Afecto para no llegar solo al final del camino

Afecto para no llegar solo al final del camino
El envejecimiento de la población hace del cuidado de ancianos un oficio del futuro. En Tucumán hay un déficit

Judith More vuelve de abrir la puerta y mira la jugada de Ernesto. "Me va a decir que hice trampa porque me tocaron dos monos", se adelanta él con picardía.

"¡Ah, no! ¡Me parece que usted es muy tramposo!", le dice ella, tal como había pronosticado Ernesto. "¿No te dije?", pregunta. "No le gusta que yo le gane", retruca el hombre de 85 años y tonada porteña. Ya le restan 15 minutos a la partida de chinchón. Si algo queda pendiente, deberán terminarlo cuando Judith regrese en dos días.

Ella es su cuidadora. La persona que lo visita en la pensión, donde lo baña, lo peina y queda listo para jugar a las cartas el resto del tiempo. Hace unos cuatro meses que este ritual se repite tres veces por semana y a Ernesto se le ilumina la cara cuando ve entrar a Judith. "Me gustaría que viniera más seguido", confiesa.

El cuidador viene a reemplazar esa tarea que por años solía realizar algún miembro de la familia. Este oficio, que todavía funciona de manera bastante informal, está considerado uno de los trabajos del futuro. ¿Por qué? Porque las familias cada vez trabajan más y no disponen de horas libres para dedicarle a un adulto mayor. Pero también porque la población es cada vez más longeva. Cuando por cualquier razón nadie puede atender a ese familiar mayor, entonces la figura del cuidador se vuelve clave.

Contar con un cuidador no es sinónimo de enfermedad terminal o discapacidad. Muchas veces sólo son una buena compañía y ayudan en lo que a la persona mayor le cuesta un poco: bañarse, leer, cortarse las uñas, comer. En otras ocasiones, simplemente, son una oreja dispuesta a escuchar una anécdota cientos de veces o reírse del mismo chiste.

En Tucumán existe un padrón con 350 cuidadores certificados por la Dirección de Jóvenes y Adultos mayores. Este número no llega a cubrir la necesidad real que existe, sobre todo de varones. Es que, por lo general, el sexo del cuidador tiene que ver con que el paciente sea varón o mujer.

"A veces darle la mano o una sonrisa es la mejor terapia", reconoce Silvia Villagarcía, una cuidadora que hace ocho años que se dedica a esta tarea. "Aprendí con mi abuela cuando me tocó cuidarla. Es gratificante saber que sos una compañía para esa persona que te necesita", dice.

Varias veces le ha tocado atravesar los últimos momentos de un paciente. "Una vez cuidé a una señora que era muy callada, pero al tiempo comenzó a decirme 'mamá'", cuenta. Para ella fue la experiencia más conmovedora. "Se llamaba Juana -sigue- y siempre me decía; 'no me dejés sola'. El día que murió ya había terminado el turno de Silvia, pero ella tenía un presentimiento así que decidió volver a la casa de Juana. "Se murió agarrada de mi mano. Yo sentí que no había desatendido su pedido".

Según Daniel González, la clave es la vocación de servicio. Eso incluye el buen trato y la paciencia, explica el ex bombero voluntario y estudiante de enfermería. "No todos los pacientes son maravillosos. Algunos tienen patologías que los ponen irascibles... Hay que saber tratarlos y comprenderlos", dice.

Una casa

El hogar San Alberto tiene un plantel de 40 cuidadores. Allí llegan adultos que vivían en las calles o cuyas familias los abandonaron en una cama de hospital, pero también otros derivados por el PAMI o Incluir Salud. "Para muchos ésta es la primera vez que tienen un techo, una cama cómoda, un baño privado y las cuatro comidas", comenta Federico Ruiz Torres, geriatra y director del hogar.

La tarea del cuidador es distinta a la del enfermero porque no tiene que ver con la atención médica. A lo sumo pueden suministrar un medicamento que haya sido indicado por un médico.

