Los caminos por los que un Presidente arriesga, innecesariamente, su autoridad

Los caminos por los que un Presidente arriesga, innecesariamente, su autoridad

Por: Ernesto Tenembaum. Entre jueves y sábado, 23 argentinos perdieron la vida luego de haberse contagiado de coronavirus. En esas mismas horas, murieron cerca de mil quinientos brasileños. 

Cada día, los muertos en Brasil más que duplican a la cantidad de víctimas que la Argentina ha tenido ¡desde el comienzo de la pandemia! Esos datos permiten entender el valor que ha tenido, hasta ahora, la decisión tomada el 20 de marzo, de imponer la cuarentena en la Argentina: se evitó una masacre. Y explican una parte del enorme consenso que logró el presidente Alberto Fernández, y también el jefe de Gobierno porteño Horacio Rodriguez Larreta. Frente a esos resultados, y el desafío que se viene, todo lo demás parece menor. Sin embargo, este jueves hubo una potente protesta en contra del Gobierno, que se expresó en un cacerolazo cuya magnitud nadie pone en duda. El contraste entre una cosa y la otra quizá ayude a entender los mecanismos por los que se construye consenso, y también rechazo, en la sociedad argentina.

El cacerolazo del jueves fue disparado por una serie de hechos que el Gobierno no entendió a tiempo y, probablemente, no lo entienda aún, dada la reacción que algunos funcionarios siguen teniendo lejos del micrófono. Sin embargo, es muy sencillo de entender. Ante el ingreso del virus en las cárceles, y la protesta de los internos, Fernández planteó la necesidad de descongestionar las prisiones, como se hizo en muchos lugares del mundo y como recomiendan personalidades indiscutibles, como la chilena Michelle Bachelet. Ese criterio ya estaba poniéndose en marcha en muchos juzgados de manera muy desprolija e incluía la liberación de personas que habían cometido crímenes espantosos, como algunos violadores.

Los presos del penal de Devoto protagonizaron un motín (REUTERS/Agustín Marcarián)

Hay que elongar mucho para entender por qué el Presidente podía defender en público un criterio general correcto y no cuestionar con el mismo énfasis las aberraciones que se cometían en nombre de esa misma idea y la desnaturalizaban. Esa omisión presidencial ofendió a mucha gente. No es el odio a los pobres, como se ha dicho, sino una cuestión de elemental sensibilidad. Pero, además, debilitó algo que es importante defender -el alivio al hacinamiento- porque puede ser un problema de enorme magnitud en las próximas semanas. Es un clásico: una idea correcta y necesaria muchas veces termina siendo debilitada por la falta de gestión y sensibilidad en su implementación.

En una democracia como la Argentina, los gobiernos -todos ellos- tienen que enfrentar denuncias exageradas de la oposición, coberturas mediáticas injustas, o fake news. Son las reglas. Los oficialistas siempre se quejan por cosas que ellos hacen, o han hecho, cuando eran oposición. Nadie tiene mucho derecho al pataleo. Pero esos ruidos no siempre tienen los efectos que buscan, porque las personas no son fácilmente manipulables.

En este caso, había un hecho muy relevante: un criterio defendido por el Gobierno tenía consecuencias horribles, pero el Gobierno no solo no reaccionaba ante esos desvíos sino que además denunciaba campañas mediáticas. Habría sido raro que, ante la difusión de los nombres y las historias de los beneficiados, la reacción hubiera sido otra, en una sociedad que está muy sensible por el desafío que enfrenta y por la manera en que su conducción política la destrató en la última década.

El cacerolazo del jueves se sintió en todo el país (Nicolás Stulberg)

El cacerolazo del jueves, en ese sentido, debería sonar como una advertencia moderada y razonable. La autoridad lograda por el Presidente por una decisión que tiene una trascendencia gigantesca tal vez no sea un cheque en blanco. Mantener la autoridad, en este país, es una tarea que requiere paciencia infinita y que no termina nunca.

