromisos financieros y económicos suscriptos por los 20 mandatarios, cruzado por problemas bilaterales como el pedido de explicaciones de Brasil y México a los Estados Unidos por el espionaje a sus presidentes, y el actual enfrentamiento entre la administración de David Cameron y el gobierno español por el Peñón de Gibraltar, podría asegurarse que ningún jefe de Estado logró esta vez hacer una diferencia a su favor. Desde la crisis financiera de 2008, y ahora con una guerra en ciernes, todos los liderazgos, de una forma u otra, aparecen puestos en cuestión.

La presidenta sabía que llegaba en este contexto, por eso fijó posición ni bien pisó suelo ruso y les dijo a los medios argentinos que estaba en contra de la intervención militar a Siria y del papel que juegan los fondos buitre en las economías en crisis. También dejó sentado que sabía antes de llegar que Estados Unidos había vetado una condena explícita a los holdouts, algo que la avanzada de Cancillería y el Ministerio de Economía se había encargado de advertirle.

Por eso, evaluó como un hecho positivo que el documento final incluyera, por lo menos, la necesidad de que las reestructuraciones de deudas soberanas se realicen en condiciones "sustentables". Y que los presidentes coincidieran en la necesidad de garantizar el empleo y no flexibilizarlo, entre las opciones posibles para enfrentar la caída de sus economías. Tal vez porque en el conjunto, resultó ser más de lo que esperaba. Tampoco Barack Obama se llevó mucho debajo del brazo: llegó en busca de avales para su intervención militar en Siria, y se llevó un tibio y elíptico pronunciamiento de varios países europeos que, de todas formas, no lo hará cambiar de posición.

El gobierno argentino se inscribió en ese punto entre los que expresaron un rechazo concreto a la intervención armada en Siria. Como Rusia, China, Brasil, la India, Sudáfrica, las potencias emergentes que integran el denominado grupo BRICS, con las que la presidenta suele sostener posiciones comunes. Si en el diálogo entre presidentes las gestualidades aportan tanto como las palabras, podría asegurarse que la presidenta, lejos de buscar un acercamiento a Estados Unidos para obtener a cambio un posible apoyo en pelea con los buitres, optó por mantener el alineamiento con sus principales socios comerciales, y actuar por las suyas sin esperar milagros: mientras participaba del G-20, la Argentina presentaba la apelación al fallo del tribunal de Manhattan a favor de los holdouts.

Otro dato significativo fue la decisión de Cristina de convertirse ella misma en la vocera de lo ocurrido puertas adentro del Palacio de Constantino. En sus tres días de permanencia en San Petersburgo habló con los enviados de medios argentinos otras tantas veces: abrió las puertas de la casa que le había asignado la organización de la Cumbre para alojarse durante su estadía, respondió todas las preguntas, y se mostró analítica del contexto geopolítico en el que transcurrían las deliberaciones. Y pese a admitir que estaba más que conforme con el resultado del diálogo con sus pares, se permitió criticar la forma fragmentada en que se expresaron las conclusiones del debate, como si los aspectos que condujeron a la crisis no estuvieran interrelacionados.

Contrastes de una ciudad imperial y sofisticada

Con la partida de los presidentes, San Petersburgo retomó su vida normal. Un sábado en las calles céntricas, con 24 grados de temperatura y en un final de verano lleno de sol, permite comprobar que Rusia es un país plagado de contrastes. Un desfile de automóviles de alta gama, los cafés y pectopah (restaurantes) atestados de gente, las "cuevas" de cambio abiertas, los buses turísticos atravesando la ciudad y los atractivos culturales –que los hay de sobra– hablan de un país que vive una época comparable a la de la "plata dulce" argentina, según eligió describirla un periodista local. En la ex Leningrado todo sugiere que la sociedad –a pesar de los 74 años de gobierno comunista– tiende a identificarse más con la Rusia zarista que con los paradigmas culturales de la Revolución de 1917.

Algunos datos ayudan a comprender el fenómeno. Desde 2000 hasta hoy, y bajo el gobierno del Grupo de San Petersburgo al que pertenecen Vladimir Putin y el primer ministro Dimitri Medvedev, el salario promedio pasó de 200 a 1100 dólares. Algunos se lo atribuyen al boom petrolero, gasífero y de los metales que permitió un superávit presupuestario y una deuda externa no mayor al 7% de su PBI.

Pero esto ocurre en las dos ciudades más importantes del país, que son Moscú, la capital, y esta, San Petersburgo, más cultural, imperial y sofisticada , que recibió a los presidentes del G-20.

La otra realidad es que esta tremenda superficie –en todo el país hay once husos horarios diferentes– alberga una enorme cantidad de minorías étnicas cuyo grado de desarrollo es relativo en relación con las grandes urbes y, después de Estados Unidos, es el país con mayor cantidad de inmigración ilegal, en general proveniente de los países asiáticos y los ex Estados satélite de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En Rusia hay discriminación racial como consecuencia del fenómeno migratorio. Ese que a los rusos les hace pensar que todo habitante de la zona del Cáucaso es un terrorista islámico en potencia, o que quienes llegan de la frontera sur son indefectiblemente narcotraficantes.

Los 110 dólares promedio le permiten a un ciudadano local alquilar ajustadamente un departamento en los enormes edificios construidos en las afueras de la ciudad durante el período socialista. Cuando se les pregunta a los rusos si extrañan algo de la época de la revolución –de la que sólo queda merchandising para el turista nostálgico– admiten que sí, pero son poco específicos a la hora de definir en qué aspectos. "Se extraña la justicia social –asegura el periodista de la TV rusa que durante varios años vivió en Uruguay y domina perfectamente el concepto–, la igualdad en lo médico, en la universidad, la igualdad cotidiana. Nos estamos convirtiendo en uno de los países más clasistas de Europa."

A Putin lo define como un "nacionalista con variantes, con esquinas de varias calles", y explica que el Estado suele asistir todavía a las poblaciones de no más de 40 mil habitantes, donde vive el 40% de la población y no existe una economía de mercado tan poderosa como en las ciudades. "Para gobernar Rusia, todo derechista tiene que tener algo de izquierdista", comenta irónicamente.

Comentá la nota