El caso del degollado que le complicó el debut al ministro Alejandro Granados

El caso del degollado que le complicó el debut al ministro Alejandro Granados
Un cádaver hallado en su feudo, a metros del restaurante que el funcionario regentea, es interpretado como un mensaje destinado a su persona. Una advertencia que remite a otra historia macabra de la cual él no fue ajeno.
Exultante. Esa sola palabra sintetizaba el estado anímico del nuevo ministro de Seguridad bonaerense, Alejandro Granados, durante la mañana del 24 de septiembre, al presidir por primera vez en La Plata un cónclave del Consejo de Seguridad Pública. Flanqueado por los presidentes de las Cámaras legislativas y ante un atento auditorio formado por representantes de los partidos políticos, el funcionario desgranó con un tono entre firme y campechano sus ideas para el cargo. "En dos años, quiero 100 mil efectivos en las calles", diría con suma naturalidad, no sin medir el asombro de los presentes. Tampoco ahorró elogios hacia su propia gestión como intendente desde 1995 del partido de Ezeiza, al enumerar los logros del plan de seguridad implementado allí por él.

En aquel preciso instante, alguien descubría un cadáver en el corazón de sus dominios, sobre los pastizales de tramo de la Autopista Ricchieri que traza el límite de La Matanza con Ezeiza; o sea, entre el hotel Holiday Inn (propiedad de la familia Granados), la estación de servicio Shell (propiedad de la familia Granados) y el restaurante El Mangrullo (propiedad de la familia Granados). "A Alejandro le tiraron un muerto", musitaron algunos colaboradores suyos a media voz; en tanto, desde el ministerio, se informaba que el finado sólo sería un vagabundo atropellado por un automovilista. Por cierto, el tipo presentaba un profundo corte en el cuello.

No era la primera que el destino de Granados se cruza con un degollado.

Al respecto, bien vale evocar una añeja historia.

EL PILETÓN DE LAS TINIEBLAS. El 14 de agosto de 2002, dos chicos que pescaban en una tosquera de Ezpeleta se toparon con una espalda que flotaba junto a la orilla; el resto del cuerpo permanecía bajo el agua. Era el acto final del secuestro extorsivo de Diego Peralta, de 17 años, cuyo telón se había alzado del modo más sombrío: la víctima presentaba un profundo corte en el cuello. Fue el prolegómeno de un día de furia.

Ese mismo lunes, vecinos y amigos que responsabilizaban por el crimen a efectivos de la Bonaerense marcharon iracundos hacia la comisaría del barrio El Jagüel, en el partido de Esteban Echeverría, y la quemaron sin encontrar resistencia. Había sido la explosión de un viejo rencor entre ellos y los efectivos policiales de la zona, sobre quienes pasaban un cúmulo de denuncias con un destinatario preferencial: el sargento Miguel Ángel Giménez, quien comandaba el servicio de calle.

No lejos de allí, el juez federal de Lomas de Zamora, Carlos Ferreira Pella, levantaba su mirada hacia el hombre de muñecas esposadas que tenía frente a él. Se trataba de Juan Paulo García, un ladrón de poca monta, analfabeto y soplón de la policía. Era, por entonces, el único detenido por el caso; se lo acusaba de haber llamado a la familia por el rescate. Ahora ampliaba su indagatoria con una revelación explosiva. "¿Me puede repetir eso?", dijo, sorprendido, el juez. "Sí señor: el sargento Giménez estuvo en el secuestro."

Aquel crimen sacó a la luz una hipótesis que sólo se mencionaba a hurtadillas y con temor: el funcionamiento de un escuadrón de la muerte en Esteban Echeverría y Ezeiza, conectado tanto con algunos comerciantes como con dignatarios locales del poder político. Casi por decantación fue tomando estado público que en los últimos dos años hubo otros cuatro adolescentes –algunos, con prontuario– desaparecidos o acribillados por las balas policiales. Todo bajo la figura omnipresente del sargento Giménez.