En el hogar hay 80 ancianos con distintas patologías (artritis, algún tipo de demencia senil, deterioro por la vida en la calle). Están separados los que tienen poca dependencia de los que necesitan un cuidador siempre porque no pueden hacer nada solos. En algunos casos es necesario un período de adaptación. Es que hay quienes vienen con las mañas de la calle: prefieren el piso antes que una silla o un colchón mullido. "Vamos, don, mejor siéntese aquí", lo acompaña un cuidador hasta el sillón. Eso sí, una vez que se adaptan hasta se ponen de novios. Es muy común, cuentan los cuidadores, porque en definitiva nunca hay una edad para jubilarse del amor.

Entre tantos cuidados es imposible no encariñarse. "Aunque en los cursos nos dicen que no nos involucremos afectivamente, para mí es imposible. Pasás mucho tiempo en esa casa, conocés a la familia y al paciente", explica Jesús del Valle Abregú, otra cuidadora domiciliaria.

Es un trabajo en el que saben que el final está cerca. Puede ser cuestión de años, meses o días. Los cuidadores cumplen la misión de hacer más confortable el final del camino.

LAS ESCENAS DEL HOGAR SAN ALBERTO (TAFÍ VIEJO)

Lectora que no abandona su pasión

Eugenia prefiere un libro antes que entretenerse con la televisión. Hace tres meses que llegó al hogar San Alberto y ya se ha devorado gran parte de la biblioteca. Sin anteojos y con 83 años le lee a Petrona Paz, una cuidadora, "El segundo pecado mortal" de Lawrence Sanders. Trabajó en la facultad de Medicina como coordinadora de la carrera, cuenta. Desde chica fue una apasionada de la lectura. "Me gusta Borges y Roberto Arlt, también Sartre y Camus... pero aquí leo novelas clásicas porque es lo que hay", cuenta. La biblioteca se nutre de las donaciones y para Eugenia es el mejor modo de pasar el tiempo.

A reír con el mismo repertorio

Se presenta como Ramón Ruiz, de 75 años, gran contador de chistes. Pero se ha olvidado de declarar un par de años. "Un señor está parado en la esquina, cuando viene otro y le pregunta: '¿Vio quién dobló la esquina?'. El hombre lo mira y le contesta: 'No, cuando llegué ya estaba doblada'", relata y su cuidador ríe a carcajada limpia. Oscar López ya ha perdido la cuenta de la cantidad de veces que escuchó ese chiste, pero no importa. Ramón tiene principio de demencia senil, que lleva a la pérdida de la memoria inmediata y la reciente -explica Federico Ruiz Torres, geriatra y director del hogar-, pero conserva la pasada.

La coquetería nunca se pierde

Un cuidador es el que asiste en la actividades de la vida diaria, así lo explican ellos. Antes de ir al comedor, Georgina Flores afeita a Juan, de 83 años. Hace ocho años que trabaja como voluntaria del hogar. "Es lindo ayudarlos y dejarlos impecables; lo feo es cuando viene algún familiar a visitarlos y a nosotros ni nos saludan", dice mientras le rasura la escueta barba. Algunos internos tienen familia que va de vez en cuando, pero otros jamás reciben visita. "Te encariñás con todos y cuando te vas de vacaciones los extrañás. Aquí les conocemos todas sus manías y por la cara sabemos cómo amanecieron", cuenta Georgina.

Un trabajo con dedicación

Teresa Rivero es cuidadora desde hace 19 años en ese hogar, que se inauguró en 1987. "Cuando recién empecé le pedía a Dios que me diera fuerzas para poder hacer bien este trabajo. Hoy me resulta imposible estar sin venir aquí", confiesa. Por unos días está a cargo de su turno. "Ves la vida de otra manera, comenzás a pensar en la vejez, en lo que te puede tocar". En el hogar organizan salidas al cine y al teatro; talleres de música, actividades prácticas y celebran misa. "Hubo años que esto se caía, que no teníamos director y que no había insumos ni siquiera para cocinar. Durante ese tiempo los cuidadores nos pusimos este hogar al hombro", recuerda.

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