El debate que derivó en el cacerolazo tuvo un precedente que aun no fue suficientemente analizado, dada la cantidad de cosas que pasan cada día de la pandemia. Ese precedente fue el apoyo que dio el Gobierno para que Ricardo Jaime fuera beneficiado por la prisión domiciliaria. Jaime es uno de los símbolos de la corrupción en la Argentina. La evidencia que existe sobre su enriquecimiento ilícito es abrumadora. Ha sido condenado antes que Mauricio Macri llegara al poder, por una tragedia anunciada que enlutó al país entero. Tal vez el oficialismo esperaba que ese hecho pasara desapercibido ante la angustia que genera el coronavirus. ¿Habrá sido así o, al revés, habrá alimentado un descontento silencioso?

El Gobierno pidió que Jaime fuera beneficiado con la prisión domiciliaria

Al parecer, la controvertida actuación del Gobierno fue decidida por el secretario de Derechos Humanos, Horacio Pietragalla, sin consultar a la ministra del área. Pero esa diagonal extraña no obtuvo ningún reproche: todo lo contrario. Si Fernández estaba de acuerdo con la caricia a Jaime, es lógico que pierda autoridad ante un sector de la sociedad que empezaba a mirarlo con simpatía y que rechaza la corrupción y la impunidad. Si no estaba de acuerdo, lo que se ve es que un subalterno impone una lógica que después Fernández está obligado a defender. Es el mismo Presidente que tomó con valentía una decisión fenomenal. ¿Por qué permite que su autoridad ante la sociedad o dentro del Gobierno sea debilitada de esa manera?

Toda presidencia enfrenta un drama: tal vez aquí se vea con claridad el que acecha, una y otra vez, a Fernández. Desde algunos lugares de su propio Gobierno se asoma gente que intenta imponerle una lógica, que no es la suya, pero que él no desautoriza. El gesto de Pietragalla a favor de la impunidad va en esa dirección. La brutal amenaza a la Corte Suprema también.

La autoridad presidencial es una herramienta fundamental para ejercer el poder. Cuando un presidente tiene consenso social, los planetas se alinean. Cuando lo pierde, los problemas se multiplican. Esa herramienta será especialmente necesaria en los próximos meses porque Fernández deberá conducir a la sociedad a través del desierto. Si se logra sortear con éxito la crisis del coronavirus, inmediatamente sobrevendrá el desastre económico. Y si no se logra lo primero, será peor aún.

El Presidente anuncia la extensión de la cuarentena en conferencia de prensa

Fernández construyó su autoridad con esa decisión del 20 de marzo, y con la manera en que la defendió: con serenidad, rodeado de científicos y líderes de la oposición. Pero, en el medio, empezaron a pasar cosas. La gente, desde su encierro, aguantó por ejemplo que le pidieran un esfuerzo gigantesco mientras el Gobierno se negaba a recortar los salarios políticos. Tal vez hubiera sido un gesto que el Presidente se comunicara con los médicos que le enviaron cartas abiertas para reprochar ese doble estándar. Hasta Pepe Mugica, el amigo de Fernández, entendió el problema. A ello se le sumaron las apelaciones a la “sangre” por parte de la vicepresidenta, la palmada a Jaime, la reaparición en la agenda pública de nombres como Amado Boudou, las colas gigantescas de jubilados aquel 3 de abril y, finalmente, lo de los presos. En este contexto, ¿cómo caerá en el público independiente, al que Fernandez necesita apelar, que justo en estos días terribles bauticen como Néstor Kirchner a otro hospital en Escobar o que le den más dinero a los empleados del Congreso que a las enfermeras?

Es muy difícil de medir la magnitud de un cacerolazo, porque las cacerolas retumban fuerte y no se pueden contar. Tampoco es sencillo establecer una conexión lineal entre estas demostraciones y un eventual comportamiento electoral: seguramente sea muy lábil.

Pero hay métodos que ya fueron probados.

Entre 2011 y 2015, Fernández pudo ver cómo el gobierno de su vicepresidenta se enfrentaba con saña contra una enorme mayoría social: así terminó todo. Muchas de las personas que formaron parte de ese Gobierno aprendieron algo de aquella experiencia. Otras aun defienden los mismos métodos, con la pasión del escorpión: por fanatismo, por falta de inteligencia, por oportunismo, porque no conocen otras cosas o por lo que fuera.

Tal vez esta vez, esos recorridos lleven a lugares distintos.

No parece lo más probable.

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