Ariel Chávez, de 19 años, también desapareció en esa zona desde el 11 de noviembre de 2000. Previamente fue golpeado, esposado y subido a un móvil de la Comisaría 1ª de Ezeiza, donde ya había estado detenido.

El caso había tenido ribetes inusuales. Horas después del secuestro, un amigo del intendente, el director técnico del Club Tristán Suárez (propiedad de la familia Granados), Rodolfo Garayar, se presentó en esa comisaría para denunciar que minutos antes Chávez lo había asaltado. Testigo de ello fue el subinspector Diego Pavón, curiosamente sindicado como uno de los policías que levantaron al chico.

Un testigo que presenció el episodio a la distancia también responsabilizó a los suboficiales Eduardo Bogado, Juan de Dios Pozze, de la Comisaría 1ª, y al inefable sargento Giménez, que por entonces prestaba servicios en la Comisaría 5ª de Ezeiza. Según doña Zulema Cabral, la madre del chico, todos ellos "seguían directivas de los comisarios Carlos Dombrosqui y Julio Quintela –jefe del Comando de Patrullas de Ezeiza–, quienes organizaban este tipo de acciones".

El mismo elenco policial, con Giménez a la cabeza, también fue responsable de la desaparición de Alcides Fernández, de 15 años. Alcides fue visto por última vez el 3 de enero de 2002 mientras recogía cartones. Ya había estado detenido en la 1ª, y posteriormente su madre, María López, denunció que el chico fue amenazado por personal de calle de esa seccional. Sus vecinos deslizaron que "comerciantes de la zona pagaban para que la policía limpie el barrio de chorritos". La abuela del menor, Natividad Molina, de 81 años, también apuntó sobre el intendente Granados, quien había mandado a golpear al padre de Alcides, Luis Molina, porque "prefería trabajar de albañil y no hacerle trabajos políticos".

El vínculo entre Granados y esos efectivos de la Bonaerense se tornó explícito poco después, cuando designó como director de seguridad municipal al comisario Quintela. Según sus propias palabras, lo "hizo con el propósito de fortalecer los lazos profesionales con la policía". De hecho, Giménez era uno de los uniformados predilectos de Granados, ya que en 1999 este lo declaró "el mejor policía del municipio".

A la cosecha roja en el feudo de Granados se le sumó otro muerto. El 6 de febrero de 2002, Hugo Javier Barrionuevo fue asesinado a balazos cuando participaba de un piquete organizado en El Jagüel por la Agrupación Aníbal Verón. La policía aseguró que el autor de los disparos fue "un automovilista furioso por ver impedido su derecho a circular". El iracundo chofer resultó ser el ex policía Jorge Bogado, dueño de una parrilla en la zona y puntero de Granados.

Exactamente tres meses después, se produjo la muerte de Emmanuel Salafía, cuyo cuerpo acribillado apareció en la cabina de una camioneta robada. El relato de los suboficiales Roberto Macua e Isabel Ciarlo, de la Comisaría 5ª, fue que ellos "interceptaron el vehículo y dispararon en legítima defensa", pero el fiscal Daniel Gualtieri comprobó que se había tratado de una ejecución. Fue el final de una tortuosa relación entre los policías del barrio y la víctima, quien en otras ocasiones sufrió amenazas, una causa armada en su contra y hasta un secuestro extorsivo ocurrido dos años antes, en el que participaron efectivos de esa seccional; entre ellos, el sargento Giménez, tal como consta en el expediente.

A finales de agosto, el flamante jefe de la Bonaerense, Alberto Sobrado, y el jefe de la Brigada Antisecuestros, Ángel Casafús, declararon a la prensa haber resuelto dos casos a la vez, en el marco de la misma investigación: la muerte del pibe Peralta y el robo de un ciclomotor. El anuncio se produjo luego de 25 allanamientos y 17 detenciones, entre las cuales resaltaba la de Giménez. Pero el sargento no estaba imputado en el secuestro y homicidio del adolescente sino "en el asunto del ciclomotor", como se encargó de puntualizar Casafús. Posteriormente recuperó la libertad por falta de mérito.

Sólo fueron condenados por el caso la parte civil de aquella banda mixta; es decir, un puñado de lúmpenes oportunamente reclutados por la policía. La onda expansiva de los acontecimientos no rozó siquiera al intendente.

EL RESTAURADOR DE LAS LEYES. Es posible que, durante la mañana del martes, Granados haya evocado en silencio aquella remota trama, luego de que le informaran sobre hallazgo del degollado de la autopista. "Le tiraron un muerto", repiten aún hoy ciertas voces de su entorno, en una clara referencia a la pelea de fondo por los cambios en la Bonaerense.

Tal vez, al respecto, recuerde otra imagen: la del pugilato en diciembre de 2011 entre el jefe saliente de La Bonaerense, Juan Carlos Paggi y el entonces jefe de Investigaciones, Roberto Castronuovo, durante una cena de camaradería celebrada nada menos que en El Mangrullo. En esa ocasión, el jefe entrante, Hugo Matzkin –un enemigo declarado de Paggi– se interpuso entre ambos contendientes, mientras Granados, en su rol de anfitrión, no salía del azoro. Hoy, ya como ministro, Granados apostó a la pacificación de las líneas internas de la gran familia policial: confirmó a Matzkin como titular de la fuerza, pero también exhumó del ostracismo a Paggi, quien desde el martes es el nuevo titular de la estratégica Secretaría de Seguridad. Política pendular, ya con un cadáver de por medio. «

La cifra

100 mil

Tal es la cantidad de efectivos que Granados pretende –según sus dichos– poner en la calle durante los próximos dos años.

El hombre que se inventó a los bifes

Durante la última dictadura, a don Santiago –el padre de Alejandro Granados– lo llamaban "el bufetero de la Fuerza Aérea", por su excelente relación con sus altos mandos. De hecho, aquel hombre había conseguido una muy provechosa concesión gastronómica en el aeropuerto de Ezeiza. Ello incluía la explotación de todos los locales de comidas, además del catering para el personal uniformado. Ya poseía el restaurante El Mangrullo y también regenteaba el Hotel Internacional, que estaba junto al espigón.

En democracia, los Granados se afiliaron al radicalismo. Pero un hecho fortuito torcería el rumbo ideológico del aún joven Alejandro: el festejo para celebrar el resultado de la elección interna del justicialismo en 1988. Allí Granados conoció a Carlos Menem.

Seis años después, al ser creado el partido de Ezeiza a raíz del fraccionamiento territorial de Esteban Echeverría, Menem posibilitó la llegada de Granados al sillón del municipio.

Desde entonces, este último alternó sus negocios privados con la función pública, siendo la seguridad el eje de su gestión. Y también de su vida personal.

Tanto es así que el gran público recién supo de su existencia debido a un episodio infausto: el 24 de noviembre de 1999 se prestó a la requisitoria periodística con un brazo en cabestrillo por el disparo que había recibido cuando tres hombres ingresaron a su estancia La Celia. Entonces, con tono grave, dijo: "Estamos en guerra con los delincuentes, y la guerra hay que librarla, es a matar o morir." También se jactó del revólver 38 especial que usó para defenderse y dijo que "en ninguna casa debe faltar un arma". Ya se sabe que corría la época de oro del inolvidable Carlos Ruckauf. Y, al parecer, aún hoy Granados está influido por la visión combativa de aquel gobernador con respecto a la violencia urbana.

Apreciado por la corporación policial, Granados inició su gestión ministerial con una frase que sin duda será citada a través del tiempo: "Vayamos a los bifes lo antes posible."

Comentá la nota